El combate fue entre “Boom Boom” Mancini y el coreano Duk-koo-Kim, que antes de viajar a Las Vegas pronunció una frase premonitoria: “Mis opciones son ganar o morir”.
Richard Green llevaba un peso insoportable. Tenía 46 años. Pudo haber impedido que dos hombres fuesen golpeados innecesariamente y que uno de ellos muriera. Esos momentos volvían una y otra vez a su mente. ¿Por qué no había actuado antes? Sólo, en su departamento de Las Vegas, las imágenes giraban en su mente como si estuviesen ocurriendo en ese mismo momento.
Lo veía a Larry Holmes, campeón del mundo de los pesos pesados, haciéndole señas para que detuviera la pelea mientras tenía contra las cuerdas, a puro golpe, a su contrincante, indefenso, que era nada menos que Muhammad Ali o Cassius Clay. El famosísimo excampeón mundial era una patética caricatura de boxeador grácil de pies ligeros que había sido. Frente al feo pero poderoso Holmes solo mantenía los brazos arriba para proteger su cara y no lo lograba. Esa pelea, el 2 de octubre de 1980, en el Caesar Palace de Las Vegas, jamás debió haberse realizado. Alí, en los exámenes previos, no podía tocarse la nariz con la punta de sus dedos. Pero negocios son negocios en el ambiente legendariamente sospechoso y turbio del boxeo profesional.
A los campeones, no se les para la pelea salvo que estén muertos
Holmes no quería lastimar más a su ídolo de la juventud, El campeón le insistió al anodino Green en el octavo y luego en el noveno round. Green no tuvo las agallas, ni de decretar la derrota de Alí ni de ir en contra del influyente y poderoso Angelo Dundee, el entrenador del ídolo en su ocaso. “Hijo de puta… Esta pelea solamente la paro yo. Andá a tu lugar y salí de acá”, había gritado Dundee cuando el árbitro se acercó a la esquina al terminar la décima vuelta. Y la paró Dundee nomás. No permitió que Alí saliera a boxear en el undécimo round. No, se decía Greene desde entonces, debió haber sido él, no Dundee, y maldecía su escaso valor.
Ya había pasado. La sombra de Ruby Goldstein lo absolvía de todo daño que pudiera haber sufrido Alí. Veintidós años antes, Goldstein no intervino cuando Emile Griffith le pegó 25 golpes seguidos al campeón Benny Kid Paret hasta dejarlo en coma, desplomado en un rincón neutral, con un brazo colgando de las sogas. Paret murió poco después. Goldstein siguió arbitrando peleas de box. A los campeones, no se les para la pelea salvo que estén muertos. Entre linimento, sangre, saliva, hisopos, cicatrizantes, vendajes, gritos, escupidas, fisuras, protectores bucales que entran y salen, y muchísimos dólares, pues será hasta la próxima pelea, amigos.
Hacia fines de 1981, Alí se preparaba para la que sería su última pero última pelea (se realizó en Bahamas y perdería por decisión de los jueces con el mediocre Trevor Berbick); Holmes seguía siendo campeón de los pesos pesados y Green continuaba con su oficio de referí de boxeo. Para entonces, Ray “Boom Boom” Mancini era un boxeador que no paraba de lanzar golpes, que el público adoraba porque hacía recordar a las viejas peleas de los cowboys de cine, es decir golpe va y golpe viene, de lleno en la cara y seguía y tiraba y tiraba la izquierda y la derecha, y el gancho, el uppercut, y el directo, con el brazo bien extendido. Y pegaba fuerte este chico Mancini, de 21 años.
Ese año, el 3 de octubre, había intentado ganar el título mundial pero se encontró con una de las figuras de oro del pugilismo, el nicaragüense Alexis Argüello, y no pudo, porque contra el oro no se puede. Cayó noqueado con la espectacularidad que se esperaba de él, empujado por golpes plenos en la cara. Pero Mancini era “Boom Boom”, pura fortaleza, juventud, empuje y agallas. Siete meses después de perder con Argüello, el 2 de mayo de 1982, tuvo otra oportunidad por el campeonato de mundial de los pesos ligeros (de 58,900 kilos a 61,200 kilos), y se llevó el mundo por delante. En menos de tres minutos del primer round noqueó a Arturo Frías y fue campeón mundial. El referí de esta pelea fue Richard Greene.
