
¿Cuánta agua potable nos queda? Un vistazo urgente y humano a nuestras reservas hídricas
Imagina que tienes un vaso de agua en la mano. Lo miras, lo levantas, das un sorbo. Lo das por hecho. Ahora, imagina que ese vaso fuera el último que pudieras beber en días. ¿Cómo lo mirarías entonces? ¿Lo cuidarías más? ¿Te dolería cada gota que se derrama? Porque, aunque suene alarmista —y créeme que no me gusta serlo—, algo parecido está ocurriendo a gran escala. Nuestro planeta azul, el que tantas veces nos pintaron con océanos infinitos, está comenzando a secarse… al menos en lo que al agua dulce se refiere.
El espejismo de la abundancia
Vivimos en un mundo en el que el 70% de la superficie está cubierta de agua. Pero aquí viene el dato que a muchos les suena a bofetada: de toda esa agua, menos del 3% es dulce, y de ese pequeño porcentaje, solo una fracción minúscula está disponible para consumo humano. El resto se esconde en glaciares, capas de hielo, o en acuíferos tan profundos que extraerla sería como intentar sacar vino de una roca.
Entonces, ¿cuánta agua potable tenemos realmente? Según la FAO y otras organizaciones internacionales, las reservas accesibles de agua dulce se concentran en ríos, lagos superficiales y acuíferos subterráneos de poca profundidad. En total, hablamos de apenas el 0,007% del agua del planeta. Y sí, esa es toda la que usamos para beber, cocinar, cultivar alimentos y mantener nuestras ciudades en marcha.
Gotas que desaparecen
El problema no es solo que el recurso sea escaso. Es que lo estamos desperdiciando o contaminando a velocidades absurdas. Cada año, el ser humano extrae unos 4.000 km³ de agua dulce para satisfacer sus necesidades. Más del 70% de esa cantidad se destina a la agricultura, una parte importante se pierde en sistemas de riego obsoletos, y el resto va al uso industrial y doméstico.
Y es que el crecimiento poblacional —que no se detiene—, sumado al cambio climático, hace que nuestras reservas naturales estén bajo una presión brutal. Sequías más intensas, patrones de lluvia impredecibles, acuíferos que no se recargan tan rápido como los vaciamos… Estamos gastando más de lo que podemos reponer.
¿Y cuánto tiempo nos queda?
Responder a esta pregunta es como intentar calcular cuánto durará una vela sin saber cuánta cera queda. Depende de cómo la uses, de si proteges la llama o la dejas a merced del viento. En términos concretos, si seguimos con el ritmo actual de consumo y degradación, muchos países —sobre todo en África, Asia y América Latina— enfrentarán estrés hídrico severo antes del 2030. Algunos ya lo viven.
Según el World Resources Institute, al menos 25 países, que albergan un cuarto de la población mundial, experimentan niveles extremadamente altos de estrés hídrico. En otras palabras, están usando casi toda el agua que tienen disponible. Y en ciudades como Ciudad del Cabo, Chennai o São Paulo, ya se han vivido momentos en los que el agua ha estado a punto de acabarse, literalmente. El famoso “Día Cero” no es una metáfora, es una amenaza real.
El precio de mirar hacia otro lado
Podríamos hablar de números durante horas, pero lo cierto es que la escasez de agua ya tiene rostro. Es el de una madre caminando kilómetros en busca de un pozo. El de un niño que no puede ir a la escuela porque tiene diarrea por beber agua contaminada. El de un agricultor que ve morir sus cultivos, año tras año, porque las lluvias ya no llegan.
Y lo más desconcertante de todo esto es que aún podríamos hacer algo. No todo está perdido. Pero sí estamos peligrosamente cerca del punto de no retorno.
Alternativas, parches… ¿esperanza?
Desalinizar agua de mar suena tentador, y en algunos lugares como Israel o Emiratos Árabes ha sido una solución viable. Pero estos procesos son caros, demandan muchísima energía y no están al alcance de todos. Además, generan residuos salinos que, si se manejan mal, pueden dañar los ecosistemas marinos.
También existen tecnologías para reciclar aguas grises, recolectar agua de lluvia, y purificar fuentes contaminadas. Incluso hay iniciativas bellísimas que combinan saberes indígenas con ciencia moderna para recuperar manantiales y reforestar cuencas. Pero no basta con buenas ideas: hace falta voluntad política, compromiso ciudadano y un cambio profundo en cómo entendemos nuestro lugar en la Tierra.
Porque —y esto hay que decirlo sin rodeos— el agua no es un recurso más. Es la base de la vida, de la cultura, de la dignidad humana. No tener acceso a agua limpia es no tener futuro.
¿Y ahora qué?
Quizá la pregunta más importante no sea cuánta agua nos queda, sino qué estamos dispuestos a hacer por conservarla. ¿Podemos cambiar nuestros hábitos? ¿Replantear nuestra relación con el entorno? ¿Exigir que las políticas públicas dejen de tratar el agua como una mercancía y la vean como un derecho?
La respuesta está en nuestras manos, aunque cada vez nos queden menos gotas entre los dedos.
