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En el remoto archipiélago colombiano de Providencia y Santa Catalina, donde durante generaciones la vida ha girado en torno al mar, la cotidianidad de los pescadores artesanales ha sido trastocada por un escenario que jamás imaginaron: el temor constante a los bombardeos estadounidenses en el Caribe, operaciones militares que Washington justifica como parte de la lucha contra el narcotráfico. Lo que para muchos es un titular distante, para ellos es el riesgo de no volver a casa.
Édgar Jay Stephens, portavoz de la Federación de Pescadores Artesanales Independientes, describe una inquietud que crece con cada salida al mar: el miedo a convertirse en daño colateral. “Tenemos miedo de salir a alta mar (…) después de que un misil activa un objetivo, ¿quién puede escapar de su ataque?”, lamenta. Su angustia no es exagerada: la pesca no es un oficio más, es el sustento directo de cerca de 800 familias que dependen de los bancos marinos para comer y sobrevivir. Cada golpe militar en la zona hiere de lleno la economía y la estabilidad emocional de toda la comunidad.
Los pescadores sienten que navegan solos en esta crisis. Señalan que el Estado colombiano no ha ofrecido la protección que requieren y que las fuerzas locales carecen tanto de recursos como de disposición para garantizar su seguridad. Mientras ellos arriesgan la vida cada día, algunas embarcaciones ilegales logran desplazarse sin control, dando lugar a un clima de desconfianza aún mayor. Las denuncias de presuntos vínculos entre funcionarios locales y actividades ilícitas alimentan la sensación de abandono y vulnerabilidad.
La situación se vuelve todavía más crítica si se suma el impacto de los últimos cinco años: temporadas de huracanes cada vez más intensas, condiciones meteorológicas impredecibles y una reducción estimada del 30 % en la actividad pesquera, según cálculos de los propios trabajadores del mar. Esta combinación golpea directamente los ingresos de las familias isleñas y pone en riesgo la seguridad alimentaria de comunidades que históricamente han dependido de su conexión con el océano.
Frente a la ausencia de respuestas internas, la Federación ha llevado su voz más allá de las fronteras nacionales. Han solicitado la intervención de la ONU para mediar ante Estados Unidos y exigir garantías para las comunidades étnicas del Caribe, denunciando lo que consideran “ejecuciones extrajudiciales” y acciones militares que vulneran el Derecho Internacional. Su objetivo es sencillo y a la vez monumental: poder ejercer su oficio sin que cada jornada se convierta en un acto de supervivencia.
Mientras esperan una solución, los pescadores han ideado una forma de resistir: navegar en convoyes. Varias embarcaciones avanzan juntas, manteniéndose a la vista unas de otras, intentando así reducir la exposición y aumentar sus posibilidades de respuesta ante cualquier amenaza. No es una protección total, pero es la estrategia que han adoptado para seguir viviendo del mar sin quedar completamente indefensos.
En este conflicto silencioso, donde convergen la geopolítica, la soberanía y la supervivencia de comunidades históricas, emerge una verdad que rara vez llega a los titulares globales: para los habitantes de Providencia y Santa Catalina, dejar de pescar no es una opción. Es renunciar a su identidad, a su cultura y a la única certeza que por generaciones les ha dado el mar. Hoy ese mismo mar, que antes ofrecía alimento y futuro, se ha convertido en un territorio incierto donde cada ola trae consigo una pregunta: ¿quién los protegerá?
