

En plena expansión de la inteligencia artificial, la robotización y la hiperdigitalización, el humanismo digital aparece como una brújula para que la tecnología sirva a las personas y no al revés. Este enfoque propone una relación más sensata con lo digital, una en la que la dignidad, la libertad, la voluntad y los derechos marquen el rumbo del desarrollo tecnológico.
Lejos de ser una declaración grandilocuente, ya se está traduciendo en iniciativas concretas, debates públicos y marcos éticos. Desde mesas de expertos como la celebrada en el XII Congreso Nacional de CEOMA hasta charlas de Casa Amèrica Catalunya con DIPLOCAT, se insistió en una idea muy simple y potente: la tecnología debe integrarse en la vida cotidiana sin invadirla, reforzando el bienestar individual y el bien común.
Qué entendemos por Humanismo Digital
El humanismo digital es una corriente de pensamiento y acción que sitúa a las personas en el centro del diseño, el uso y la gobernanza de las tecnologías. No es un freno al progreso, es un marco para que la innovación se alinee con valores como la empatía, la inclusión, la justicia y la sostenibilidad.
En términos prácticos, propone equilibrar el avance técnico con una mirada ética. Eso implica que la IA, los datos y la automatización sean un medio —no un fin— para ampliar capacidades humanas, fortalecer la democracia, proteger derechos y mejorar oportunidades en educación, salud, trabajo o participación ciudadana.
Desde el mundo académico y cultural, voces como la de Oriol Vicente Campos han descrito este paradigma como una filosofía que usa la tecnología para multiplicar posibilidades y poner en valor lo humano. Al mismo tiempo, especialistas en ética como María Cano Bonilla recuerdan que la tecnología no tiene ética y que corresponde a las personas deliberar, decidir y asumir la responsabilidad última de sus efectos.
En clave operativa, este enfoque impulsa la cocreación y la transparencia: procesos de diseño abiertos, participación de usuarios y comunidades, y evaluación continua del impacto social y ambiental. Así se evita delegar ciegamente decisiones en algoritmos y se garantiza que la tecnología responda a necesidades reales y no a modas o intereses cortoplacistas.

Una tecnología presente, útil… e invisible cuando toca
En el terreno práctico, hay un principio que gana adeptos: tecnología que se integra sin molestar. Lo resumió con acierto Silvia Movellán Viaña (Fundación Telefónica): herramientas que se mimeticen con el hogar y los espacios sociales, que estén al servicio de la vida cotidiana sin ocuparla ni dictarla.
Ese ideal cobra especial relevancia en el envejecimiento activo. Sensores de caídas o sistemas de monitorización discreta pueden prolongar la autonomía en casa, siempre que respeten rutinas, privacidad y preferencias. El reto está en diseñar soluciones que aporten seguridad y apoyos reales sin invadir, de manera que la persona conserve el control de su día a día.
Esta visión «invisible pero útil» va más allá del hogar: desde aplicaciones de movilidad accesibles hasta trámites digitales comprensibles, la clave está en reducir fricciones. En el fondo, hablamos de usabilidad, accesibilidad y diseño centrado en personas para que lo técnico desaparezca en segundo plano y destaque el beneficio.
Principios clave: ética, inclusión, sostenibilidad y participación
El humanismo digital se articula en varios principios que guían decisiones públicas, empresariales y ciudadanas. El primero es la ética y la responsabilidad: evaluar impactos antes, durante y después de desplegar tecnología, considerando efectos en colectivos vulnerables y en el medio ambiente.
Le sigue la inclusión y accesibilidad: productos y servicios diseñados para todas las personas, independientemente de sus capacidades, edad, renta o contexto geográfico. Un ejemplo claro son los smartphones accesibles para quienes tienen discapacidad visual o auditiva, que abren puertas de comunicación y conocimiento.