Dos campeones frente a frente y el árbitro de siempre
Duk-koo-Kim era el menor de cinco hermanos. A los 23 años, ganó el campeonato de Oriente y Pacífico de los pesos ligeros de la Federación Internacional de Boxeo. De esta manera, las vidas de Ray “Boom Boom” Mancini, de 21 años, y de Duk-koo-Kim, de 27, se encontraron. Dos campeones frente a frente.
El surcoreano salía de Asia por primera vez en su vida porque el enfrentamiento se realizaría en Las Vegas. Kim era un muchacho muy fuerte, sea para soportar golpes como para propinarlos. Su madre, Sunnyo Yang, como era natural, se fijaba solamente en los puños que recibía su hijo más que en los que él acertaba en el oponente, igual que su novia, Young-mi Lee, con quien esperaba un hijo.
Kim vino con la mentalidad de derribar a Mancini por diez segundos o morir en el intento. El era una roca. Contra una roca pelearía Mancini. “Es mi última oportunidad, no volveré a menos que gane. Mis opciones son ganar o morir”, fue lo que le dijo a su íntimo amigo Bong-Min-Jang, antes de subirse al avión hacia los Estados Unidos. Los golpes de “Boom Boom” no lo harían retroceder. Antes de la pelea, Royce Feour, periodista de “The Las Vegas Review-Journal”, lo visitó en su habitación de hotel y le llamó la atención unos caracteres escritos sobre la lámpara que tenía el luchador al costado de la cama. Significaban: “Vive o muere”.
En el estadio al aire libre montado especialmente en los terrenos del Caesar Palace, el 13 de noviembre de 1982, el árbitro Richard Green dio el pase para comenzar el primero de los 15 rounds. Kim mostró supremacía durante varias vueltas. Machacaba sobre el ojo izquierdo de Mancini hasta dejarlo en compota y luego casi totalmente cerrado. “Boom Boom” no se quedó atrás. Realizó buenas combinaciones, especialmente de golpes curvos y el directo del brazo derecho.
Lentamente empezaba a propinarle a Kim más golpes que los que este le acertaba. Eran muchos rounds y muchos golpes, tantos que el público advertía que el surcoreano tenía una gran resistencia pues los puños de Mancini ya daban netos en la cara y la cabeza de Kim, a pesar de que este, en la mayoría de los casos, ni se moviera para atrás. Pero golpes eran golpes.
Kim era muy duro pero no estaba hecho de piedra. Cuando Mancini llegó a su rincón al terminar el décimo round, ya con la pelea a su favor, uno de sus colaboradores, Chuck Fagan, dijo al aire: “¡A este tipo, lo tenemos que matar para pararlo!”. Las vueltas siguientes fueron decisivas, especialmente la 13ª. Mancini salió de su rincón casi corriendo para golpear 42 veces a Kim sin que este respondiera un solo golpe, hasta que, cansado, “Boom Boom” se tomó un respirto y el rival lo abrazó. ¿Era el momento para que el árbitro Greene detuviera la pelea?
Una izquierda de Mancini lo tiró aunque el referí Grenne consideró equivocadamente que el surcoerano se había resbalado. Grenne miró a Kim. ¿No vio que el boxeador no tenía mirada? Todo continuó. Hasta que un instante antes de que terminara el asalto una izquierda de Kim dio en pleno rostro de Mancini.Hacía rato que el asiático tenía los dos ojos muy inflamados. En el minuto de descanso entre el 13ª y el 14ª round el entrenador del surcoreano, Kim Yoon-Gu, le dijo que Mancini estaba cansado y que hiciera un último esfuerzo. Gu, mejor que nadie, sabía que su boxeador había llegado al límite. Kim apretó los dientes y le respondió: “Sí, lo voy a hacer”.
