

Si cerramos los ojos por un instante, es fácil imaginar un prado salpicado de flores silvestres, con las hierbas moviéndose al compás del viento y un zumbido suave que delata vida en cada pétalo. En ese escenario cotidiano pero mágico, las abejas van y vienen sin hacer ruido, y lo que parece un simple paseo floral es, en realidad, un engranaje clave del planeta. La polinización que orquestan sostiene ecosistemas completos y nuestra propia alimentación.
No es exagerado decir que dependemos de estos insectos más de lo que pensamos. Mientras recolectan néctar y polen para su sustento, transportan granos que fecundan otras flores y desencadenan la formación de frutos y semillas. Sin esa transferencia entre flores, se desploma la reproducción de miles de plantas y se resiente la biodiversidad, además de la producción agrícola que llena nuestras despensas.
Por qué las abejas sostienen los ecosistemas
Las abejas son las embajadoras por excelencia de la polinización. Se estima que llegan a facilitar la reproducción de hasta el 85% de las plantas con flor, una cifra que dimensiona su peso ecológico. De las más de 20 000 especies descritas, sólo un puñado pertenece al género Apis y produce miel en cantidades notables, con la conocida «abeja europea», Apis mellifera, extendida por gran parte del mundo.
Su papel en la alimentación humana es gigantesco. Según la FAO, más del 75% de los cultivos que consumimos dependen en alguna medida de la polinización animal, con las abejas a la cabeza. En términos de volumen, alrededor del 35% de la producción de alimentos tiene relación directa con su actividad. Expresado de otro modo: de 115 cultivos clave para el ser humano, 87 necesitan de polinizadores para producir en niveles adecuados.
Este servicio ecosistémico también mantiene el vigor genético de las plantas, crea paisajes más diversos y estabiliza cadenas tróficas. Cuando las abejas conectan flores, también sostienen la fauna que depende de frutas, semillas y hábitats vegetales, desde aves hasta pequeños mamíferos.
Más allá de la polinización, nos proporcionan productos con valor económico y cultural: miel, cera, propóleo, polen y jalea real. La apicultura genera ingresos y empleo a millones de personas, y su producción forma parte de tradiciones gastronómicas y remedios populares desde hace milenios.
De flor en flor: cómo funciona la polinización

En cada visita, una abeja se impregna de diminutos granos de polen que quedan adheridos a su cuerpo a la vez que liba néctar. En el siguiente aterrizaje, parte de esos granos contacta con el estigma de otra flor, y ¡zas!, se inicia la fecundación. Ese gesto repetido millones de veces al día desencadena la formación de semillas y frutos que sostienen tanto a plantas silvestres como a cultivos.
Muchas abejas no viven en colmenas y, aun así, son esenciales. Las llamadas solitarias, incluidas especies «oligoelécticas», se especializan en polen de pocas plantas, a menudo raras o de ambientes naturales. Gracias a esa fidelidad, garantizan la supervivencia de flora silvestre que, sin su visitas, lo tendría muy complicado.
La interacción entre cultivo y polinizadores es un ida y vuelta. Un mosaico agrícola diverso ofrece alimento a lo largo del año para las abejas y, a cambio, ellas elevan el rendimiento y la calidad de muchas cosechas. De hecho, hay estimaciones que sitúan en torno a un tercio los alimentos que consumimos a diario vinculados de algún modo a su trabajo.
En ese prado imaginado del principio, la coreografía es constante: la abeja llena su buche con azúcares, despega, y al posarse de nuevo deja involuntariamente polen en su destino. La escena, tan cotidiana, es en realidad una cadena reproductiva de la que dependen ecosistemas enteros.
Comunicación y vida social: del baile al reparto de tareas
El mundo de las abejas abarca desde especies solitarias hasta sociedades complejas. En las eusociales, como Apis mellifera, la información fluye de manera sorprendente. Comunican a sus compañeras dónde está la comida mediante un baile preciso, cuyo código descifraron pioneros como Karl von Frisch.
El lenguaje corporal varía con la distancia: un baile circular indica recursos muy próximos (en torno a 10 metros), mientras que uno semicircular señala distancias intermedias. Para fuentes más lejanas ejecutan el «waggle dance», un ocho en el que la dirección del tramo central marca el ángulo respecto al sol y la duración sugiere el tiempo de vuelo hasta la fuente.
