

Hubo un tiempo en el Mediterráneo en el que el reloj del miedo se ponía en hora con cada vela que asomaba en el horizonte. Argel se convirtió en el gran hervidero del corso, un laboratorio político y social en el que berberiscos, turcos, moriscos y renegados levantaron una potencia marítima capaz de hostigar durante siglos a las costas europeas, muy en especial a las españolas. Este relato desgrana los orígenes, la vida interna y las tácticas de ese reino corsario, sus golpes más sonados, las respuestas hispánicas y el largo epílogo que llevó a su caída.
No fue solo una guerra de grandes batallas; fue, sobre todo, un conflicto de «baja intensidad» y alto impacto humano, un goteo de cabalgadas, raptos y rescates que condicionó la economía y la vida cotidiana de la orilla norte. Desde incursiones relámpago como la de Gibraltar hasta la cautividad de Miguel de Cervantes, pasando por la última guerra de corso declarada a España, trazamos una panorámica detallada que integra episodios, protagonistas y engranajes de un fenómeno que marcó la historia mediterránea.
Argel, núcleo del reino corsario
Tras la conquista de Orán por fuerzas hispanas y el establecimiento del presidio en el Peñón de Argel, la ciudad de la costa, nutrida por exiliados nazaríes y valencianos, comenzó a armar naves para el corso. El giro decisivo llegó en 1516 con la irrupción de los hermanos Barbarroja, que se hicieron con el control urbano y aislaron el Peñón español, alumbrando una especie de república corsaria con tutela otomana y amplia autonomía efectiva.
Entre las décadas de 1520 y 1540, con Carlos V en Occidente y Solimán en Oriente, las galeras turco-berberiscas multiplicaron sus correrías en la cuenca mediterránea. Argel se ganó fama de «ladronera» por la densidad de arráeces que encontraba cobijo en su puerto, mientras los moriscos peninsulares, ya como guías o integrados en tripulaciones, actuaban como quinta columna en ciertas zonas costeras.
El fracaso de la gran expedición de castigo de 1541 contra Argel —con tormenta devastadora, una flota diezmada y el propio emperador salvando los muebles— consolidó el prestigio corsario, favoreciendo el crecimiento económico, demográfico y militar de la plaza. Ni las torres vigía ni las milicias locales bastaron para frenar asaltos que alcanzaron el interior, como los de Tabernas (1566) y Cuevas de Almanzora (1573).
Tácticas, naves y golpes de mano
Mientras las potencias cristianas robustecían sus galeras e incrementaban artillería, los marinos argelinos perfeccionaron una flota de galeotas ligeras, maniobrables y de escaso calado. Renunciaban a cañonear en serio —salvo algún falconete de proa— porque el objetivo era capturar, no hundir; la sorpresa, el disfraz, las falsas banderas o el castellano perfecto de los renegados eran parte del repertorio.
El golpe en Gibraltar de 1540 es un ejemplo de manual: una flota de galeras, galeotas, fustas y bergantines, con remeros cristianos forzados y unos dos millares de combatientes musulmanes, llegó a La Caleta con avanzadilla vestida de cristiana para auscultar defensas. Con los guardas engañados, el amanecer trajo el asalto; cuatro horas bastaron para saquear decenas de casas y raptar a setenta personas, en su mayoría mujeres y niños.
La ventaja del poco calado permitió a estas naves alcanzar la arena sin esquifes, desembarcar a golpe de remo, ejecutar la cabalgada y reembarcar antes de que los refuerzos costeros reaccionaran. Hubo episodios sonados lejos de la Península: en Tenerife, por ejemplo, se documentan presas a la vista del puerto (1636), casi-batallas costeras (1672) y bloqueos sobre la bocana (1676) que ahogaron el tráfico local.
En mar abierto, el plan era similar: aproximación rápida, fusilería, choque y abordaje. Con remeros esclavos manteniendo la cadencia y tiradores seleccionados, un abordaje bien concertado convertía a la víctima en presa y a su tripulación en mercancía humana.