La sostenibilidad sitúa los límites del planeta en el centro. Tal y como subrayó Leandro Navarro, no podemos ignorar la escasez de recursos y los costes ambientales del ciclo de vida de las TIC. Economía circular, reciclaje, reutilización y eficiencia energética deben ser norma y no excepción.
Por último, la transparencia y la participación: procesos abiertos, rendición de cuentas y canales para que la ciudadanía opine y corrija el rumbo. Esto conecta con un derecho poco citado pero crucial: pensar críticamente y no delegar sin más en sistemas opacos decisiones que nos afectan.

Personas mayores y tecnología: adiós a los tópicos
La digitalización arrastra clichés. Uno muy extendido es que las personas mayores rechazan el mundo digital. La realidad es más matizada: como apuntó Francisco Gómez Nadal (UNATE), la adopción ocurre cuando tiene sentido y aporta valor, sin perseguir necesidades inventadas ni imposiciones poco empáticas.
El acompañamiento formativo marca la diferencia. Hay evidencias de que el uso de tecnología, cuando va de la mano de apoyo y aprendizaje, reduce la sensación de soledad en torno a un 30%. No se trata de hablar con máquinas, sino de habilitar conexiones humanas más fáciles, sostenidas y seguras.
Roberto López Pensado, desde la ciberseguridad y la formación, lo resumió con pragmatismo: cada cual debe usar tecnología según sus necesidades y entrar paso a paso, sin prisa y sin presión. Con una guía adecuada, se fortalecen competencias, autoestima digital y autonomía.
La otra cara es la «pobreza tecnológica», distinta a la mera brecha digital. Afecta a ámbitos rurales y a quienes no pueden seguir el ritmo supersónico de la innovación, por falta de cobertura, dispositivos, habilidades o tiempo. Abordarla exige políticas públicas y servicios pensados para ritmos diversos, no soluciones únicas.
IA, decisiones y el derecho a pensar
El avance acelerado de la IA plantea una cuestión ética nuclear: ¿hasta dónde delegar? María Cano Bonilla alertó de un riesgo claro: confundir la comodidad de la automatización con la renuncia a decidir. La tecnología no tiene ética; la ponemos nosotros. Por eso, «pensar» es un derecho político y ético que debemos proteger.
Asistentes conversacionales, recomendadores o traductores automáticos pueden ampliar capacidades. Google Translate, por ejemplo, rompe barreras lingüísticas y favorece la comprensión intercultural. Pero hace falta juicio humano para evitar sesgos, garantizar privacidad y preservar el contacto auténtico cuando importa la empatía.
También conviene recordar el aviso de José Manuel Azorín-Albiñana: incluso siendo tecno-optimistas, frente a las máquinas hacen falta sabiduría y serenidad humanas. El error sería tomar la IA como medida de todas las cosas y relegar a las personas al papel de comparsa.
En paralelo, combatir la desinformación requiere alfabetización mediática y trazabilidad de fuentes. Las fake news erosionan deliberación y confianza, por lo que la combinación de verificación, transparencia algorítmica y criterio ciudadano es indispensable.

Redes sociales: puente o muro
Las plataformas sociales han conectado como nunca, pero arrastran efectos secundarios. En el lado luminoso, mantienen vínculos a distancia, fomentan comunidades de apoyo y permiten visibilizar causas relevantes. Bien usadas, son una herramienta para cultivar empatía y pertenencia.
En el reverso, el uso intensivo puede generar comparaciones dañinas, ansiedad y aislamiento emocional. Cuando prima la cantidad de contactos sobre la calidad de las interacciones, la conversación se vuelve superficial y crece el ruido. De nuevo, el equilibrio es clave: priorizar vínculos significativos y pausas digitales.
La moderación responsable y espacios bien cuidados marcan diferencias. Comunidades de gaming o foros temáticos demuestran que se pueden crear «tribus» digitales sanas donde apoyo, aprendizaje y buena convivencia conviven con entretenimiento.
