
El término surge a finales del siglo XX para describir los efectos adversos que el descubrimiento de gas natural tuvo sobre la economía neerlandesa. Sin embargo, su alcance conceptual trasciende ese episodio histórico. En esencia, el síndrome del holandés describe un proceso en el que la entrada masiva de divisas —producto de exportaciones altamente rentables— aprecia la moneda nacional, encarece los bienes transables no vinculados al sector dominante y provoca una contracción progresiva de la industria, la agricultura y otros sectores intensivos en empleo. El resultado es una economía desequilibrada, dependiente y vulnerable.
Desde una perspectiva inspirada en la doctrina keynesiana y estructuralista —particularmente en la tradición de economistas como John Maynard Keynes y los desarrollistas latinoamericanos— el problema no reside en la existencia de recursos naturales, sino en la incapacidad del sistema económico para transformar renta en estructura productiva. La renta, a diferencia del ingreso generado por actividades diversificadas, tiende a concentrarse, a financiar consumo inmediato y a distorsionar los incentivos de inversión a largo plazo. Cuando el Estado abdica de su papel planificador, la abundancia se convierte en un atajo hacia la fragilidad.
El síndrome del holandés opera mediante dos mecanismos principales. El primero es el efecto gasto: el aumento de ingresos eleva la demanda interna, encarece los precios y desplaza recursos hacia sectores no transables como la construcción, los servicios o el comercio importador. El segundo es el efecto desplazamiento: el sector dominante absorbe capital, talento y atención política, debilitando el resto del tejido productivo. Ambos efectos confluyen en una misma consecuencia: la desindustrialización prematura.
Las implicaciones políticas del fenómeno son profundas. La concentración de ingresos facilita la formación de élites rentistas, reduce la presión fiscal sobre el Estado y debilita el contrato social. Cuando el Estado se financia por la renta y no por impuestos, se rompe el vínculo de responsabilidad entre gobernantes y ciudadanía. Keynes advertía que los mercados, sin corrección institucional, no tienden al equilibrio social, sino a la acumulación asimétrica. En contextos rentistas, esta advertencia se vuelve profética.
El paralelismo con la situación actual de Venezuela resulta ineludible. El país sudamericano representa uno de los casos más extremos y prolongados de síndrome del holandés en la historia contemporánea. Durante décadas, la economía venezolana se estructuró casi exclusivamente en torno a la exportación de petróleo. La renta petrolera permitió financiar políticas públicas, subsidios masivos y un consumo sostenido, pero no se tradujo en una diversificación productiva sólida. La industria nacional fue progresivamente desplazada por importaciones, mientras la agricultura quedó relegada a un papel marginal.
La apreciación estructural del bolívar durante los periodos de altos precios del crudo erosionó la competitividad interna. Producir en Venezuela se volvió más costoso que importar. El Estado, convertido en gran redistribuidor de renta, asumió un rol central, pero sin desarrollar una estrategia industrial coherente y sostenida en el tiempo. Desde una lectura keynesiana, el problema no fue la intervención estatal, sino su orientación: se estimuló la demanda sin fortalecer la oferta productiva.
A nivel social, el síndrome del holandés venezolano produjo una ilusión de prosperidad que ocultaba una creciente fragilidad. El empleo se concentró en sectores dependientes del gasto público, la informalidad aumentó y la movilidad social quedó atada a la cercanía con el Estado. Cuando los precios del petróleo cayeron y la renta se redujo, la estructura económica mostró su vacío. Sin industria, sin agricultura fuerte y sin reservas institucionales, la crisis se volvió sistémica.
Políticamente, la dependencia de la renta petrolera exacerbó la polarización. El control del recurso se convirtió en el núcleo del poder, desplazando el debate sobre productividad, innovación o desarrollo humano. La renta, como advertía el pensamiento estructuralista latinoamericano, no solo condiciona la economía: moldea la cultura política, fomenta el cortoplacismo y debilita la democracia deliberativa.
El colapso venezolano no puede explicarse únicamente por sanciones, mala gestión o corrupción, aunque estos factores sean relevantes. En un plano más profundo, se trata del desenlace lógico de una economía atrapada durante décadas en el síndrome del holandés, sin mecanismos eficaces de corrección. Keynes defendía que el Estado debía actuar como arquitecto del futuro, no como mero distribuidor del presente. Venezuela, como otros países rentistas, quedó atrapada en la gestión inmediata de la abundancia.
Superar el síndrome del holandés requiere más que reformas monetarias o ajustes fiscales. Implica una transformación estructural: invertir en educación, tecnología, industria y cohesión social; reconstruir el vínculo fiscal entre Estado y ciudadanía; y asumir que la riqueza natural solo es una oportunidad si se convierte en complejidad económica. Sin esa transformación, la abundancia seguirá siendo una trampa.
En definitiva, el síndrome del holandés no es solo un concepto económico, sino una advertencia histórica. Venezuela encarna sus consecuencias con una crudeza que interpela no solo a economistas, sino a toda sociedad que confunda riqueza con desarrollo. La verdadera prosperidad no surge del subsuelo, sino de la capacidad colectiva para convertir recursos en futuro.
Redacción
Fuente de esta noticia: https://urbanbeatcontenidos.es/sindrome-del-holandes/
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