La organización interna de una colmena es una maquinaria coral. En un superorganismo que puede agrupar hasta 80 000 individuos, la mayoría son obreras y todas hembras. Su esperanza de vida ronda los tres meses, aunque las nacidas en invierno viven más, y no salen al campo hasta pasadas unas tres semanas. La distribución del trabajo es dinámica: hay recolectoras de néctar, otras especialistas en polen, cereras que construyen panales hexagonales, almacenadoras que gestionan miel y cría, ventiladoras que baten las alas para evitar mohos y guardianas que vigilan entradas.
La reproducción de la colonia recae en una única reina. Puede vivir entre dos y cinco años y poner más de 1 500 huevos diarios. Su condición de reina no está escrita en los genes, sino en la dieta: al recibir jalea real durante su desarrollo (con proteínas como la «royalactina»), se activan sus ovarios por completo, a diferencia de las obreras, que son genéticamente idénticas pero funcionalmente estériles.
Los machos, llamados zánganos, tienen un cometido muy concreto: aparearse durante los vuelos nupciales. Tras la cópula, mueren, mientras que la reina suele emparejarse con hasta una veintena y almacena el esperma en una cavidad especializada para usarlo a lo largo de su vida.

Miel: ciencia, historia y usos
La miel forma parte de nuestra cultura desde tiempos remotos. En Egipto antiguo fue alimento, medicina y ofrenda, y se han encontrado recipientes con miel de más de 3 000 años en estado sorprendentemente bueno. Atletas griegos la consumían antes de competir y pensadores como Platón o Aristóteles la mencionaron en sus escritos.
Químicamente, la miel es un concentrado de azúcares simples (glucosa y fructosa) al que se suman vitaminas del grupo B (B6, B1, B2, B5) y minerales como calcio, cobre, hierro, magnesio, manganeso, fósforo, potasio, sodio y zinc. También aporta antioxidantes y aminoácidos procedentes del polen y secreciones glandulares, con un perfil que cambia según el origen floral y el contenido de agua.
Su fama antimicrobiana no es casualidad: el pH ácido (aprox. 3,2–4,5) y el efecto osmótico por su alta concentración de azúcares frenan el crecimiento de muchos microorganismos. Investigaciones han señalado el papel de la proteína «defensin-1» en su acción antibacteriana, y la miel de manuka ha mostrado capacidad para dañar proteínas bacterianas en el laboratorio, útil en el manejo de heridas. Aun así, buena parte de los usos terapéuticos requiere más estudios específicos.
También en digestivo se han observado posibles beneficios. Hay trabajos que apuntan a que podría ayudar frente al reflujo o ciertas gastroenteritis, y muchas personas la usan como apoyo frente a molestias relacionadas con el polen, aunque la evidencia no es uniforme.
Si alguna vez la ves cristalizar, no te alarmes. La miel puede solidificarse por debajo de los 20 ºC a las pocas semanas de ser extraída, sin perder propiedades nutricionales. Si prefieres un aspecto más fluido, puedes templarla al baño maría con mimo para no alterar su calidad.
Amenazas que las ponen contra las cuerdas
En las últimas décadas, las señales de alarma se han multiplicado. Entre 1985 y 2005 se constató una caída cercana al 25% en Europa, y en 2006 Estados Unidos sufrió el denominado «Síndrome del colapso de colonias», que llegó a afectar a alrededor de un tercio de las colmenas. A escala global, las tendencias preocupan a científicos, agricultores y administraciones.
Las causas son múltiples y se potencian entre sí. La agricultura intensiva con monocultivos y el uso de herbicidas y pesticidas reduce la diversidad floral y degrada hábitats, a la vez que expone a las abejas a sustancias neurotóxicas. La Unión Europea suspendió en 2013 tres neonicotinoides (clothianidin, imidacloprid y thiamethoxam) por su impacto en polinizadores, abriendo camino a un enfoque más preventivo.
El clima cambiante también aprieta. Sequías, olas de calor, inundaciones o desajustes en la floración merman recursos y obligan a desplazamientos hacia latitudes o altitudes más estables. Eventos extremos descolocan los calendarios de plantas y abejas, y ese desfase implica menos alimento justo cuando más se necesita.
