

Imagen Álvaro Uribe Vélez, Expresidente de Colombia
La reciente absolución del expresidente Álvaro Uribe Vélez por parte de la justicia colombiana ha reabierto una de las grietas más hondas del sistema institucional del país: la relación entre el poder político y el poder judicial. En su más reciente columna publicada en El Espectador, la periodista Cecilia Orozco Tascón ofrece una reflexión inquietante sobre el significado de este fallo, y sobre las sombras que rodean a quienes lo dictaron. Su texto no se limita a examinar los tecnicismos jurídicos del caso; busca, más bien, desentrañar los hilos invisibles que entrelazan a la justicia con los intereses de las élites políticas y judiciales, y que amenazan con socavar la confianza pública en la democracia.
El proceso estuvo en manos del magistrado Manuel Antonio Merchán Gutiérrez, figura que ha ganado protagonismo no solo por su papel en la absolución del exmandatario, sino también por las conexiones familiares y profesionales que -según la columnista- lo vinculan a otros jueces señalados por prevaricato y cohecho. En un país donde el “cartel de la toga” aún no ha sido del todo olvidado, esas relaciones despiertan más que sospechas: alimentan la percepción de que la justicia sigue siendo un coto cerrado, donde los fallos pueden responder tanto a la ley como a las lealtades internas.
Orozco recuerda que este no es un episodio aislado. Colombia ha sido escenario de múltiples escándalos que han comprometido la independencia judicial, desde las denuncias en el Tribunal Superior de Villavicencio -donde magistrados fueron acusados de dictar sentencias favorables a criminales a cambio de dinero- hasta los casos en los que los jueces más altos del país han sido investigados por corrupción. En este contexto, la decisión que benefició a Uribe no aparece como una excepción fortuita, sino como un eslabón más en una cadena que evidencia la fragilidad institucional del Estado de Derecho colombiano.
El punto más polémico de la decisión de Merchán radica en la valoración de las pruebas. El magistrado desestimó interceptaciones telefónicas que ya habían sido avaladas por la Corte Suprema, considerándolas ilícitas. Para Orozco, ese cambio de criterio no solo altera el curso del proceso, sino que sugiere una preocupante selectividad jurídica. Lo que la columnista plantea, en el fondo, es que la justicia colombiana parece adaptarse según el protagonista del juicio. Cuando el acusado es una figura de poder, la ley se interpreta con flexibilidad; cuando no lo es, se aplica con rigidez.
Ese doble rasero tiene consecuencias que van más allá del caso Uribe. “Cuando la ciudadanía percibe que alta política y alta justicia son intercambiables, escribe Orozco-, la legitimidad del sistema se erosiona.” Y esa erosión no es teórica: se traduce en cinismo social, en desafección política, en un desencanto que mina las bases mismas de la convivencia democrática. Una justicia percibida como parcial deja de ser un pilar y se convierte en un arma, utilizada por quienes pueden influir en su desenlace.
Orozco lanza una serie de preguntas que no solo interpelan al poder judicial, sino a toda la sociedad colombiana: ¿se garantizó realmente el debido proceso o hubo presión estructural para absolver al expresidente? ¿Fue un fallo fundado en derecho o una maniobra política para preservar equilibrios entre poderes? ¿Puede hablarse de independencia judicial cuando los magistrados parecen orbitando dentro de redes de parentesco, afinidad o conveniencia?
En sus líneas más duras, la columnista sugiere que lo ocurrido con Uribe es una advertencia más que un cierre. No se trata únicamente de una absolución personal, sino de un espejo que refleja las carencias sistémicas de un poder judicial que todavía no logra sacudirse la sombra de la politización. En la medida en que la justicia se perciba como un espacio colonizado por intereses cruzados, cada fallo importante -sea cual sea su signo- estará condenado a la sospecha.
El trasfondo de la crítica de Orozco trasciende la coyuntura nacional. Lo que plantea, en esencia, es un dilema universal sobre la fragilidad de las instituciones en contextos de poder concentrado. Colombia, dice su análisis implícitamente, no está sola en esa tensión: en muchas democracias contemporáneas, los tribunales se han convertido en campos de batalla donde se define el alcance de la ley frente a la influencia de la política. Pero en un país que ha soportado décadas de violencia, impunidad y desconfianza estatal, ese dilema adquiere un tono más urgente, casi existencial.
El fallo sobre Uribe, por tanto, no puede leerse solo en clave jurídica. Es también un síntoma político, un reflejo de cómo se administran las jerarquías en Colombia y de cuánto poder tienen aún las redes que articulan justicia y gobierno. En el fondo, Orozco no acusa: advierte. Advierte que la absolución de un hombre puede convertirse en la condena simbólica de un sistema.
Su columna deja una reflexión final que resuena más allá de los titulares: la independencia judicial no se demuestra con discursos, sino con decisiones. Si esas decisiones comienzan a depender de quién las inspira o a quién protegen, entonces el derecho deja de ser un escudo de la democracia y pasa a ser su coartada. Y en ese punto -como advierte Orozco- no solo se pierde un juicio, sino la confianza de toda una nación.
carloscastaneda@prensamercosur.org
