Descubrí la primera huella ya en el final de la aventura, como si me hubiera aguardado hasta el instante de la desesperación: en la cordillera de Los Andes, a casi cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar y a cero de una muerte posible, porque la primera tormenta de nieve -finales de marzo- se cernía como un Leviatán, inmensa y envolvente, ocultando el cielo, las cumbres y los mínimos puntos de referencia que nos aseguraban el retorno a Malargüe en dos días a caballo.
Retrocedo en el tiempo. En ese mismo páramo, tres meses antes, dieciséis muchachos uruguayos fueron rescatados luego de setenta días, escribiendo una leyenda casi eterna con un título tan cómodo como obvio: el Milagro de Los Andes.
En octubre de 1972 se embarcaron en un Fokker de la fuerza aérea oriental para jugar un partido de rugby en Chile. Nada heroico. Una estudiantina.
Alumnos de un colegio católico, cantaban y reían cuando una violento temblor y una explosión cambió sus vidas en un segundo: el avión se estrelló contra un pico de roca y hielo, se deslizó centenares de metros como por un fatídico tobogán, y detuvo su carrera en una inhóspita planicie blanca que sería su hogar, además de los restos del avión, en los siguientes 72 días y sus noches.
No quiero, a tantos años de la tragedia, incurrir en inútiles precisiones. Sólo unas pocas me estremecen todavía: cuarenta y cinco pasajeros, veintinueve muertos, dieciséis sobrevivientes alimentados con carne humana –única chance de soportar el espanto con otro espanto–, abandonada su búsqueda a las dos semanas, muerta su única radio y librados a su ingenio como condenados de antemano. Y aterrados, porque hasta aquella carne de los muertos que por razones religiosas o meramente humanas creyeron sagrada e intocable, terminó como alimento providencial y salvador.
Los trabajos y los días, el brutal frío nocturno, el silencio infinito, el dolor de haber perdido gente de su sangre que los acompañó en el viaje, las perpetuas oraciones a Dios y todos los santos, el sol impío, las tormentas, y cada atroz vuelta de tuerca, fueron minando sus fuertes cuerpos de rugbiers hasta convertirlos en fantasmas flacos y despellejados.
Vivos todavía, pero muertos a corto plazo. Sin embargo, unidos por dos razones –la fe religiosa reforzada en su católico colegio, y el sentido de pertenencia a su país, Uruguay, y a su alta clase social–, eligieron, sin conflictos de poder, un líder natural: Fernando Parrado. Y en él empieza y termina la historia que sigue.
I
No mucho antes de la navidad jugaron la última carta. Parrado y dos compañeros, no menos exangües que el resto, treparon por la montaña hacia Chile con la esperanza de encontrar a otro ser humano que percibiera sus tristes figuras y sus señas finales.
Alcanzaron un valle, y allí vieron a un cansino arriero chileno que recorría el lugar: una baraja a favor del Destino.
Parrado envolvió un mensaje de pocas palabras en una piedra, y la arrojó al otro lado de un escuálido río. El arriero miró el papel pero no pudo leerlo: era analfabeto.
Sin embargo, su astucia de hijo de la Tierra le dictó que algo grave ocurría. Atinó a llevarlo hasta un retén de carabineros, y pocas horas más tarde un helicóptero del ejército llegó hasta el Monte Calvario en que yacía el avión como un pájaro muerto, y los sobrevivientes.
El veintidós de diciembre fueron rescatados los dieciséis y llevados hasta el modesto pueblo de San Fernando. Oyeron misa, celebraron la Navidad, y durante semanas, meses y años fueron grandes protagonistas de la prensa y del asombro del mundo.
II
Un poco antes de ese gran momento entré en la habitación de Fernando Parrado, en el hotel Sheraton local. Me presenté y me reconoció: era lector de Gente, y mi nombre y mis notas eran parte de su vida, me dijo.
Arriesgué la pregunta inevitable, y me confesó la única verdad posible: sí, comieron carne humana. En su caso, aun peor: su madre y su hermana murieron en el desastre.
Me enfrenté, entonces, al peor momento de un periodista: disponer de una primicia macabra, y oír su ruego: “No lo publiques, por favor. Nosotros no vamos a ocultarlo, pero queremos decirlo en nuestro colegio, ante nuestros maestros y la prensa mundial, explicando que fue la más terrible e inevitable de las decisiones, tomada después de dramáticas charlas, porque no todos nuestros compañeros comprendían que en Los Andes, a más de veinte grados bajo cero, era imposible sobrevivir sin proteínas”.
No dudé: entre la primicia y la actitud moral, callé. Porque un periodista no es un verdugo. Y si lo es, pasa al bando de los canallas.
Estuve en Montevideo, en aquella escuela (Stella Maris), tomé nota de la declaración como si la oyera por primera vez, y esa noche, después de enviar mi nota por télex -sistema que hoy haría reír a los jóvenes que ya nacen cibernéticos-, dormí en mi hotel el sueño de los justos.
III
La acción tres meses más tarde, en la redacción de Gente. Samuel Gelbung, a la sazón mi jefe, empezó a tironearse mechones de pelo: su invariable tic cuando pensaba alguna nota extraordinaria que hiciera llorar al país, como decía antes de encargarla.