A ello se suman parásitos y patógenos como el ácaro Varroa, virus, bacterias y hongos, además de depredadores como la avispa asiática (Vespa velutina) en regiones donde se ha expandido. La introducción de especies no autóctonas con fines agrícolas puede arrastrar enfermedades y comprometer a las abejas nativas. Hay datos inquietantes: de las más de 20 000 especies, al menos 5 000 no se han observado desde los años 90, y la FAO advierte que más del 40% de los polinizadores invertebrados están en riesgo.
Qué podemos hacer: de casa al territorio
Las soluciones exigen políticas y cambios de modelo, pero también caben gestos cotidianos con impacto. Un jardín o balcón con plantas autóctonas escalonadas en floración ofrece alimento y refugio a lo largo del año, y colocar puntos de agua poco profundos ayuda en los meses secos.
Evitar insecticidas y herbicidas innecesarios es clave. Si hay que controlar plagas, apuesta por alternativas biológicas como nematodos o Bacillus thuringiensis, y combina con prácticas agronómicas como la rotación de cultivos. En el campo, dejar lindes, setos y márgenes florales renaturalizados multiplica recursos para los polinizadores.

El consumo también cuenta. Elegir productos ecológicos, locales y de temporada reduce la presión química y favorece paisajes agrarios más diversos. Apoyar a apicultores cercanos comprando miel, cera, propóleo, polen o jalea real sostiene economías rurales y fomenta la gestión respetuosa con las abejas.
Participar en iniciativas públicas y ciudadanas suma. Desde campañas para proteger polinizadores hasta programas educativos que acerquen a los peques a la naturaleza, cada acción ayuda a cambiar inercias. Firmar propuestas regulatorias que limiten sustancias peligrosas o promuevan corredores ecológicos es otra vía eficaz.
Iniciativas y experiencias inspiradoras
En La Rioja, cerca de Sotés, un apicultor ha recuperado un colmenar como santuario de abejas con vocación divulgativa. El proyecto, además de abrirse al público, monitoriza las colmenas con una aplicación móvil para saber en tiempo real qué ocurre dentro, un ejemplo de cómo la tecnología puede apoyar la conservación y la apicultura.
El ecoturismo también acerca este mundo a pie de campo. En La Gomera, una actividad llamada «De flor en flor» propone una ruta de unas tres horas para conocer la flora local, visitar un colmenar con un apicultor y terminar con una cata comentada de mieles. Por el camino, se descubren curiosidades como la cantidad de miel que produce una abeja en su vida o cuánto tiempo viven.
En el Parque Natural de Redes (Asturias) puedes ser «apicultor por un día». Te enfundas el traje, participas en la revisión de las colmenas y aprendes a distinguir los tipos de abejas, las celdas, la comunicación y los productos que elaboran. Se realiza en grupos reducidos (4–6 personas) desde marzo hasta agosto, conectando turismo y sector primario y apoyando a productores locales con alojamientos ecoturistas en la zona.
América también vibra con las abejas. México celebra el Día Nacional de las Abejas el 17 de agosto y el mundo entero lo hace el 20 de mayo. Allí conviven cerca de 1 800 especies, incluidas meliponas sin aguijón, manejadas por pueblos mayas desde tiempos prehispánicos para medicina tradicional y alimentación. Aunque Apis mellifera se introdujo más tarde y domina la apicultura moderna, las nativas siguen siendo un patrimonio biocultural de enorme valor.
La academia aporta ciencia y soluciones. En la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel, la UNAM ha registrado decenas de especies y, desde institutos y facultades, se monitorizan poblaciones, se evalúan impactos del clima y se estudian riesgos sanitarios y químicos. Este tipo de proyectos permite detectar a tiempo problemas y orientar medidas de conservación efectivas.
Cuanto más entendemos a las abejas, más claro resulta que su bienestar es el nuestro. Proteger sus hábitats, reducir presiones y apoyar a quienes las cuidan es apostar por paisajes vivos, cultivos resilientes y una dieta variada en el futuro.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/por-que-las-abejas-son-esenciales-para-los-ecosistemas/
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