Las mesas colmadas de comida, el entusiasmo de los reencuentros y el derroche de ternura representada en las películas de ficción poco tenían que ver con las escenas navideñas en la casa de Anna Currilla. Bajo el árbol echaban raíces todo tipo de regalos y por la puerta no dejaban de pasar familiares pletóricos, pero su hogar no era un espacio seguro. Frente a ella, sentado a la mesa, su agresor.
Currilla sufrió violencia física, psicológica y sexual desde los tres años hasta que arañó la mayoría de edad. Su maltratador era su padre. Hoy recuerda, al otro lado del teléfono, las navidades como la época más sombría. “Cuando eres una niña, ves las películas y te sientes muy mal: quieres tener todo eso que ves representado”. Los abusos sexuales tenían que quedar fuera de la mesa, pero estaban inevitablemente presentes en el silencio cómplice de aquellos que deberían ser refugio.
Ella se reconoció como víctima cuando era adolescente, pero no la creyeron. Años después todavía guarda en su memoria las reuniones, las comidas y las cenas, sentada al lado de su agresor y “viendo cómo no pasaba nada”. El maltrato silenciado y la inacción de los suyos la llevaron a intentar “tener una doble vida”. Las víctimas de abuso infantil se acostumbran a “funcionar como robots, automáticamente, casi como estando muerta en vida”. Especialmente en Navidad. “No podía estar tranquilamente en mi casa, porque cuando llegan las vacaciones es cuando más tiempo estás con tu agresor“, rememora.
Ocho de cada diez casos de abusos sexuales contra la infancia se producen en el entorno familiar y el agresor es un conocido de la víctima. Así lo concluye el informe Por una justicia a la altura de la infancia, confeccionado por Save the Children. Según el análisis, el 40,6% de los violadores son familiares, fundamentalmente los padres o las parejas de la madre. El estudio señala también un patrón común: las madres como salvavidas de las víctimas. Fue así en el caso de Anna Currilla. Su madre fue una de las pocas personas de su entorno familiar que sí la creyeron.
Fue también la madre de Paula Iglesias la que le tendió la mano para hacerle saber que la violencia, en ninguno de sus grados, estaba invitada a la mesa. La hostilidad tiene muchas caras y no siempre es su expresión más cruda la que se cuela en las cenas familiares. La violencia más habitual es precisamente la más sutil, la más normalizada, la más indetectable. A veces, la más invisible.
Seis de cada diez personas LGTBI ocultan su orientación sexual o su identidad de género a su familia. Son datos recopilados por la Federación Estatal LGTBI (FELGTBI). El 47% de las personas lesbianas no ha visibilizado su orientación sexual entre los miembros de su familia, tampoco el 42,7% de los hombres gais, ni el 60% de las personas bisexuales. El 58,3% de las personas trans tampoco es visible en su entorno familiar, un porcentaje que escala al 67,7% en el caso de las personas no binarias.
Una invisibilidad presente durante todo el año y que se potencia durante las fiestas navideñas. “Tuve la suerte de tener a mi madre como persona aliada”, dice con orgullo Iglesias. A ella le abrumaban los comentarios. No por explícitos, no por ser especialmente violentos, pero sí por indiscretos, incómodos y por una sutil sensación de injusticia que asomaba cuando se comparaba con los demás comensales. “Cuando ha habido algún comentario de familiares, casi siempre no muy cercanos, mi madre ha salido a poner límites”, explica Iglesias.
Ella habla de suerte al referirse al cariño de su madre, consciente de que aquello que reconoce como excepcional debería ser la norma en cualquier familia. “Es triste hablar de suerte, pero es una suerte”, asiente. “Mi madre siempre ha sido mi persona aliada, desde que me hice visible con ella a los doce años”. Hoy, recuerda dos episodios de comentarios hirientes durante su adolescencia en las reuniones familiares, pero si algo se le ha quedado grabado es la defensa a ultranza de su madre. “Ella ponía límites por mí”, narra.
No todo el mundo puede decir lo mismo, especialmente las personas del colectivo: la exclusión dentro de sus propios núcleos familiares ha hecho que una de cada tres personas LGTBI haya tenido que irse a vivir con amistades o parientes. En las situaciones más extremas, un 16,7% ha tenido que vivir en un lugar no adecuado y un 4% se ha visto obligado a dormir en la calle.
El juicio ajeno sobre la vida de las personas no es la única forma de violencia que se hace hueco junto a los entremeses. A veces, los dardos van directos a una cuestión mucho más superficial: el aspecto físico. “Hay personas que fuerzan el ingreso en el hospital por lo mal que lo pasan en las navidades“. Habla Azahara Nieto, nutricionista y psicóloga experta en trastornos de la conducta alimentaria (TCA).
No comas tanto, o come un poco más, o por qué no pruebas algo más de turrón; o mejor no, que últimamente has ganado algo de peso. El impacto de comentarios en apariencia inocentes puede ser altísimo. “Para una persona con TCA, la simple presencia de tanta comida puede generar mucha ansiedad”, advierte Nieto. Los comentarios acerca del físico dejan secuelas: “Puede conllevar que algunos de los síntomas aumenten, puede conducir a restricciones, a compensaciones con ejercicio o a purgas”, ejemplifica. Y sí, dice la nutricionista sin dudarlo, es también una forma de violencia.
