

Imagen – Daniel Quintero Exalcalde de Medellín, precandidato a la presidencia de Colombia
El viernes 6 de junio, en Cartagena, no se vivió una simple jornada de debate político. Lo que ocurrió en el lujoso salón de la 59ª Convención Bancaria organizada por Asobancaria fue el retrato en vivo de un país fracturado entre dos visiones: una que defiende a capa y espada los intereses de las élites económicas, y otra, cada vez más desafiante, que busca romper con los pactos no escritos que históricamente han mantenido al poder político atado al poder financiero.
En ese escenario, diseñado para la comodidad del consenso corporativo más que para la fricción democrática, apareció Daniel Quintero. El exalcalde de Medellín, ahora precandidato presidencial, entró sabiendo que los aplausos no serían para él. Lo hizo, sin embargo, con la serenidad de quien ha enfrentado tormentas peores. Apenas tomó la palabra, fue recibido con una rechifla tan estruendosa como reveladora. No era una reacción espontánea de ciudadanos indignados. Era la señal orquestada de un sector que no tolera que alguien ajeno a sus códigos se atreva a pisar su terreno.
La interrupción de su intervención no fue casual. Quintero representa una figura incómoda para el statu quo. No porque haya cometido un crimen probado —los señalamientos en su contra, relacionados con el caso Aguas Vivas, siguen en etapa de investigación—, sino porque se niega a jugar el juego con las cartas marcadas que por décadas han beneficiado a los mismos de siempre. Esa incomodidad que genera entre banqueros y políticos tradicionales es, en realidad, el verdadero fondo del rechazo que experimentó. Fue abucheado, sí, pero por atreverse a hablar en un coliseo que no admite gladiadores sin padrinos.
Paradójicamente, la agresiva reacción del público terminó por elevar su figura más allá del salón. Porque lo que pretendía ser un escarnio público terminó revelando una escena mucho más potente: un político joven, sin miedo, enfrentando solo a una sala llena de poderosos. Un acto que, en cualquier democracia moderna, debería ser aplaudido por su valentía, no castigado por su irreverencia. La moderación del evento, a cargo de Andrés Mompotes, director de El Tiempo, tuvo que intervenir para restablecer el orden. El hecho no pasó desapercibido, ni dentro ni fuera del país.
El contexto no es menor. La convención de Asobancaria no es un foro neutral. Se trata del encuentro anual del gremio financiero más poderoso del país, un espacio que históricamente ha sido trinchera de las fuerzas conservadoras que miran con recelo cualquier intento de redistribución, regulación o intervención del Estado en asuntos económicos. En este entorno, Quintero no sólo fue uno de los pocos que habló desde otra orilla ideológica, sino el único que no pareció estar allí para agradar.
Sus palabras, pronunciadas después del evento, fueron tan directas como simbólicas: “Me chiflan algunos banqueros porque saben que no me vendo. No tengo precio. Yo no soy de los que cree que plata es plata”. No son declaraciones menores en un país donde muchos candidatos, sin rubor, venden su independencia al mejor postor. En contraste, Quintero reafirma su distancia de los pactos tácitos que han condicionado la política colombiana a los intereses financieros.
La carta de protesta enviada por el Centro Democrático antes del evento, que calificó su participación como un “insulto a la ciudadanía”, terminó siendo un acto de censura anticipada que no hizo sino confirmar lo que Quintero denunció después: su voz molesta no porque haya fallado como alcalde, sino porque se atrevió a gobernar sin pedir permiso a los de siempre. La misiva, firmada por concejales y diputados de Antioquia, no habló en nombre de la ciudadanía sino de una clase política que aún no digiere haber perdido el control de Medellín en manos de un independiente.
En el panel, compartido con figuras como Gustavo Bolívar, María Fernanda Cabal, Maurice Armitage, Mauricio Cárdenas y Mauricio Lizcano, la polarización fue evidente. Bolívar, otro de los precandidatos que incomodó al auditorio, apenas recibió un tímido aplauso. Su frase “sé que acá no nos quieren” sintetizó la incomodidad de quienes no están en sintonía con la audiencia, pero insisten en presentarse porque entienden que la democracia no puede reducirse a escenarios complacientes.
Mientras unos defendían el fracking o proponían el levantamiento de las mesas de diálogo con el ELN como medidas de gobierno, Quintero se plantó en defensa de las energías limpias y de la continuidad del proceso de paz. No prometió lo que el auditorio quería escuchar. No tejió frases tibias. Prefirió el riesgo de ser abucheado a la comodidad de ser ignorado.
El evento incluyó también una ronda de respuestas rápidas en las que, por excepción, hubo consenso: todos los precandidatos presentes se negaron a reconocer a Nicolás Maduro como presidente de Venezuela y apoyaron la exigencia de pruebas de salud física y mental para aspirar a la Presidencia. Pero fuera de esos mínimos, la diferencia fue abismal.
La verdadera noticia no fue que Quintero fue chiflado. La noticia fue que, aun sabiendo que sería chiflado, decidió ir. Que no se escondió. Que no se calló. Y que, en un país donde muchos se adaptan para escalar, él eligió desafiar para representar. En tiempos de política líquida y candidatos moldeados por encuestas, su actitud recuerda que el liderazgo también es tener el coraje de decir lo que se piensa, incluso frente al abismo de un auditorio hostil.
No se trata de glorificarlo, sino de reconocer un hecho: lo ocurrido en Cartagena no fue un rechazo ciudadano, sino un acto de defensa del privilegio por parte de quienes aún creen que Colombia debe ser administrada desde una bóveda. Y eso, en un país que busca nuevos liderazgos, tiene un peso que trasciende los muros dorados de cualquier convención bancaria.
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