Jenízaros, renegados y la «escuela» del corso
Hayreddín, el menor de los Barbarroja, selló vasallaje con la Sublime Puerta buscando protección política y, sobre todo, un contingente de jenízaros que fuese columna vertebral en tierra y a bordo. Esos soldados, criados en férrea disciplina y lealtad al sultán, ayudaron a someter a las tribus del interior y, desde 1560, se integraron en expediciones corsarias aportando choque y rigor táctico.
Mención aparte merece la casta de los renegados —cristianos convertidos al Islam—, auténtica élite de Argel. Hubo aventureros protestantes u ortodoxos que vieron en el reino corsario una carrera fulgurante; con todo, la mayoría salió del cautiverio: adultos que renegaban para mejorar trato y niños «educados» como hijos del patrón, en obediencia, oficios del mar y cadena de escalafón hasta arráez si acumulaban méritos.
Su «doble mirada» fue un arma decisiva: quienes cambiaban ya de adultos conocían al dedillo sus costas de origen y lenguas locales; los capturados de pequeños entraban en una cantera diseñada para el abordaje, filtrada por aptitudes. El cálculo de la época habla de miles de renegados en Argel, con especial peso de corsos, algunos actores clave tanto en rescates como en diplomacia oficiosa con potencias europeas.
Economía del botín: cautivos, rescates y los «baños»
El objetivo estrella eran las personas. Los corsarios preferían rescates rápidos sobre la propia costa española si las familias llegaban a un acuerdo; si no, los prisioneros terminaban en los «baños» de Argel, una red de presidios —públicos o privados— con celdas abarrotadas, cadenas y trabajos forzados en el campo, obras o domicilios de amos.
La clasificación era simple: los hombres graves eran cautivos «de alto rescate»; la gente de almacén, el común. A más edad, salud, oficio o posibles familiares, mayor cotización. Los niños casi no se intercambiaban por su valor estratégico como relevo del propio sistema; las mujeres jóvenes, codiciadas por su precio y por cuestiones sociales dentro del mundo renegado, eran difícilmente vendidas y, si lo eran, a cifras aún más elevadas.
El negocio trajo una notable infraestructura: casa de moneda, grandes baños públicos, hospital para pobres y una intensa vida mercantil en un puerto al que arribaban naves de Francia, España, Italia, Inglaterra o los Países Bajos pese a prohibiciones formales. En paralelo, se expandió la vega de Mitidja para alimentar una ciudad en auge, con ganados, verduras, cereales y productos de exportación.
El rescate se canalizó a través de órdenes como trinitarios y mercedarios, con cuestaciones, canjes raros de altos dignatarios y, según no pocas voces, intermediaciones lucrativas que no siempre olían a caridad. En Inglaterra, la presión social llegó al Parlamento por la magnitud de los cautivos; en todas partes, la pobreza de un prisionero equivalía casi siempre a cadena perpetua o algo peor.
La cruda realidad de las galeras —escasez crónica de remeros— hizo del mercado humano un pilar: había que capturar y mantener vivos a los forzados. Ello no impidió castigos espantosos para los de menor «valor», con amputaciones, ahorcamientos o empalamientos ante la muchedumbre. No faltaron fugas facilitadas por carceleros a cambio de dinero ni expediciones de rescate financiadas por familias.
Lenguas, fe y oficios: la urdimbre social en Argel
En Argel sonaban el turco, el árabe y la llamada lengua franca o sabir, ese código de entendimiento práctico entre orillas. La religión, lejos de ser un muro, se convirtió para muchos en oportunidad de carrera: no faltaron cautivos que abrazaron el Islam y tiempo después regresaron a Europa como señores acaudalados; casos como el de Eudj Alí, antiguo pescador calabrés y luego pachá de Argel, ilustran ese pragmatismo.
La red portuaria del Magreb se articulaba con enclaves como Bugía (Béjaïa), lugar donde vivió el mercader pisano Fibonacci, o puntos del comercio intenso mediterráneo que conectaban interior y costa. También hubo episodios culturales y religiosos llamativos, como la recuperación del Cristo de Medinaceli por trinitarios tras negociar con captores norteafricanos.
Figuras y mandos del corso
La saga de los Barbarroja marcó el arranque. Aruj, el mayor, dio nombre al apodo familiar por su barba rojiza; tras su muerte, su hermano menor, Khizr —reconocido como Hayreddin, «Bondad de la Fe», por el sultán— culminó la faena política: someter entorno, ordenar tribus y anclar a Argel bajo paraguas otomano. Se retiró en Estambul, dictó sus conquistas y murió poco después.