“La gente ya sabe cómo es su cuerpo, no hay que hacer comentarios”, desliza la psicóloga, quien en cualquier caso opta por quitarle hierro a la decisión consciente de no asistir a las cenas navideñas. “Aunque tengas un vínculo emocional, no tienes que aguantarlo“. Es fundamental, considera, saber qué personas “son detonadores”, por el tipo de comentarios que emiten, por el malestar que generan en los demás, “cuidarse a uno mismo y no participar” en el reencuentro. En ese punto, la psicóloga estima clave la construcción de espacios propios donde “no esté implicada sólo la comida” y libres de juicios de terceras personas.
Hace un año, Silvia Agüero escribía un artículo en Píkara Magazine sobre la “hipocresía familiar”, especialmente palpable en Navidad. La activista feminista y antirracista hablaba del “racismo, el machismo y la hipocresía familiar” contenidos en las reuniones navideñas, “toda la violencia inabarcable dentro de la familia, pues en ella se reproducen ferozmente las opresiones sociales”.
Hoy, habla sin medias tintas: “La familia es patriarcal y esto de reunirnos es muy cristiano. Por muy feministas, anticapitalistas y ateas que seamos, al final nos da igual y cedemos”. Agüero rompió con la idea sacralizada de los vínculos sanguíneos como mimbres de una institución intocable, lo que ella misma llama “familia impuesta”, para entregarse sin vacilar a la “familia elegida”. Habla de su marido y sus hijos, pero también de sus amigas. “La manada feminista ya no es sólo una teoría”, asevera.
“Yo elegí a mi familia: mis amigas, mi marido y mis hijos al mismo nivel. Planeamos las vacaciones, las cenas y gestionamos las navidades todos a la vez. Mis amigas participan en las decisiones de mis hijos y si no podemos pagar las extraescolares, se colabora entre todos”, expone. La idea de comunidad llevada a la práctica.
Agüero decidió romper con la violencia integrada en en el hogar y desde entonces no se ha vuelto a sentar a la mesa de aquellos espacios que le eran hostiles. Eligió poner nombre a la sumisión de las madres que asumen las tareas domésticas sin descanso, confrontar con el trabajo impuesto en la cocina y en la sobremesa, pero también con los juicios de valor y el maltrato cotidiano.
“Dentro de la familia es donde se dan abusos sexuales”, pero se asume con naturalidad “la idea de que quien te tiene que proteger es quien te abusa”, clama la activista. Y esa tolerancia aprendida se prolonga toda la vida: “Cuando tu padre ha sido un maltratador siempre y de repente es un señor viejito que no hace nada más que estar en un sillón, todos estamos obviando la violencia. ¿Qué hacemos con eso?”, se pregunta. Ella misma introduce la respuesta: romper y crear alternativas.
Sobre la familia elegida habla también Niurka Gibaja. “Las personas trans, sobre todo en este tipo de fiestas, estamos muy expuestas y debemos asumir miedos e incertidumbre”, pronuncia la activista en conversación con este diario. Ocurre, entonces, que hay quien prefiere optar por “adaptar su expresión de género a lo que se espera de ellas”. Algo así como recuperar el armario como trinchera. “No acabamos de sentirnos nosotras mismas, lo que somos no es válido a los ojos del resto“. El salto al vacío es si cabe mayor cuando se trata de afrontar los encuentros con la familia política: “Te ves muy expuesta y vulnerable”.
Gibaja es, además, migrante. Así que conoce bien lo que es construir vínculos familiares más allá de la consanguinidad. “Empecé a celebrar la Navidad al lado de las personas con las que iba generando vínculo y tejiendo red”. A Gibaja se le queda corta la palabra amigos: “Son mi familia elegida, otro modelo del que se habla poco”.
La ruptura para Anna Currilla no fue opcional, sino impuesta por quienes la marginaron tras verbalizar los abusos sufridos. “Quien me hizo la vida imposible fue esa familia que me dio la espalda” al ponerse de parte del agresor. “Cuando estás señalando a alguien dentro de la familia, indirectamente estás señalando a la familia“, asiente. Y las navidades son la escenificación de cómo dos pilares intocables se estrechan la mano: la familia y la religión. “Cuando eres niña te dicen que honrarás a tu padre y a tu madre. Si te enfrentas a eso, atacas a una institución muy fuerte”.
Currilla en realidad rompió por propia supervivencia, porque levantarse de la mesa era la única salida. Pero se queda con lo positivo: “Hice una poda al árbol genealógico y me quedaron cuatro ramas. Aun así, prefiero cuatro ramas sanas que todo un árbol podrido“.
Fuente de esta noticia: https://www.infolibre.es/igualdad/hice-poda-arbol-genealogico-violencia-colma-cenas-navidenas-familia-no-refugio_1_1673262.html
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