Kim, fuera de combate
El inicio de la vuelta 14ª fue igual a las anteriores, es decir Kim se levantó lentamente de su banquito y Mancini salió corriendo aunque esta vez no enfrentó a su rival sino que dio unos pasos hacia su derecha y le pegó dos golpes, uno muy fuerte dio en el blanco y el otro fallo. Kim se paralizó y vino entonces un directo de derecha que derrumbó a Kim que cayó cuan largo era, boca arriba. Hacía 19 segundos que había comenzado el round. Kim buscó incorporarse. A ciegas tanteó la primera cuerda con la mano derecha y agarró la segunda con la mano izquierda. Se puso en cuclillas y se iba a caer otra vez pero se sostuvo de esa segunda cuerda. Estaba de espaldas al referí, que parecía esperar que se incorporara del todo y le mostrara la cara, desfigurada. Apenas Kim se volteó Greene levantó sus brazos y agitó sus manos en señal de que el surcoreano estaba fuera de combate.
No se sabe por qué esperó que se levantara para dar por terminada la pelea y pedir asistencia para el boxeador. El árbitro abrazó al surcoreano: “No más, Kim. No más”, le dijo a un hombre que no lo escuchaba. No era un peleador derrotado. Era un hombre en peligro de vida, pero Greene no lo vio.
El ring fue invadido para festejar el triunfo de Mancini, exultante por una victoria tan esforzada. Kim, en su esquina, se desplomó. Mancini ni se dio cuenta. Al surcorerano lo llevaron de urgencia al Hospital Desert Springs. Sig Rogich, entonces presidente de la Comisión Atlética del Estado de Nevada, afirmó después: “Nadie sabía lo gravemente herido que estaba, pero había recibido una gran paliza”.
La tomografía computada despejó todas las dudas acerca de lo que una “gran paliza” podía ocasionar, sobre todo coronada con un violento golpe, el final, después de 39 minutos de recibirlos.
Kim tenía un coágulo de sangre en el lado derecho del cerebro. Decidieron una intervención quirúrgica que duró dos horas y media. Dook-Koo-Kim entró en coma.
Desde ese último golpe de derecha de Mancini todo ocurrió muy rápido. Esa noche, en su habitación del hotel, el campeón se colocó hielo en su ojo lastimado. Estaba tirado en la cama cuando notó que su mamá lloraba. Le preguntó qué le pasaba, si él había ganado la pelea, que por qué lloraba. Fue entonces cuando David Wolf, uno de sus managers se le acercó y le dijo: “Ray… Este chico, Kim, no se ve bien. Será mejor que te prepares para lo peor”.
Al día siguiente, Sunnyo Yang, la mamá de Kim, viajó a los Estados Unidos. Le informaron al llegar que la lesión de su hijo era irreversible. Esperó cuatro días. Entonces Sunnyo le pidió a los médicos que desconectaran a su hijo de los aparatos que lo mantenían con vida. Tres meses después, en febrero de 1983, ella se suicidó bebiendo una botella de pesticida.
La cadena de TV CBS, que había promocionado y transmitido el combate, no quiso saber nada más con televisar boxeo. A su vez, las autoridades del Consejo Mundial de Boxeo consultaron a especialistas de la Universidad de California, en Los Angeles, y se llegó a la conclusión que, en los llamados “rounds de campeonato”, o sea los asaltos 13, 14 y 15, los riesgos para los boxeadores eran mayores por la acumulación de golpes, deshidratación y agotamiento. El Consejo Mundial decidió reducir de 15 a 12 la cantidad de vueltas de un enfrentamiento por títulos mundiales, y se le otorgó al referí la facultad de contar 8 segundos al boxeador sentido o en inferioridad aunque no hubiese caído.
El 20 de mayo de 1983, Richard Greene fue el referí en la pelea por un título mundial de los pesos pesados entre Greg Page y Renaldo Snipes. Menos de dos meses después de esta pelea y a ocho meses de aquella de “Boom Boom” Mancini y Dook-Ko-Kim, el referí Greene se suicidó de un tiro en su casa de Las Vegas. Se especuló que no había soportado la culpa por haber abrazado tan tarde al surcoreano para impedirle seguir peleando.
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