
Cuando la voluntad del pueblo se enfrenta a la obstrucción de unos pocos, la democracia encuentra su camino en la voz de todos.
Imaginemos un país donde un presidente gana las elecciones con 11 millones de votos. Es el primero de su partido o ideología en llegar al poder tras décadas de dominio de un mismo grupo político. Su victoria se debe a un plan de gobierno que convenció a más ciudadanos que su rival, quien, irónicamente, basó su campaña en la lucha contra la corrupción, solo para terminar acusado y procesado por ese mismo motivo. Parece un escenario inverosímil, pero esto ocurre en el país del realismo mágico.
El nuevo gobierno recibe un país en bancarrota, endeudado y desfinanciado. Sin embargo, durante los dos primeros años, los congresistas de la oposición —es decir, los que perdieron la presidencia— se dedican a bloquear cualquier posibilidad de financiamiento, asegurándose de que el nuevo mandatario no pueda dejar un legado positivo. En el Congreso, obstaculizan todas las iniciativas que benefician a jóvenes, trabajadores y campesinos, mientras disfrutan de sueldos escandalosos, autos oficiales y privilegios. Y luego, con absoluto descaro, acusan al gobierno de no cumplir con sus promesas.
Además, este presidente es criticado por no elegir a los mismos funcionarios de siempre para su equipo de trabajo. Se le exige, básicamente, que gobierne con el programa de quienes perdieron y rodeado de los tecnócratas de siempre, esos que han sabido acomodarse en todos los gobiernos.
La estrategia de estos “padres de la patria” es clara: impedir que el presidente haga algo bueno, no vaya a ser que la gente lo recuerde y se les complique recuperar el poder. Poco importa si el país sigue sumido en crisis, si los ciudadanos ven frustradas sus esperanzas o si el medio ambiente sigue en declive.
El clímax de esta tragicomedia se da cuando, ante la posibilidad de debatir reformas que buscan devolver a los trabajadores el pago de los días festivos, establecer jornadas laborales que terminan a las 6 p.m. y no a las 9 p.m., y garantizar condiciones dignas para médicos, profesores universitarios y profesionales en general, los congresistas deciden, en un acto de absoluto desprecio, que ni siquiera vale la pena discutir el tema. Cero debates.
Lo mismo ocurre con las reformas a la salud y al sistema de pensiones, donde el objetivo es corregir el manejo escandaloso de los fondos y garantizar que las personas puedan jubilarse con dignidad. Pero el Congreso, fiel a su guión, simplemente ignora las propuestas.
Ante este panorama, el presidente decide acudir a la Constitución y hacer uso de una herramienta democrática: una consulta popular. Si el Congreso le da la espalda a la ciudadanía, entonces serán los propios ciudadanos quienes tengan la última palabra. Porque al final, 11 millones de votos pesan más que el capricho de ocho congresistas.
