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Colombia vive una de las jornadas políticas más tensas de los últimos tiempos. Nueve partidos políticos, entre ellos sectores de oposición e incluso colectividades que se habían declarado independientes, han dado un paso sin precedentes al desconocer públicamente al presidente Gustavo Petro y al ministro del Interior, Armando Benedetti, como garantes del proceso electoral en curso. La gravedad de esta declaración ha encendido alarmas no solo dentro del país, sino en los observatorios democráticos de la región: ¿se está gestando en Colombia un golpe de Estado disfrazado de legalismo democrático?
La decisión fue comunicada el lunes 9 de junio a través de una carta dirigida al procurador general de la Nación, Gregorio Eljach, en la que los partidos firmantes afirman que no reconocen garantías en el Ejecutivo y anuncian que se marginarán de la Comisión de Seguimiento Electoral convocada por el Gobierno. En su lugar, exigen que dicha función sea asumida por la Procuraduría, solicitando la activación de la Comisión Nacional de Vigilancia y Control Electoral bajo el mando de esa entidad. Alegan que la ley faculta al procurador para ello y que solo en ese espacio se sienten representados.
Aunque el documento se presenta bajo un tono técnico, lo que está en juego va mucho más allá de un desacuerdo institucional. No reconocer al presidente de la República como garante de los comicios no es un simple acto de oposición: es una fractura institucional que desdibuja los límites democráticos y pone en tela de juicio la legitimidad del poder ejecutivo. ¿Quién les dio a estos partidos el poder de desconocer el mandato popular? ¿Qué respaldo constitucional autoriza a sectores minoritarios a sustituir la autoridad del jefe de Estado en un proceso tan crucial como lo es una elección?
La situación se vuelve aún más inquietante al considerar el contexto en el que se hace esta declaración: el país está ad portas de importantes decisiones electorales, y crecen las tensiones por una posible consulta popular promovida desde el Gobierno. En ese marco, los partidos piden que el ministro del Interior sea llamado a rendir cuentas por presuntas intenciones de pasar por alto decisiones del Senado, mientras solicitan investigar convenios estatales, posibles irregularidades en el uso de recursos públicos y supuestas presiones del Ejecutivo sobre las autoridades electorales.
La narrativa es clara: hay una desconfianza radical hacia el Gobierno, pero también un intento evidente de erosionar su legitimidad. Esto, sumado al llamado a despojarlo de funciones clave como la conducción del proceso electoral, ha sido interpretado por diversas voces como un acto de sabotaje institucional enmascarado bajo la retórica de las garantías. Algunos sectores de la sociedad civil, así como analistas internacionales, han comenzado a preguntarse si se está frente a un escenario de desobediencia política que podría desembocar en una crisis mayor.
Colombia, que ha sido faro de alternancia democrática en medio de la convulsa historia latinoamericana, se enfrenta ahora a una prueba delicada. Las democracias no mueren siempre con tanques en la calle; a veces, sucumben por decisiones que, bajo ropajes legales, desconocen principios esenciales del pacto republicano. Lo que ocurre hoy en Colombia es una señal de alarma para todo el continente.
Negar al presidente su papel como garante del sistema electoral es una herida al corazón de la democracia. Si esa línea se traspasa sin consecuencias, el precedente será tan peligroso como irreparable. Porque cuando se desconoce al Gobierno elegido por la voluntad popular, lo que está en juego no es una consulta ni una elección, sino la legitimidad del poder mismo. Y esa es una amenaza que traspasa fronteras.
carlos castaneda@prensamercosur.org
