
Hay palabras que cargan con más peso del que aparentan. «Muerte», por ejemplo. Apenas cinco letras, pero qué universo oscuro, complejo y profundo se despliega detrás de ella. A veces se susurra, otra se evita. Algunos la enfrentan de golpe, sin elección posible. Otros la esquivan como si fuera contagiosa, como si por no nombrarla, desapareciera.
La verdad es que todos la conocemos. Desde niños la intuimos, aunque nadie nos explique bien qué es. Nos dicen que alguien «se fue», que «está en un lugar mejor» o que «ya no sufre». Pero sabemos que no volverá. Y ese vacío, aunque a veces no tenga forma, deja una marca. Silenciosa, persistente.
Y es que la muerte tiene esa extraña cualidad de ser absolutamente universal y, a la vez, radicalmente personal. Todos vamos a morir. Es una certeza tan brutal que cuesta sostener la mirada cuando la tenemos enfrente. Pero también es cierto que cada quien la vive —o la espera— a su modo. Hay quien se despide en paz, quien lucha hasta el último aliento, quien se va sin avisar, como una vela que se apaga de repente en medio de una cena. Y también están los que se quedan: los que lloran, los que callan, los que intentan seguir respirando cuando el mundo, de pronto, parece haberse detenido.
Hablar de la muerte es, en el fondo, hablar de la vida. Porque uno no tiene sentido sin el otro. Lo sepamos o no, la muerte nos da perspectiva. Nos recuerda que el tiempo no es infinito, que los días cuentan, que los abrazos deberían darse más seguido y las palabras importantes no deberían guardarse para después. Ese «después» que, muchas veces, no llega.
Uno de los grandes errores culturales de nuestra época —y quizás de muchas otras— es haber apartado la muerte del centro de la conversación. La hemos medicalizado, escondido, institucionalizado. Morimos en hospitales fríos, en habitaciones donde suena una máquina y no el canto de un ser querido. A menudo sin ritual, sin pausa, sin espacio para comprender lo que está ocurriendo. Y así, como sociedad, nos hemos vuelto torpes para acompañar el dolor, incómodos ante el duelo ajeno.
“Ya pasará”, decimos, como si fuera una gripe. “Tienes que ser fuerte”, soltamos, sin pensar que tal vez, en ese momento, lo único verdaderamente valiente sea llorar. Porque sí: llorar también es una forma de amor.
Pero, ¿qué es lo que realmente nos aterra de la muerte? ¿Es el dolor? ¿La ausencia? ¿Lo desconocido? ¿O será la idea de que, al final, todo lo que fuimos —nuestras memorias, nuestros miedos, nuestras canciones favoritas— simplemente desaparezca?
Tal vez por eso inventamos el cielo, la reencarnación, la vida eterna. Necesitamos creer que hay algo más allá. No tanto por nosotros, sino por los que amamos. Pensar que no los perdimos del todo, que en algún rincón del universo siguen existiendo de alguna forma. Como una estrella que ya se apagó pero que aún brilla en el cielo.
Y, sin embargo, hay otra forma de trascender. Más discreta, más humana. Estar en los recuerdos de alguien. En ese aroma que te recuerda a tu abuela. En la risa que heredas de tu padre. En la canción que aún hace que se te encoja el corazón. Morir, sí. Pero dejar huella.
Algunos lo hacen con grandes gestos, con obras que cambian el mundo. Otros, con pequeños actos que sostienen el día a día de quienes los rodean. Como la mujer que preparaba café cada mañana para su familia, o el hombre que silbaba mientras regaba las plantas del vecindario. Detalles que parecen mínimos, pero que, en ausencia, se hacen gigantes.
Y claro, la muerte también nos confronta con lo que no hicimos. Con las palabras no dichas, las reconciliaciones que no ocurrieron, los abrazos que pospusimos. Nos enfrenta a nuestra fragilidad, a nuestra tendencia a creer que siempre hay tiempo. Pero no lo hay. O, al menos, no tanto como pensamos.
Quizás la clave esté en reconciliarnos con la muerte, no como un enemigo, sino como parte del viaje. No se trata de romantizarla —porque no hay nada romántico en perder a alguien que amas—, sino de integrarla. De aprender a convivir con su sombra para que, paradójicamente, podamos vivir con más luz.
En algunas culturas, la muerte no es un tabú, sino una transición natural. En México, por ejemplo, el Día de los Muertos es una fiesta llena de color, música y comida. Se honra a los que ya no están, se les nombra, se les recuerda. Y ese recordar los mantiene vivos, de algún modo.
Tal vez eso sea lo más importante: no olvidar. No correr de la muerte como si fuera una amenaza, sino mirarla a los ojos. Hablar con nuestros hijos sobre ella, acompañar a nuestros mayores en su proceso, no callar cuando alguien está de duelo.
Y cuando llegue —porque va a llegar—, ojalá nos encuentre con la conciencia tranquila. Habiendo amado más de lo que juzgamos, habiendo reído más de lo que nos preocupamos, habiendo estado presentes. Con la maleta ligera, aunque el corazón pese.
Porque, al final del día, morir no es el problema. Lo realmente doloroso sería no haber vivido de verdad.
