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En el corazón del gobierno colombiano se ha consolidado una figura que no aparece en los retratos oficiales ni en los discursos solemnes, pero que concentra como pocas el verdadero poder: Armando Benedetti. El actual ministro del Interior -y antes asesor de confianza, jefe de despacho, y operador parlamentario- se ha convertido en el engranaje imprescindible de una maquinaria política que el presidente Gustavo Petro ha venido construyendo a la sombra de sus ideales de transformación.
Desde su llegada al poder, Petro ha dejado claro que su apuesta va más allá de los marcos convencionales de la izquierda. Busca construir una mayoría sin apellidos ideológicos, un bloque donde lo que cuenta no es tanto la pertenencia política, sino la eficacia, la obediencia y la lealtad personal. Esa arquitectura no se levanta sobre partidos, sino sobre alianzas móviles, pactos informales y operadores versátiles. En ese tablero, Benedetti se mueve como el jugador más hábil.
Su poder no es gratuito. Es el resultado de una lógica de gobierno donde el presidente se mantiene distante del manejo cotidiano, pero exige control total. Para ello necesita intermediarios con autoridad, que velen por el cumplimiento de sus directrices y contengan la dispersión de un gabinete fracturado. Esos operadores deben asegurar disciplina, blindar la gestión frente al ruido interno y contener las fugas de lealtad. Benedetti, pese a las controversias judiciales y éticas que lo rodean, ha encajado perfectamente en ese rol.
Su ascenso no ha sido discreto. Desde que asumió tareas de coordinación con el Congreso, Benedetti fue cercando los espacios de decisión. Su influencia se hizo visible cuando, en la televisada reunión del Consejo de Ministros del pasado 4 de febrero, se ubicó a la izquierda del presidente con un informe detallado de cada ministro. Aquella imagen no fue un accidente: fue una declaración de jerarquía dentro de un gabinete donde ya no manda quien ostenta el cargo, sino quien ejecuta con mayor lealtad los encargos de Palacio.
El reciente caso de Ángela María Buitrago, quien renunció al Ministerio de Justicia denunciando presiones indebidas de Benedetti y de Angie Rodríguez, directora del DAPRE, es sintomático del clima que se vive en la Casa de Nariño. Su negativa a ceder cuotas en nombramientos clave, su postura frente a temas sensibles como la extradición y la Paz Total, y su resistencia a aceptar injerencias ajenas en su cartera, sellaron su destino. En un sistema donde la obediencia pesa más que la competencia, la independencia cuesta caro.
Los métodos de Benedetti distan mucho del progresismo ético que inspiró la campaña presidencial de Petro. No es un ideólogo ni un tecnócrata. Es, más bien, un político de vieja escuela, experto en la negociación dura, el intercambio burocrático y la construcción de mayorías por vía clientelar. Frente a figuras que encarnaron otras formas de poder -como Laura Sarabia, hoy relegada a la Cancillería tras una seguidilla de escándalos-, Benedetti ha sabido capitalizar la necesidad urgente del presidente por un operador confiable, alguien capaz de ejecutar sin titubeos y de imponer orden cuando el caos amenaza.
En paralelo, el bloque de confianza que lo rodea ha ganado terreno. Ministros como Guillermo Alfonso Jaramillo (Salud), Antonio Sanguino (Trabajo) y la misma Angie Rodríguez han demostrado fidelidad inquebrantable al núcleo duro del gobierno. No son cuadros ideológicos ni figuras de partido: son piezas de una estructura de poder que prioriza la verticalidad, los resultados rápidos y la ausencia de ruido interno.
Esta lógica de gobierno basada en la “política de la lealtad” no es nueva en América Latina, pero sí resulta chocante viniendo de un gobierno que prometió romper con las prácticas tradicionales. En lugar de fortalecer las mediaciones institucionales y transparentar la toma de decisiones, el poder se ha replegado hacia círculos cerrados, donde cada gesto de autonomía es visto como una amenaza y cada duda, como traición.
La foto del pasado 19 de mayo, en la radicación de la nueva Consulta Popular del gobierno, fue elocuente. No estaban allí los ministros que encarnaron la ilusión reformista del primer año de gobierno, ni los líderes progresistas que construyeron el relato de cambio. Estaban Benedetti, Jaramillo y Sanguino: los tres hombres en quienes hoy reposa la movilización social, la gobernabilidad legislativa y la proyección electoral del petrismo.
En un contexto de desgaste, de fracturas internas, de escándalos de corrupción y de una izquierda tensionada por la carrera hacia 2026, Gustavo Petro ha optado por cerrarse sobre sí mismo. Ha elegido gobernar con los leales, aunque ello implique renunciar a buena parte del relato moral con el que llegó al poder. Benedetti no es un accidente del sistema. Es el síntoma más claro de cómo el poder se ejerce hoy en Colombia. Desde las sombras, pero con luz verde desde lo más alto.
carloscastaneda@prensamercosur.org