Hoy no tiene una brizna de pelo: ¿habrá sido por aquella flagelación, o por genética? En todo caso, poco importa: fue y es el mayor creador de notas que conocí. El que siempre descubría la perfecta vuelta de tuerca…
Directo, me dijo: “Pingüirama –así me llamaba–, hay una sola nota de los uruguayos que falta, y que a nadie se le ocurrió. Hay que llegar al avión, meterse, y contar desde allí lo que pudieron sentir los dieciséis a lo largo de setenta y dos días. Andá a Mendoza, averiguá cómo llegar, y hacela”.
IV
Fui al punto más cercano: Malargüe. Bajé (bajamos con mi compañero, el fotógrafo Eduardo Frías), averigüé, contraté a dos arrieros chilenos, compré ropa y víveres sin medida, y una mañana, con veintidós grados bajo cero, los arrieros, nosotros, y dos caballos de refuerzo, partimos desde un rancho nada lejos de las estribaciones de la montaña.
Tres días y tres noches a caballo. Para mí, debut: la primera y única monta de mi vida eran los petisos que, de niño, por centavos, me paseaban por dos vueltas a la manzana… De día, cabalgata a paso medio. De noche, dormir sobre el hielo tapados con gruesos y negros ponchos chilenos.
Y de pronto, una mañana, detrás de un mar de penitentes de hielo de aguzadas puntas, ¡el avión!
Los caballos claudicaron, y debimos avanzar trescientos metros a pie. Caí agotado, me deshidraté, pero rompí algunas puntas de hielo con mi guante de cuero, las chupé como si fueran un delicioso helado, me recuperé, y alcancé la meta.
V
Nada quedaba de la tragedia y de la épica de los uruguayos. Nada, salvo el esqueleto del avión, como un pájaro o un insecto gigante y desarbolado, la montaña por la que trepó Fernando Parrado en la última excursión, un infinito manto de nieve, y un silencio más profundo que el del espacio exterior, sus soles, sus estrellas, sus supernovas.
Entramos a las entrañas del cadáver, pasamos allí el resto del día y la interminable noche, y al mediodía siguiente nos envolvió una vorágine de viento y nieve que laceraba nuestras caras y hacía desaparecer todo punto de referencia, como si estuviéramos en un planeta desconocido.
Los chilenos no vacilaron. “Es la última tormenta de la temporada. Si no nos vamos ahora, la cosa se va a poner muy difícil. Monten y arranquemos. No hay tiempo que perder”.
VI
Caminé hacia mi dócil caballo, que marchaba de memoria. Puse mi pie izquierdo en el estribo, y antes de saltarle al lomo, descubrí, en el vasto campo blanco casi borroso por la ventisca, una tenue línea verde.
Volví sobre mis pasos, cavé unos centímetros, y rescaté un portadocumentos de plástico. Sin tiempo para averiguar de qué se trataba, qué hacía allí en ese desierto blanco, lo metí en mi bolso, y empezamos a cabalgar. Llegamos al rancho de la partida un día después, sin descanso.
Ya de noche, en el hotel de turismo de Malargüe y luego de una ducha casi hirviente, en la cama, lo abrí. Eran los documentos de Fernando Parrado: su cédula de identidad y su carnet del Automóvil Club Uruguayo.
VII
Ómnibus hasta Mendoza, avión hasta Buenos Aires. Ya en la redacción, llamé a Fernando por teléfono.
-Hola, Alfredo.
-Fernando, vengo del avión.
-¿Cómo?
-Sí, llegamos al avión con un fotógrafo y dos arrieros.
-¿Están locos?
-Casi… Pero tengo algo para vos.
-¿Qué?
-¡Encontré tus documentos!
-El frío te hizo mal… Estás delirando.
-No. Los tengo en la mano -y los describí-.
-¿Están los dólares?
-No. ¿Qué dólares?
-Meté la mano en uno de los bolsillos. Tiene que haber ciento cincuenta dólares.
-(Después de rebuscar) Sí, aquí están. Vení a buscarlos cuando quieras.
Viajó dos días después, y la entrega fue una ceremonia en la redacción de Gente. Fotos, comentarios, abrazos. Había un billete de cien y cinco de diez. El último de diez, sin consultarnos, lo partimos por la mitad, como un amuleto.
En adelante, Fernando viajó por todo el mundo, invitado a dar conferencias sobre supervivencia ante notorios empresarios, y yo a París, Roma, El Cairo, Líbano, La Habana, el Tren Transiberiano (Moscú a Vladivostok), Liberia, Alto Volta -hoy Burkina Faso-, Kenia, etcétera.
Pero aquellas dos mitades, hasta hoy, siguen –dormidas pero vivas y protectoras– entre nuestros pasaportes.
En mi caso, en el instante del despegue, la acaricio entre el índice y el pulgar. Nunca le pregunté, pero creo que Fernando cumple el mismo rito.
(Post scriptum: desde entonces, como un homenaje a mi silencio que acaso no merezco, Carlitos Páez Vilaró, hijo del gran artista que ya dejó este mundo, me bautizó “El 17”: la mejor medalla que me hayan conferido en más de medio siglo de periodismo).
* La versión original de esta nota firmada por Alfredo Serra se publicó el 30 de diciembre de 2016.
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