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A supporter of Brazil's President Jair Bolsonaro walks in front of tents in a camp during a protest against President-elect Luiz Inacio Lula da Silva, who won a third term following the presidential election run-off, at the Army Headquarters in Brasilia, Brazil, December 27, 2022. REUTERS/Adriano Machado

Partidarios de Jair Bolsonaro (PL) incendiaron autos, esparcieron cilindros de gas, intentaron invadir sede de la Policía Federal y arrojaron un autobús sobre otros vehículos en un paso elevado en Brasilia el día de la diplomacia del presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva (PT).

Nadie fue arrestado, excepto el manifestante indígena que fue arrestado luego de amenazar y convertirse en una especie de mártir de la causa y desencadenar el caos.

Han pasado diecisiete días desde entonces.

Como si no hubiera ya suficientes imágenes y evidencias para comprender el peligro que se incubaba en los campamentos de la capital y otras ciudades del país, los simpatizantes del actual presidente continuaron a todo pulmón incitando a la violencia y pidiendo al Ejército, o quien más los escuchara, alguna medida para evitar la asunción de Lula, el 1 de enero.

Quizá los pirómanos de hace dos semanas hubieran permanecido tranquilos e imperturbables en sus trincheras si el sábado (24/12) uno de los partícipes del motín, con el ánimo revitalizado por la impunidad, no hubiera redoblado su apuesta e intentado establecer dispararon no a un automóvil, sino a un camión cisterna equipado con una bomba a punto de ser detonada en la entrada del aeropuerto de Brasilia.

Detenido con un arsenal en un apartamento alquilado, el terrorista entregó algunos cómplices y puso en evidencia lo que parecía correcto desde el principio: el grupo no estaba reunido en Brasilia para orar, sino para la guerra.

Por orden del Supremo Tribunal Federal, la Policía Federal comenzó a ejecutar una serie de órdenes de arresto contra sospechosos de patrocinar o participar en los disturbios del día 12.

Las detenciones son el primer paso para la desmovilización de los campamentos, que hoy suponen un riesgo para la celebración pacífica de la ceremonia de inauguración.

La explosión en el aeropuerto, donde seguramente moriría gente inocente, no ocurrió ni por asomo.

La bomba no solo explotaría en el regazo de las posibles víctimas, sino también en el de las autoridades que veían la crisis a fuego lento con el consentimiento o la confianza de que en algún momento la situación se enfriaría, quizás por la fuerza de la naturaleza.

En el vacío de poder entre un presidente escurridizo, que acaba de ser imputado por delitos cometidos durante su mandato, entre ellos el de asociar la vacuna contra el Covid a un riesgo inexistente de contraer el virus del VIH, el actual y futuro ministro de Justicia muestran en público la incapacidad para llegar a un consenso sobre la seguridad de la ceremonia de inauguración o, como han demostrado los proyectos terroristas, sobre el ciudadano común que puede ser atacado al pasar por el aeropuerto o bajo el viaducto de la capital.

Queda por ver si la ola de detenciones será capaz de desmovilizar a los agentes del caos o provocar una ola de protestas y revueltas hasta el punto de que la situación se salga de control de una vez por todas.

En el Brasil de Bolsonaro, muchas nociones se han degradado en cuatro años. El más evidente de ellos es la confusión entre el derecho a la libertad de expresión y el “derecho” a amenazar, incitar a la violencia, incendiar automóviles y explotar bombas contra cualquiera que contradiga su opinión.


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