

Colombia como primer «socio global» latinoamericano de la OTAN, firma del Expresidente Juan Manuel Santos
En un país que aún intenta suturar heridas profundas de su propio conflicto, la relación de Colombia con la OTAN emerge como un espejo incómodo que devuelve imágenes contradictorias. Esta semana, desde Bogotá, Gustavo Petro encendió la mecha de un viejo debate: el 16 de julio de 2025, en la clausura de la Conferencia de Emergencia sobre Palestina, el presidente instó a “salir de la OTAN” y a forjar, en sus palabras, un «ejército de la luz». Su anuncio retumbó más allá de los salones de la Cancillería. Volvió a poner sobre la mesa la paradoja de una nación que, con Nobel de Paz en mano, firmó uno de los pactos militares más controvertidos del siglo XXI.
Fue Juan Manuel Santos, el mismo que se sentó frente a las FARC para sellar la paz en La Habana, quien estampó la firma que vinculó a Colombia como “socio global” de la OTAN en 2013. Tres años después, el acuerdo se formalizó. Con él, llegaron entrenamientos en ciberdefensa, maniobras conjuntas, programas como el ITPP y DEEP, y una creciente alineación con la doctrina de seguridad del bloque militar más poderoso del mundo. Una puerta abierta a la élite de la guerra, mientras el país ensayaba discursos de reconciliación.
Hoy, Petro señala a la OTAN como parte del engranaje que perpetúa la tragedia palestina. En la misma alocución, acusó a la alianza de amparar bombardeos que arrasan con miles de vidas civiles, niños incluidos. La denuncia no es nueva, pero toma otra dimensión cuando la pronuncia el jefe de Estado de una nación que, a la par, sigue comprando armas a Israel y despacha carbón con destino prohibido. Según informes recientes, seis buques zarparon hacia territorio israelí después de que se anunciara el embargo. La Feria Aeronáutica F-Air 2025, inaugurada por Petro en Antioquia, contó con la presencia de Elbit Systems, la empresa israelí señalada de alimentar el conflicto en Gaza. Nada de eso apareció en su discurso.
La contradicción revela el abismo entre la retórica y la praxis de un gobierno que se proclama pacifista, pero sigue atado a cadenas de cooperación militar y mercados de armamento que no distinguen banderas cuando reparten dividendos.
Detrás del portón blindado de la OTAN se alojan intereses que, con frecuencia, chocan con las urgencias de América Latina. Desde que Colombia asumió su rol como socio extrarregional, ha robustecido sus fuerzas bajo estándares ajenos, ha subordinado parte de su doctrina militar a planes foráneos y ha reducido, de facto, su margen de maniobra para tejer alianzas genuinamente latinoamericanas. Iniciativas como la UNASUR o el Consejo de Defensa Suramericano -hoy en barbecho- pretendieron alguna vez articular un escudo propio, menos dependiente, más soberano. Hoy languidecen, mientras CELAC se declara zona de paz y Petro ostenta la Secretaría pro tempore desde abril pasado.
Sin embargo, la realidad muestra un ejército que participa, cada vez más, en ejercicios conjuntos con Estados Unidos y países de la OTAN. Maniobras como Southern Seas, RIMPAC o Estrella Austral, que ensayan escenarios de conflicto que poco tienen que ver con la defensa de la biodiversidad del Amazonas o la protección de líderes sociales en el Cauca. ¿A qué guerra se prepara Colombia? ¿En qué bando combatirá cuando el tablero global deje de ser diplomacia y vuelva a ser pólvora?
Desmontar ese engranaje no se resuelve con una declaración de prensa. Supone desmontar convenios, revisar cláusulas de confidencialidad, desandar rutas de entrenamiento y, sobre todo, abrir un debate nacional sobre qué significa la soberanía en el siglo XXI. Hoy, la defensa sigue dictándose desde oficinas que no están en Bogotá.
Romper este pacto incómodo exige algo más que la promesa de un «ejército de la luz». Requiere reconstruir una noción de seguridad atada a la dignidad, la equidad y la integración latinoamericana. Requiere coraje político para enfrentar la industria de la guerra que acecha desde dentro y desde fuera. Y, sobre todo, demanda una sociedad capaz de sostener la exigencia ética de no cargar fusiles prestados para conflictos ajenos.
Colombia, que en 2016 iluminó al mundo con un Nobel de Paz, tiene ante sí la oportunidad -y el desafío- de dejar de ser socio de ejércitos de la oscuridad para erigirse, de verdad, como territorio de paz. Porque no hay soberanía mientras la seguridad se arrienda. Ni dignidad cuando la vida depende de acuerdos escritos en otros idiomas.