Otros nombres jalonan esta crónica: Hasan Bajá, «el Veneciano», que gobernó Argel; arráeces como Mami Arnaute —renegado de origen balcánico, clave en Lepanto— y Dali Mami, célebre por su dureza con cautivos. Entre bambalinas, intermediarios y capitanes corsos —Hassan Corso, por citar uno— florecieron en la élite renegada y en el lado más gris de la diplomacia.
Lepanto y las campañas contra Argel
Hubo cinco grandes intentos hispanos de quebrar el nido corsario. Cuatro en época de Carlos V —1518, 1519, 1535 y 1541—, con la última desbaratada por tormenta y con la presencia de Hernán Cortés en la escuadra. En 1775, ya con Carlos III, la expedición de O’Reilly fracasó en el desembarco, y en 1783 se optó por duros bombardeos navales en jornadas sucesivas.
En la gran historia mediterránea, la Santa Liga aplicó una cura temporal al poder turco en Lepanto, pero Argel, por su autonomía y su tejido social corsario, resistió como entidad singular y siguió nutriendo ataques, rescates y comercio fronterizo durante generaciones.
Un combate casi anónimo: los jabeques de 1765
En 1765, dos jabeques correo de Orán, ligeros y veloces, zarparon desde Cartagena reforzados con marinería y tropa —incluso del Regimiento de Bruselas— a la caza de un corsario argelino que acababa de hacer presa sobre un buque valenciano. Al mando iban Vicente Pignatelli y Juan Quintano.
El jabeque de Pignatelli, mejor velero, alcanzó entre ocho y nueve de la noche al enemigo. Hubo descargas de cañón y fusilería y dos abordajes reñidos repelidos por los españoles, que arrojaron al agua a doce asaltantes. El corsario —ocho cañones— se fue a pique; sobrevivieron 31 de 72 tripulantes.
La victoria tuvo coste: cayó Juan Cavanillas, patrón del jabeque español, y otros dos hombres; resultaron heridos oficiales y marineros, con dieciséis marineros y ocho soldados afectados —varios de gravedad—, prueba de que, incluso en pequeño formato, el choque fue durísimo.
Del Mediterráneo al Atlántico y el declive
El siglo XVII desplazó el eje del comercio mundial hacia el Norte, y con él, el campo de operaciones corsario. Se abandonaron en buena medida las galeras y se adoptaron barcos de alto bordo, más aptos para temporales atlánticos, lo que redujo la capacidad de cabalgada litoral pero acrecentó el enfoque contra mercantes en ruta.
Cambió, asimismo, el «mapa» humano: aumentaron los renegados de origen nórdico —ingleses, holandeses, alemanes—, una estampa curiosa en Argel. Ya en el XVIII, la piratería berberisca entró en declive rápido: lejos del tablero principal y convertidos los corsarios en molestia para todos, el cerco internacional se estrechó hasta la ocupación francesa de 1830.
La última guerra del corso contra España
Aunque el tobogán descendente estaba en marcha, Argel dio su último zarpazo diplomático-militar en la década de 1820. Tras el devastador esfuerzo de la Guerra de la Independencia y las convulsiones internas, la monarquía española encaró una posición de debilidad. En 1820, el cónsul José Ortiz de Zugasti alertó: el dey Houssein volvía a armar corsarios «a por barcos españoles».
El pretexto fue una supuesta deuda de un comerciante español con el prestamista judío Jacob Bacri, vinculada a anteriores acuerdos tras la gran expedición de castigo hispana de 1782. El 17 de mayo de aquel año salieron cinco buques corsarios de Argel con orden de atacar pabellón español (y otros neutrales de conveniencia), reactivando el estado de guerra.
Durante años hubo presas españolas sin grandes acciones navales; Madrid envió negociadores, y finalmente el ministro Cea Bermúdez autorizó el pago de 319.000 duros en 1827 para apagar el incendio. Ese mismo año, el dey abofeteó con un cazamoscas al cónsul francés Deval, precipitando un conflicto que concluyó con la invasión gala de 1830. La regencia argelina llegó así a su final.
