La muerte es entendida como la irrupción de la vida. Es el fin del ciclo vital de cualquier ser vivo, ya sean vegetales, animales o humanos. En el caso de estos últimos, la posibilidad de muertes cerebrales (atributo que no tienen ni vegetales ni animales) que sin embargo permiten que otros órganos vitales funciones- como el corazón- han despertado numerosos debates acerca de cuándo una persona se considera muerta.
En principio, diremos que la muerte es el último eslabón del ciclo de vida, que supone que cualquier ser vivo nace, crece, se reproduce y finalmente, muere. Ocurre con todos los vegetales, animales y asimismo con los humanos. Con estos últimos, sin embargo, la muerte está impregnada de otras significados, puesto que no sólo se trata meramente de un concepto o proceso biológico si no que la fe y la religión, por ejemplo, han esgrimido sus concepciones respecto de la muerte.
En este sentido, son muchas las religiones- entre ellas, el catolicismo- que asumen la existencia de una vida, de “otra vida”, o “vida eterna” a la cual es sumido el humano luego de muerto. Asimismo, sólo su alma o espíritu gozará de dicha vida “después de la muerte”, pero no así su cuerpo, que biológicamente, está destinado a existir físicamente hasta ser alcanzado por un proceso de descomposición como cualquier otro elemento orgánico presente en el mundo.
La existencia de esta “vida después de la muerte” es la motivación de buenas acciones y comportamientos correctos en vida, que propiciarán el disfrute de esa vida eterna llena de gozo y descanso en paz. Otras religiones, tienen firme en sus creencias la posibilidad de reencarnación. En este caso, también es el espíritu de la persona lo que continúa, lo que queda, pero no así el cuerpo.
Decíamos que, en ocasiones, una persona puede sufrir una muerte cerebral (como las que ocurren cuando se produce ataques cardio vasculares-ACV-) pero parte de sus órganos vitales siguen en funcionamiento, sobre todo, y el más importante, el corazón no ha cesado su actividad. En estos casos, la persona casi no responde a ningún estímulo y en la mayoría de los casos sólo resta esperar hasta que el órgano vital –el corazón- deje de funcionar. Esta situación, desencadenó la polémica por la “muerte deliberada” a partir de la posibilidad de que familiares del paciente afectado que pueden o no tomar la decisión de autorizar a los médicos que induzcan paros cardíacos, a fin de cortar el funcionamiento del corazón. Esto, previsiblemente, condujo a disputas y polémicas entre grupos a favor de esta práctica, como manera de aliviar el sufrimiento del paciente y sus familiares, en oposición a grupos como la Iglesia que se pronuncia en contra de la decisión de una persona por sobre la vida de otra.
El desafío de conceptualizar la muerte es uno de lo temas más acuciantes de la bioética. La definición vigente de muerte cerebral plantea dilemas aún sin resolución. Contra lo que supone el sentido común, muchas veces la frontera que separa la vida de la muerte es difusa y difícil de establecer.
La búsqueda de criterios teóricos que definan lo que se entiende por muerte, criterios que puedan trasladarse sin mayores dificultades a la práctica médica cotidiana, es uno de los temas más complejos y discutidos que aborda la disciplina científica denominada bioética, que estudia los aspectos éticos de la medicina y la biología.
En las últimas décadas del siglo XX, los avances que ha experimentado la medicina y el conocimiento biológico han instalado complejos cuestionamientos en torno de la conceptualización de la muerte.
Si bien son muchos los hechos puntuales que han hecho estos problemas aún más complejos, son principalmente dos los que han funcionado como disparadores del concepto que actualmente se utiliza para determinar cuándo una persona ya no está viva. Por un lado, la invención del respirador artificial con motivo de la epidemia de polio de los años 50 permitió que muchas personas permanecieran vivas en situaciones en las que antes algo así era imposible; por otro lado, el primer trasplante de corazón que realizó en 1967 el doctor Christian Barnard y la necesidad de contar con estos órganos para trasplantes planteó la pregunta: ¿cuándo es razonable dejar de tratar a una persona conectada a un respirador?
Muerte cerebral
“La utilización de respiradores en pacientes que habían perdido el conocimiento irreversiblemente se estaba convirtiendo en un problema para los jefes de las unidades de cuidados intensivos. Empezaron a tener pesadillas con salas llenas de pacientes irreversiblemente inconscientes, en las que cada uno de ellos necesitaba no sólo un respirador y una cama, sino también una asistencia médica especializada. Para la familia, el respirador prolongaba la agonía. Si la persona que querían ya no podría recuperar nunca el conocimiento, éste ya se había ido para siempre. Sin embargo, no estaba muerta y, por lo tanto, no podían aliviar su dolor con los habituales rituales de muerte, entierro y luto”, escribe el filósofo australiano Peter Singer, especialista en bioética, en su libro “Repensar la vida y la muerte. El derrumbe de nuestra ética tradicional” (Editorial Paidós).