Por diseño, los algoritmos no son neutrales; amplifican contenidos y pueden reforzar sesgos. Transparencia, auditorías y controles ciudadanos ayudan a que no se deslice la polarización como combustible por defecto.
Aplicaciones que ya funcionan: salud, autonomía y ciudades
El humanismo digital no es teórico: hay casos palpables. En salud, la robótica aceleró procesos críticos durante la pandemia, llegando a gestionar del orden de 1.500 análisis de COVID en un día en determinados contextos hospitalarios. Un ejemplo contundente de tecnología al servicio del bien común.
En el ámbito domiciliario, sensores inteligentes y sistemas de alerta discreta permiten detectar caídas y anomalías, prolongando la permanencia en casa con seguridad y respeto por la intimidad. La condición innegociable es no interferir en la vida cotidiana ni convertir los hogares en espacios de vigilancia.
Además, las apps de salud bien diseñadas pueden mejorar la adherencia terapéutica. En personas mayores se han observado incrementos de adherencia en torno al 45% cuando las herramientas son accesibles, cuentan con apoyo y simplifican tareas tediosas.
Por último, las ciudades inteligentes bien entendidas priorizan accesibilidad, sostenibilidad y participación. Se trata de usar datos para movilidad más inclusiva, energía más eficiente y servicios públicos más cercanos, evitando la «solución tecnológica» que ignora contextos locales y la voz de la ciudadanía.
Educación, habilidades y empleo en clave humanista
Las competencias digitales importan, pero también las humanísticas: pensamiento crítico, creatividad, empatía, trabajo en equipo. El humanismo digital propone reforzar ambas dimensiones para un futuro laboral cambiante, donde IA y personas colaboren de forma complementaria.
En la escuela y la universidad, los programas inclusivos democratizan el acceso a la tecnología y preparan a estudiantes para participar activamente en la sociedad digital. Esto significa diseño accesible, metodologías abiertas y evaluación de impacto social de herramientas educativas.
En el trabajo, automatización y algoritmos deben desplegarse con criterios de equidad, seguridad y desarrollo profesional. La conversación no es solo sobre productividad, sino sobre dignidad laboral, oportunidades y reparto de beneficios de la innovación.
Además, la formación continua es imprescindible. Aprender a lo largo de la vida, con apoyos públicos y privados, reduce desigualdades y evita que los cambios tecnológicos se traduzcan en exclusión o precariedad, reforzando resiliencia y empleabilidad.
Consumo responsable y límites del planeta
El humanismo digital pide salir de la «burbuja verde» y mirar los impactos globales de la tecnología: extracción de minerales, huella de carbono, residuos electrónicos. Leandro Navarro insistió en que el pasado se queda obsoleto rápidamente, pero eso no justifica ignorar los costes reales del presente digital.
La respuesta pasa por priorizar dispositivos reparables, software eficiente, reutilización, reciclaje responsable y compras públicas con criterios ambientales y sociales. También por valorar iniciativas de economía circular que prolonguen la vida útil de equipos y reduzcan la presión sobre recursos finitos.
Ser usuarios conscientes implica informarse y decidir con datos: qué compramos, cuánto tiempo lo usamos, cómo lo desechamos y qué alternativas compartidas existen. La tecnología que no vemos también cuenta: centros de datos, redes, nubes… todo suma en el balance y exige eficiencia y transparencia.
En paralelo, programas que acercan formación y conectividad a zonas rurales abordan la pobreza tecnológica, garantizando que nadie queda atrás por su código postal o renta. Es una cuestión de justicia territorial y cohesión social.

Comunidades digitales y sentido de pertenencia
Las mejores experiencias digitales combinan utilidad y calor humano. Foros de apoyo mutuo, grupos de aprendizaje o comunidades de videojuegos muestran que Internet puede ser un espacio donde encontrar tu gente y compartir intereses, retos y logros.
