

Iván Cepeda , Senador de Colombia
Hay nombres que, al mencionarlos, incomodan a los poderosos y levantan la moral de los olvidados. Iván Cepeda es uno de ellos. Para algunos, un comunista irredento; para otros, un hombre que hizo de la dignidad una forma de resistencia. La verdad, como lo recuerda un reciente artículo de Revista Pares, es más humana que los insultos: Cepeda rompió con su propio padre, el asesinado senador Manuel Cepeda Vargas, por negarse a aceptar el socialismo inflexible que conoció en su juventud tras la Cortina de Hierro. No fue comunista. Fue, y sigue siendo, un defensor insobornable de la justicia.
Su historia está ligada a una imagen que aún estremece la memoria democrática de Colombia: julio de 2004, Congreso de la República. Entran, triunfales, los jefes paramilitares Ernesto Báez, Salvatore Mancuso y Ramón Isaza. Afuera, la Plaza de Bolívar desbordada por buses que trajeron simpatizantes desde el Magdalena Medio, pagados con miedo y sangre. En medio de esa escena, un hombre solo, con el retrato de su padre, enfrentó la ovación de la ultraderecha. Cepeda resistió cuando la mayoría prefería el silencio. Esa fotografía de dignidad aún se le agradece.
Un año después nació el Movice, aunque sería injusto ponerle fecha exacta. El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado es la voz de quienes durante décadas cargaron con muertos, desaparecidos y tierras saqueadas mientras se les exigía callar. Surgió de procesos previos como Colombia Nunca Más y de la persistencia de más de 200 organizaciones que se negaron a aceptar la mentira de que el Estado era tan víctima como sus propias víctimas.
En 2008, Cepeda lo dijo sin rodeos: el Movice es la respuesta a una historia distorsionada. Una memoria escrita desde abajo, desde los nombres que nunca aparecen en los discursos oficiales. Mientras la Ley de Justicia y Paz pretendía barrer los crímenes bajo la alfombra de la legalidad, el Movice se plantó para recordar que la paz sin verdad es apenas una tregua de papel.
Como detalla Revista Pares, cuando Colombia se arrodillaba ante Álvaro Uribe, el Movice fue incómodo. Denunció la reinstitucionalización del paramilitarismo y la farsa de la reparación a medias. Señaló al Estado como perpetrador, no solo como espectador. Propuso algo elemental y peligroso: que la única salida al conflicto era la negociación. Hoy, dos décadas después, Cepeda repite el mensaje, aunque los fusiles del ELN sigan tronando y la esperanza de paz se desangre entre comunicados rotos.
Nada de esto ha sido gratis. Cepeda paga cada día con amenazas, cansancio y traiciones. Se ha levantado de hospitalizaciones, juicios y trampas políticas. Ahora carga una tarea que intimida a cualquiera: desenterrar la verdad en un proceso que toca a un expresidente. Una verdad que lo llevó, años después, a mirar a los ojos a Mancuso —ya no en el Congreso como rey, sino tras las rejas en Estados Unidos— y escucharlo, porque Cepeda sabe que sin la confesión de los victimarios no hay reparación posible.
Los que odian lo llaman estalinista. Quienes lo conocen de cerca saben que solo es terco con una cosa: su fe en que Colombia todavía puede salvarse si se atreve a mirar de frente su pasado. Quizás sea su condena, pero también su legado. Porque hay batallas que, incluso cuando se pierden, le devuelven a un país la dignidad que tantos insisten en arrebatarle.
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