
El escepticismo como motor de la ciencia
La ciencia no avanza porque los científicos “crean” en algo, sino porque están dispuestos a ponerlo todo en duda, incluso lo que ellos mismos daban por seguro. Del “¿y si no fuera así?” han nacido algunos de los mayores saltos de conocimiento.
Galileo se atrevió a cuestionar la visión geocéntrica del universo, respaldada por la tradición y la autoridad religiosa. No bastaba con que todos lo repitieran: apuntó su rudimentario telescopio al cielo y buscó pruebas. Lo que vio —las fases de Venus, los satélites de Júpiter— no encajaba con la cosmología oficial. Su escepticismo frente a lo “sabido” abrió la puerta a la astronomía moderna.
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Tres siglos después, Albert Einstein puso en entredicho el sentido común sobre el espacio y el tiempo. La física newtoniana funcionaba muy bien en muchas situaciones, pero no explicaba ciertos resultados experimentales, como la constancia de la velocidad de la luz.

En lugar de forzar los datos para que encajaran en la teoría, Einstein se atrevió a dudar de las nociones de espacio y tiempo “absolutos”. De ese cuestionamiento nacieron la relatividad especial y general, que cambiaron para siempre nuestra idea del universo.
En ambos casos, el escepticismo no fue un “no” automático, sino un “mostrame la evidencia”.
Grandes escépticos
A lo largo de la historia, varios científicos han desafiado consensos firmemente establecidos. No lo hicieron por rebeldía gratuita, sino porque los datos no cuadraban con lo aceptado.
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Charles Darwin sospechó que la visión fijista de las especies no encajaba con los fósiles ni con la diversidad observada en la naturaleza.

Tras décadas de recopilar evidencias, formuló la teoría de la evolución por selección natural. Su escepticismo frente a la creación inmutable no solo cambió la biología, sino nuestra comprensión de nosotros mismos.
Marie Curie desconfiaba de las explicaciones simples sobre ciertos fenómenos misteriosos de radiación.

Su insistencia en medir, repetir y verificar la llevó a aislar el polonio y el radio, y a demostrar que la radiactividad era una propiedad del propio átomo, no un efecto externo. Su actitud crítica se combinó con una enorme paciencia experimental.
Richard Feynman, uno de los físicos más brillantes del siglo XX, era célebre por su desconfianza hacia las respuestas fáciles, incluidas las de sus colegas.

Repetía un principio que hoy se cita como regla de oro del escepticismo científico: “El primer principio es que no debes engañarte a ti mismo, y tú eres la persona más fácil de engañar”. Su duda constante se aplicaba tanto a teorías elegantes como a resultados “demasiado bonitos”.
Pero el escepticismo no siempre acierta. A finales del siglo XIX, muchos físicos recelaban de la idea de que la Tierra pudiera tener miles de millones de años; sus cálculos térmicos sugerían un planeta mucho más joven. Eran los geólogos y, más tarde, la datación radiométrica los que tenían razón. El escepticismo mal dirigido frenó durante un tiempo la aceptación de la verdadera edad de la Tierra.
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El propio Einstein se mantuvo escéptico frente a la mecánica cuántica. Esa incomodidad dio lugar a debates fundamentales y a experimentos cruciales, pero al final la evidencia confirmó que la teoría cuántica describía la realidad microscópica mejor de lo que él estaba dispuesto a admitir. Su duda fue fructífera en términos de preguntas, aunque equivocada en parte en sus conclusiones.
El mensaje es doble: no todo el que desafía al consenso tiene razón, y el criterio no puede ser la valentía del disidente, sino la solidez de las pruebas.
Cómo pensaban Einstein, Curie y Feynman: dudar no es negar
¿Qué tenían en común estos científicos más allá de sus disciplinas? Un tipo de escepticismo muy particular, más cercano a la curiosidad rigurosa que a la negación sistemática.
Einstein se hacía incómodo ante cualquier idea que no pudiera ponerse a prueba. Prefería seguir una intuición matemática hasta sus últimas consecuencias, pero solo la consideraba física si podía relacionarse con observaciones concretas. Su escepticismo lo llevaba a preguntar: “¿Cómo sabríamos que esto es falso si lo fuera?”.
Marie Curie encarnaba el escepticismo paciente. No descartaba hipótesis por instinto, pero tampoco aceptaba ninguna sin una cadena robusta de experimentos repetibles. Su laboratorio era la traducción material de una mente que no daba nada por hecho.
Feynman practicaba un escepticismo casi irreverente. Desconfiaba de la autoridad, del prestigio y del consenso si no venían acompañados de datos claros. Pero también desconfiaba de sí mismo: revisaba sus cálculos, buscaba errores, intentaba romper sus propias ideas antes de presentarlas al mundo. Esa autoexigencia es quizá la forma más difícil —y más productiva— de escepticismo.
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En los tres casos, dudar no significaba bloquearse ni decir siempre “no”, sino mantener la puerta abierta a cambiar de opinión cuando las pruebas lo justificaran.
El escepticismo cotidiano: cómo piensa un científico ante una afirmación extraordinaria
¿Qué hace un científico cuando se encuentra con una promesa revolucionaria, un titular sorprendente o un resultado que parece demasiado bueno para ser verdad?
Lo primero es preguntar de dónde salen los datos. ¿Hay un estudio detrás? ¿Quién lo ha hecho? ¿Se ha publicado en una revista con revisión por pares? ¿Otros grupos han obtenido algo similar?
Después llega la pregunta clave: ¿qué otra explicación más simple podría haber? Un efecto estadístico, un sesgo en la muestra, un error de medición o, simplemente, una interpretación exagerada. El escepticismo busca alternativas antes de aceptar la más llamativa.
También se mira si la afirmación encaja —o choca— con un cuerpo muy sólido de conocimientos previos. No es lo mismo anunciar un pequeño ajuste en una teoría bien comprobada que negar todo lo que se sabe sobre vacunas, cambio climático o evolución. Cuanto más fuerte es la afirmación, más extraordinarias deben ser las pruebas.
¿Y en el día a día?
Ese mismo enfoque puede aplicarse a la vida diaria. Ante un remedio milagroso, una promesa financiera imposible o un titular que parece diseñado para indignarnos, las preguntas son las mismas: ¿quién lo dice y qué gana con ello?, ¿qué datos presenta?, ¿hay fuentes independientes que lo confirmen?, ¿qué pasaría si esta afirmación fuera falsa?
El Día Mundial del Escepticismo no busca convertirnos en cínicos ni en negacionistas, sino recordarnos que la duda informada es una herramienta de protección frente al engaño… y la condición de posibilidad de todo conocimiento fiable.
La ciencia avanza precisamente porque nunca da sus respuestas por definitivas. Y porque siempre hay alguien dispuesto a preguntar, una vez más: “¿Estás seguro?”.
Alba Acosta
Fuente de esta noticia: https://www.abc.com.py/ciencia/2025/12/20/dia-mundial-del-escepticismo-por-que-dudar-mueve-a-la-ciencia/
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