

El expresidente Álvaro Uribe Vélez, figura central y polémica de la política colombiana, ha vuelto a poner su nombre en el centro del debate nacional e internacional. A través de un documento de tres páginas dirigido al magistrado Manuel Antonio Merchán, de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, Uribe anunció su renuncia formal a la prescripción del proceso que lo mantiene en los estrados judiciales. Una decisión que, en apariencia, busca mostrar transparencia, pero que en la práctica, según voces jurídicas, carece de efectos reales.
“Honorables Magistrados (…) acudo ante ustedes para manifestar mi deseo de renunciar a la prescripción”, escribió Uribe, reconociendo además que de concretarse este beneficio, a partir del próximo 16 de octubre, su situación jurídica podría verse favorecida. El exmandatario, condenado en primera instancia a 12 años de prisión, insiste con esta misiva en su intención de no ampararse en un recurso que, en teoría, lo dejaría libre de responsabilidad penal por el paso del tiempo.
No obstante, la reacción de las víctimas y de sus representantes no se hizo esperar. El abogado Miguel Ángel del Río, uno de los más férreos críticos del expresidente y defensor de los afectados en el proceso, desarmó con contundencia el aparente gesto de Uribe: “El condenado Uribe Vélez renuncia a la prescripción cuando no existe posibilidad de que se materialice. Puro teatro”.
Las palabras de Del Río no solo desnudan la ineficacia jurídica del anuncio, sino que también colocan en evidencia lo que considera una maniobra política y mediática. En términos técnicos, la prescripción a la que alude Uribe no tiene cabida en este momento procesal, de modo que la renuncia resulta inocua. Para el jurista, más que un acto de grandeza, se trata de un recurso simbólico dirigido a la opinión pública, una forma de reforzar la narrativa del expresidente como un ciudadano dispuesto a enfrentar la justicia “sin atajos”, cuando en realidad el camino de la prescripción nunca estuvo disponible.
Este contraste entre el discurso político y la realidad jurídica refleja una vez más la tensión histórica entre la figura de Álvaro Uribe y las instituciones judiciales del país. Sus defensores interpretan la decisión como un mensaje de firmeza frente a los magistrados y al país, mientras que sus detractores la señalan como una representación calculada que busca capitalizar simpatías en un contexto en el que su nombre sigue siendo sinónimo de polarización.
Lo cierto es que el anuncio no cambia el rumbo del proceso, pero sí alimenta la narrativa de un líder que, incluso desde los pasillos judiciales, continúa moldeando la agenda política nacional. La frase de Del Río resume el sentir de quienes ven en la carta de Uribe menos un acto jurídico que un libreto político: un escenario donde la justicia se convierte en telón de fondo y la verdadera disputa se libra en el terreno de la opinión pública.
