La controversia que plantea el presidente de Colombia, Gustavo Petro, es hoy trivial, está resuelta hace un siglo.
“Antes se decía, en muchos análisis sesudos de intelectuales, si era la reforma o era la revolución. A mi me parece que van de la mano. Las reformas pueden llevar a una revolución. El intento de coartar las reformas puede llevar a una revolución”.
Son palabras de Gustavo Petro este pasado 1ro de mayo, pronunciadas desde el balcón de la Casa de Nariño. Repercutieron en Colombia y más allá, una suerte de viaje en el tiempo y en el espacio del pensamiento socialista post-marxista. De pronto sonaba como invitación a repasar aquellos—“sesudos”—debates entre Eduard Bernstein y Rosa Luxemburg, entre la reforma y la revolución.
En el mismo, la contribución fundamental del reformismo fue cuestionar la ortodoxia marxista en sus premisas fundamentales. El argumento era que no hay leyes de la economía que sostengan que el empleo industrial será mayoría (en el tiempo, más bien ocurrió lo contrario); que el proletariado no tiene porqué perseguir el socialismo, por lo tanto no está históricamente determinado a producir revolución alguna; y que ello no se explica por una supuesta falsa conciencia, noción por demás paternalista, sino por el interés racional.
En la izquierda europea, la controversia que plantea Petro es hoy trivial, está resuelta hace un siglo. Desmantelar el capitalismo no es racional a los intereses de los asalariados. Reformarlo lo es, para distribuir la riqueza es necesario crearla antes. El poder legítimo no nace de la boca de un fusil ni de la turba, más bien de una urna. La igualdad social y política no es producto de una ficticia heroicidad revolucionaria, surge de conquistas graduales negociadas bajo las instituciones de la democracia burguesa.
Ese es el sentido del socialismo reformista, la social-democracia. Pues las únicas revoluciones que no derivaron en autocracias represivas, fueron justamente las revoluciones democrático-burguesas del siglo XVIII en Europa Occidental y América del Norte, del siglo XIX en América Latina y del siglo XX en la Europa postcomunista.
Para sorpresa de los dogmas, la clase trabajadora no quiere la sociedad sin clases, persigue el bienestar, la movilidad social ascendente y la propiedad. Los derechos civiles, la democracia competitiva, el Estado de Bienestar y las negociaciones colectivas de salarios han sido, y siguen siendo, los instrumentos para construir dicha prosperidad.
Las sociedades con la mayor equidad social y mayor libertad individual del planeta son aquellas que han sido gobernadas por el reformismo social-demócrata, que hoy hasta propone soluciones privadas en salud y seguridad social, justamente. Ello a efectos de ahorrar recursos fiscales y aliviar a los sistemas para dar prioridad a los más necesitados. Petro tal vez no esté enterado de ello.
Un capitalismo que funciona con tributación progresiva a las ganancias individuales, pero baja carga tributaria corporativa, para incentivar la inversión extranjera, el comercio abierto, la creación de empleo y la productividad. Al modelo escandinavo originario se suman hoy las naciones del Báltico con un objetivo similar: prosperidad, equidad y libertad.
Esa es la definición de izquierda que muchas “izquierdas” de hoy ignoran, especialmente en América Latina. El debate que plantea Petro también ha pasado su fecha de expiración allí. Había llegado en los años sesenta de la mano de la Revolución Cubana y sus propuestas de foco armado revolucionario y toma violenta del poder. “Ni golpe ni elección, insurrección”, se escuchaba con frecuencia en aquella época, slogan que tuvo una cierta popularidad entre las clases medias universitarias.
Como estrategia para la toma del poder fracasó estrepitosa y trágicamente, además de que en Cuba ya había fracasado como estrategia de desarrollo. Tanto que, al llegar las transiciones democráticas de los ochenta, la izquierda latinoamericana abrazó los derechos humanos, noción inherente al constitucionalismo “liberal”; la alternancia en el poder, noción propia de la democracia “burguesa”; y la economía de “mercado”, pilar del sistema capitalismo.
De pronto la definición de izquierda se hizo esencialmente reformista. La utopía dejó de ser Cuba para ser Escandinavia. Y así se reflejó en los gobiernos de Alan García, Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos, entre otros presidentes de izquierda. El propio Menem, revirtió el modelo de desarrollo sustitutivo tradicional del populismo, convencido de la necesidad de hacer funcionar al capitalismo con eficiencia.
Piénsese en los siguiente: en la década de 1920, los cuatro países escandinavos eran subdesarrollados. Tenían una estructura productiva basada en recursos naturales, con la tenencia de la tierra altamente concentrada y un bajo producto per cápita; de hecho, comparable al de Chile, Colombia y Ecuador, entre otros países de América Latina. Al llegar a la década de 1950, los países escandinavos ya los superaban en más del 60%: reformismo, instituciones y democracia. Invito al lector a buscar online las estadísticas de este siglo.
Regresar al pasado con dogmas y debates extemporáneos no es precisamente progresismo. El futuro del progresismo será reformista, por definición pragmático, o será malogrado.
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