Para que funcione, se necesitan normas claras, moderación cuidadosa y cultura del cuidado. Así se previenen abusos, se cuidan minorías y se promueve una participación donde todas las voces suman. Cuando eso ocurre, el entorno digital deja de ser ruido para convertirse en tejido social.
Las organizaciones pueden facilitarlo con plataformas inclusivas, accesibles y bien gobernadas. No es solo una cuestión técnica: hace falta invertir en comunidad, escuchar y co-crear con los propios usuarios, cerrando el círculo de valor compartido.
En tiempos de distanciamiento físico, estas comunidades han sido salvavidas; mantener lo aprendido y llevarlo a la vida cotidiana puede fortalecer barrios, escuelas, empresas y asociaciones con una capa digital que multiplica la cercanía.
Decálogo humanista para una digitalización con alma
De diversos debates y experiencias se ha ido consolidando un decálogo práctico que orienta una transformación digital al servicio de las personas. Cada punto traduce principios en condiciones concretas para una digitalización inclusiva y responsable.
- Derechos digitales como derechos humanos: su protección y nuestro empoderamiento son esenciales para que lo digital favorezca el encuentro con el otro.
- Tecnología al servicio de las personas: cuando actúa así, aporta beneficios claros: robótica clínica acelerando diagnósticos o smartphones accesibles que abren el conocimiento.
- Conecta y puede aislar: el cuidado se deshumaniza si depende solo de máquinas; vigilemos privacidad, libertad de expresión, igualdad y autonomía.
- Pensar es un derecho político y ético: no deleguemos en la máquina discernir verdad y mentira; alfabetización y criterio contra la desinformación.
- No tomar la IA como vara de medir: las personas somos la referencia; hace falta rehumanizarnos frente a la tentación de automatizarlo todo.
- Preservar el ecosistema vital de las personas mayores: música, libros y entornos culturales pueden conservarse digitalmente para las generaciones futuras.
- Acceso libre y pobreza tecnológica: más allá de la brecha, el mundo rural y otros contextos requieren formación, conectividad y buena gobernanza digital.
- Uso con apoyo reduce la soledad: con formación y acompañamiento, la percepción de soledad desciende de forma significativa.
- Autonomía personal sin injerencias: sensores y tecnologías de apoyo deben vigilar caídas y rutinas sin interferir en la vida diaria.
- Salud también es prevención: bien usadas, las apps de salud aumentan la adherencia al tratamiento y facilitan tareas tediosas.
De la declaración a la acción: gobernanza y políticas
Sin políticas, la ética se queda corta. Hacen falta marcos claros de gobernanza de datos, mecanismos de auditoría algorítmica y participación pública en decisiones tecnológicas. La regulación debe equilibrar innovación y garantías, con responsabilidad compartida entre administraciones, empresas y sociedad civil.
Las compras públicas pueden ser palanca: exigir accesibilidad universal, impacto ambiental bajo, software auditable y estándares abiertos. También impulsar formación para empleados públicos y ciudadanía, de modo que la adopción sea segura y democrática.
En paralelo, la educación en pensamiento crítico y competencias digitales desde edades tempranas fortalece inmunidad frente a bulos y manipulación. Un ecosistema informativo saludable necesita medios solventes, transparencia de plataformas y corresponsabilidad de usuarios.
Por último, el apoyo a la investigación abierta, repositorios de conocimiento y colaboraciones interdisciplinares acelera soluciones con foco humano y evita reinventar la rueda, multiplicando impacto y eficiencia.
El humanismo digital es, en esencia, una invitación a diseñar y usar tecnología con cabeza y corazón. Desde una domótica que no invade hasta una IA transparente, desde comunidades en línea cuidadas hasta políticas que protegen derechos, la guía es nítida: progreso con propósito, innovación que suma y decisiones que respetan nuestra diversidad y los límites del planeta.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/humanismo-digital/
También estamos en Telegram como @prensamercosur, únete aquí: https://t.me/prensamercosur Mercosur