En este telón de fondo cabe recordar la historia de Orán: recuperada por España en 1732 mediante una fulgurante expedición, se abandonó en 1792 por su elevado coste y por el terremoto que arrasó ciudad y puerto. El Mediterráneo hispano se reordenó entonces con más fragilidad ante una Argel todavía conflictiva.
Cervantes, cautivo en Argel y cuatro fugas
En 1575, de regreso a España desde Nápoles a bordo de la galera El Sol, Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo fueron capturados a la altura de la Costa Brava por una flotilla turco-berberisca mandada por Mami Arnaute. La documentación que portaba Miguel —recomendaciones de Don Juan de Austria y el duque de Sessa— elevó su valoración: pidieron 500 ducados de oro por él y 300 por su hermano.
Vendido como esclavo a Dali Mami, lugarteniente de Arnaute, Cervantes sufrió prisiones, trabajos y cadenas, pero no se resignó. En cinco años intentó escapar cuatro veces. Primero, en 1576, pactó con un guía moro una ruta terrestre hacia Orán; los abandonaron a su suerte y fueron recapturados el primer día.
El segundo plan, en 1577, preveía la liberación de Miguel y catorce compañeros. Se ocultaron en una cueva esperando una galera de rescate; la operación se frustró por la delación de un renegado —apodado El Dorador— y Cervantes asumió en solitario la culpa para minimizar castigos a los demás. Terminó encadenado en los presidios de Argel por orden de Hasan Bajá.
El tercer intento pasó por cartas enviadas con un moro mogataz al general de Orán, Martín de Córdoba. Descubierto el mensajero, Cervantes fue condenado a 2000 bastonazos que no se ejecutaron por intercesiones, mientras que el portador murió empalado, un final dantesco que no quebró del todo la voluntad del manco de Lepanto.
La cuarta tentativa consistió en comprar, a través de un mercader veneciano, un barco capaz de llevar setenta personas. La traición del dominico Juan Blanco de Paz echó todo por tierra a cambio de una recompensa; Miguel fue llevado al «baño» mejor custodiado y preparado para ser enviado a Estambul como esclavo.
En 1580 llegaron a Argel frailes trinitarios y mercedarios con fondos limitados, y reunieron a toda prisa la suma exigida por el dey para rescatar a Cervantes gracias a la ayuda de cristianos de la ciudad. El 19 de septiembre quedó libre; el 24 de octubre embarcó rumbo a Denia, pasó por Valencia y se reunió con su familia en Madrid. Aquella experiencia reverberó en su obra —El trato de Argel, Los baños de Argel, La española inglesa, Persiles y, cómo no, el Quijote— como memoria viva del cautiverio.
Más allá del mar: rutas del Sahara y legado
El triángulo entre costa y desierto fue vital. Las viejas rutas caravaneras por Tassili n’Ajjer, Tadrart Rouge o el macizo del Hoggar conectaron el interior con puertos magrebíes. Aunque no fueran escenarios directos del corso, su función logística y comercial alimentó economías urbanas como la de Argel, donde el tráfico de mercancías y personas formó un sistema interdependiente.
En ese paisaje humano se hablaba, se compraba y se rezaba en múltiples lenguas; se negociaba a pie de muelle y en patios interiores; se decidían rescates en mesas de mercaderes, y se entrenaban remeros y abordadores en cubierta. Un mundo mestizo y áspero que, desde el siglo XVI al XIX, dejó una huella profunda a ambas orillas.
El largo ciclo corsario de Argel —con sus orígenes en la construcción de una entidad política propia, su músculo militar de jenízaros y su élite renegada, sus tácticas navales veloces, su economía basada en cautivos, rescates y un puerto bullente, sus golpes como Gibraltar en 1540, sus resistencias a expediciones de castigo, sus episodios como el combate de 1765, la penúltima mudanza al Atlántico, su última guerra con España y la liberación de Cervantes— explica por qué generaciones enteras vivieron asomadas a las atalayas y por qué la historia mediterránea no se entiende sin este engranaje de violencia, comercio y política.
Postposmo
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/corsarios-de-argel-origen-tacticas-cautiverio-y-ocaso/
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