
La Navidad no llega con el ruido de las vitrinas ni con la urgencia de las compras. La Navidad llega en silencio, como llegó Él. Llega cuando el corazón se detiene, cuando el alma baja el ritmo y se atreve a recordar lo que realmente importa.
En medio de luces, anuncios y listas interminables, corremos el riesgo de olvidar el sentido profundo de esta época sagrada. Celebramos fechas, pero a veces perdemos el encuentro. Regalamos objetos, pero postergamos los abrazos. Compartimos imágenes, pero no siempre compartimos presencia.
La Navidad nos invita a volver a lo esencial.
El reencuentro que sana.
Navidad es tiempo de volver a mirarnos a los ojos. De sentarnos a la mesa no solo para comer, sino para escucharnos. Es la oportunidad de reencontrarnos con quienes amamos y también con quienes, por orgullo, distancia o heridas no resueltas, hemos dejado en silencio.
El nacimiento de Jesús es, ante todo, un llamado al reencuentro: Dios vuelve a encontrarse con la humanidad desde la fragilidad de un niño. No llega con poder, sino con ternura. No impone, se ofrece.
Así también nosotros somos llamados a reencontrarnos sin máscaras, a acercarnos con humildad y a permitir que el amor restaure lo que el tiempo y el dolor han separado.
Perdonar para nacer de nuevo.
No hay Navidad sin perdón. El pesebre nos recuerda que el amor verdadero no guarda cuentas, no exige explicaciones, no se instala en el rencor. El perdón no borra la historia, pero libera el corazón.
Perdonar es una forma profunda de paz. Es soltar lo que pesa para poder abrazar con las manos libres. Es dejar que nazca algo nuevo donde antes había distancia.
En Navidad, el perdón se convierte en un regalo que no se compra, pero que transforma más que cualquier objeto envuelto en papel.
Abrazar más, consumir menos.
La esencia de la Navidad no está en cuánto damos, sino en cómo nos damos. No se mide en bolsas ni en etiquetas, sino en tiempo compartido, en silencios respetados, en gestos simples que dicen “estoy aquí”.
Abrazar más es elegir la cercanía. Consumir menos es elegir la conciencia. La Navidad nos recuerda que el amor no se compra, se construye; no se exhibe, se vive.
A veces, el regalo más grande es apagar el ruido exterior para encender la presencia interior.
Desconectarnos para volver a conectar.
Quizás uno de los gestos más revolucionarios de esta Navidad sea dejar el celular a un lado. Regalar atención plena. Escuchar sin interrupciones. Reír sin fotografiar cada instante. Estar, simplemente estar.
Las relaciones cercanas no necesitan filtros, necesitan tiempo. La Navidad nos ofrece una oportunidad sagrada para recuperar el valor del encuentro real, del abrazo sincero, de la palabra dicha con el corazón.
Volver al pesebre.
Volver a la esencia de la Navidad es volver al pesebre: a la sencillez, al silencio, a lo pequeño que transforma. Es recordar que Dios eligió nacer en lo humilde para enseñarnos que lo verdaderamente grande es el amor.
Que esta Navidad no nos encuentre perfectos, sino presentes. No llenos de cosas, sino llenos de sentido. No distraídos, sino disponibles.
Porque cuando abrazamos más, perdonamos más y consumimos menos, algo sagrado vuelve a nacer en nosotros.
Y eso —eso— es Navidad.
«que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor.» Lucas 2:11 (RVR1960)
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