Fue esta la situación en la que se planteó la necesidad contar con un criterio que sirviera para decidir si a un paciente que había perdido irreversiblemente la consciencia, pero que mantenía aún sus funciones vitales gracias al respirador artificial, estaba vivo en términos médicos.
Esta situación se tornó más critica ante la posibilidad de realizar trasplantes de corazón, para lo que es necesario que el órgano se extraiga lo antes posible, luego del deceso del potencial donante. “Ante la posibilidad de realizar trasplantes de corazón, de repente se consideró desde otro punto de vista a los males de pacientes en permanente estado de inconsciencia que llenaban las salas de los hospitales de todo el mundo. En vez de ser una carga cada vez más intolerable para los recursos del hospital, se podían convertir en un medio para salvar la vida de otros pacientes”, recuerda Singer.
A tan sólo un mes del primer trasplante de corazón realizado por Barnard, se creó el llamado “Comité Ad Hoc de la Facultad de Medicina de Harvard para Examinar la Definición de Muerte Cerebral”, también conocido como “Comité sobre la Muerte Cerebral de Harvard”, compuesto por diez médicos, un historiador, un abogado y un teólogo. Luego de deliberar, en agosto de 1968 este comité publicó en el Journal of American Medical Association su definición de que la muerte cerebral (o coma irreversible) debe ser utilizada como sinónimo de muerte. En dicho informe, el comité argumentaba de esta forma sus decisiones: “Nuestro principal objetivo es definir el coma irreversible como un nuevo criterio de muerte. Hay dos razones por las que es necesaria una definición. Primero, los avances en los métodos de resucitación y mantenimiento de la vida han dado como resultado esfuerzos cada vez mayores para salvar a aquellos que sufren lesiones graves. A veces estos esfuerzos sólo tienen un éxito parcial, y el resultado es un individuo cuyo corazón continúa latiendo, pero cuyo cerebro está irreversiblemente dañado. La carga que supone para los pacientes que sufren una pérdida permanente del intelecto, para sus familias, para los hospitales y para aquellos que necesitan las camas hospitalarias que ocupan estos pacientes en coma es grave. Segundo, los criterios obsoletos para definir la muerte pueden causar controversia a la hora de conseguir órganos para trasplante”.
Posturas opuestas
Si bien la muerte cerebral ha sido adoptada como concepto de muerte en casi todo el mundo desarrollado (Japón es la excepción), esta conceptualización también deja serios dilemas médicos sin resolver, por lo que existen quienes plantean la necesidad de revisar el concepto de muerte.
“Ahora, el coma irreversible como resultado de una lesión cerebral permanente no es de ningún modo lo mismo que muerte de todo el cerebro argumenta Peter Singer, un acérrimo enemigo del concepto de coma reversible como sinónimo de muerte-. La lesión permanente de las partes del cerebro responsables de la conciencia puede conducir a un estado que se conoce como estado vegetativo persistente. En estas personas, el tronco encefálico y el sistema nervioso central siguen funcionando, pero se ha perdido irreversiblemente el conocimiento. Hoy en día ningún sistema jurídico considera muertas a las personas en estado vegetativo persistente”.
“¿Por qué deberíamos elegir entonces la muerte del cerebro como el único rasgo determinante de muerte, en vez de la muerte de los riñones o del corazón, cuando se puede reemplazar la función de todos ellos? La respuesta es que no son realmente las funciones integradoras y coordinadoras del cerebro las que hacen que su muerte sea el final de todo lo que valoramos, sino más bien su asociación con la conciencia y la personalidad”.
Para Singer, la muerte cerebral es tan sólo una “ficción práctica” que permite salvar órganos para trasplante y suprimir tratamientos médicos inútiles.
El problema de su parcial inutilidad lo plantea casos como los siguientes que se encuentran en el borde de la definición de muerte. El caso de los bebés anaencefálicos es uno de ellos, pues son bebés que nacen sin cerebro pero sí con el tronco encefálico; es por eso que estos bebés pueden permanecer vivos por años pero jamás pueden alcanzar el estado de conciencia. Este y otros casos, como por ejemplo la muerte cortical en la que el paciente sigue respirando pero jamás podrá recobrar la conciencia, reclaman de la bioética nuevas definiciones que se adapten al desarrollo actual de la medicina.
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