

Berni Moreno, congresista colomboamericano
En el delicado tablero de las relaciones entre Colombia y Estados Unidos, donde se mezclan los intereses geopolíticos con los negocios de las élites, vuelve a emerger un apellido que ha transitado con sigilo, fortuna y poder durante más de tres décadas: los Moreno.
Mientras el ministro de Trabajo, Iván Sanguino, y el presidente Gustavo Petro insisten en que la política exterior debe basarse en la soberanía y no en favores cruzados entre familias influyentes, las miradas comienzan a dirigirse hacia una figura que encarna, en cuerpo y apellido, la continuidad de un sistema de privilegios que nunca desapareció: Berni Moreno, congresista colomboamericano en Washington y heredero de una estirpe forjada entre la diplomacia, la banca y los negocios del Estado.
Sanguino lo dijo sin rodeos:
“Las relaciones entre Colombia y Estados Unidos no pueden quedar reducidas a una red de intereses privados, ni a las conexiones inocultables entre un congresista colomboamericano, negociados familiares y la sombra persistente de la parapolítica.”
La advertencia no fue menor. En un momento en que Colombia redefine su papel en la región y Estados Unidos busca nuevos aliados estratégicos, la presencia de Moreno en el Congreso norteamericano despierta preguntas incómodas: ¿es un nuevo rostro en la política o la proyección internacional de una vieja estructura de poder?
El apellido Moreno es, desde hace tiempo, una clave silenciosa del poder bogotano. Luis Alberto Moreno, tío de Berni, no solo fue presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), sino también embajador de Colombia en Washington durante los gobiernos de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe Vélez. Su papel fue crucial en la consolidación del Plan Colombia, una alianza militar y económica que, bajo el discurso de la seguridad, selló la dependencia de Bogotá frente a los intereses estadounidenses. También impulsó el Tratado de Libre Comercio, presentado como un paso hacia la modernización, pero criticado por su impacto en la industria nacional y por haber profundizado las brechas sociales en el campo colombiano.
Desde esos despachos de alfombra gruesa y ventanas con vista al Potomac, la familia Moreno comenzó a tejer su entramado de relaciones con los círculos empresariales y políticos más poderosos de Washington. Allí, entre cenas diplomáticas, contratos de cooperación y reuniones de lobby, se fraguó un linaje que entendió mejor que nadie que el poder no solo se ejerce desde los cargos, sino desde las conexiones que sobreviven a los gobiernos.
En Colombia, el legado siguió su curso. Luis Fernando Andrade Moreno, primo de Berni y exdirector de la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI), fue una de las figuras más visibles de la tecnocracia durante el gobierno de Juan Manuel Santos. Su carrera se derrumbó cuando salió a la luz su papel dentro del escándalo de Odebrecht, una red de sobornos que cruzó fronteras y expuso los cimientos corruptos del modelo de contratación pública. Andrade, que en su momento fue símbolo de eficiencia, terminó convertido en el reflejo de una élite que disfraza de meritocracia su cercanía con el poder político y económico.
Pero el mapa de las conexiones familiares se oscurece todavía más. En los expedientes judiciales aparece Enrique Pardo Hasche, un nombre que marcó una de las páginas más turbias de la historia reciente. Condenado por el secuestro y asesinato del suegro del expresidente Andrés Pastrana, fue presentado a la víctima, según registros judiciales, por Luis Alberto Moreno Mejía, hermano de Berni. Las investigaciones posteriores vincularon a Pardo Hasche con redes de paramilitarismo, un eco directo de los años más oscuros del conflicto armado colombiano, y que rozan, incluso, los entornos políticos cercanos al expresidente Uribe.
En ese contexto, Berni Moreno, hoy desde su curul en el Congreso estadounidense, intenta presentarse como un político reformista, un empresario hecho a sí mismo que defiende los valores conservadores y el fortalecimiento de la relación entre Estados Unidos y América Latina. Sin embargo, su narrativa de renovación se ve eclipsada por los antecedentes familiares y por los vínculos que, lejos de romperse, parecen haberse adaptado al nuevo orden global.
Porque lo cierto es que los Moreno no son una familia más dentro del panorama político. Son la síntesis de una élite que ha sabido reinventarse a cada época, cambiando de discurso, de escenario y de bandera, pero manteniendo siempre la misma esencia: el control. Desde la banca hasta la diplomacia, del BID a la ANI, de Bogotá a Washington, su influencia se extiende como una red invisible que sostiene buena parte de la arquitectura del poder colombiano.
Hoy, mientras el país intenta romper con las estructuras que lo mantuvieron atado a la desigualdad y la violencia, los Moreno simbolizan ese otro poder que no se elige en las urnas, pero que decide silenciosamente desde los corredores donde la política se confunde con los negocios y la historia con la conveniencia.
Su historia no es solo la de una familia, sino la de un modelo que sobrevive disfrazado de modernidad. Un modelo donde los mismos apellidos cruzan fronteras, cambian de idioma, pero nunca de propósito: conservar el poder, incluso cuando el país ya no los necesita.
En el espejo de Washington, Colombia vuelve a encontrarse con su propio pasado. Y en ese reflejo, la sombra de los Moreno sigue ahí: intacta, discreta, imperturbable.
carloscastaneda@prensamercosur.org
