
Haití, la nación que comparte la isla de La Española con República Dominicana, atraviesa en 2025 uno de los periodos más duros y convulsos de su historia reciente. Basta con asomarse a las calles de Puerto Príncipe para sentir en el aire una mezcla de miedo, cansancio y una resiliencia que, a pesar de todo, no se apaga. El país, marcado por décadas de crisis, parece estar al borde del abismo, pero su gente sigue aferrada a la esperanza, aunque a veces cueste encontrar motivos para sonreír.

Política: un vacío que pesa
El panorama político de Haití es, sin rodeos, caótico. Desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021, el país no ha logrado recuperar la estabilidad institucional. La presidencia sigue vacante y el poder se reparte entre líderes interinos, consejos de transición y figuras que, en muchos casos, carecen de legitimidad. El Consejo Presidencial de Transición, creado para intentar encauzar el país hacia unas elecciones, enfrenta enormes desafíos: la desconfianza de la población, la presión de los grupos armados y la falta de recursos.
La verdad es que el Estado haitiano apenas logra funcionar. Los ministerios trabajan a medias, el sistema judicial está paralizado y las elecciones, una promesa que se repite año tras año, parecen siempre lejanas. La comunidad internacional observa, propone soluciones y promete ayuda, pero la sensación en la calle es que Haití está solo, librando una batalla cuesta arriba.
Seguridad: vivir bajo la sombra de las pandillas
Si hay un tema que roba el sueño a los haitianos, es la inseguridad. Las bandas armadas controlan buena parte de la capital y de otras ciudades importantes. No se trata de simples delincuentes: son organizaciones con armas de guerra, recursos y una estructura que desafía abiertamente al Estado. El secuestro, la extorsión y los enfrentamientos armados son parte del día a día. Hay barrios donde ni la policía ni los servicios de emergencia pueden entrar sin arriesgar la vida.
Los testimonios son estremecedores. Familias que han tenido que abandonar sus casas en plena noche, niños que no pueden ir a la escuela por miedo a quedar atrapados en un tiroteo, comerciantes que pagan “impuestos” a las pandillas para poder abrir sus negocios. Y es que, en Haití, la violencia no es solo una estadística: es una presencia constante, una amenaza que condiciona cada decisión.
La llegada de una misión multinacional de apoyo, liderada por fuerzas de Kenia, ha generado expectativas y recelos. Algunos ven en ella una oportunidad para recuperar el control y restaurar la autoridad del Estado. Otros temen que sea solo un parche más, incapaz de cambiar la realidad sobre el terreno. Lo cierto es que, por ahora, la vida sigue marcada por el miedo y la incertidumbre.
Economía: sobrevivir en la cuerda floja
En el plano económico, Haití se enfrenta a una tormenta perfecta. El país arrastra una pobreza estructural que parece no tener fin. Más de la mitad de la población vive con menos de dos dólares al día. La inflación se dispara, el gourde (la moneda local) pierde valor y los precios de los alimentos básicos suben sin control. Conseguir arroz, aceite o harina puede convertirse en una odisea, sobre todo para quienes viven en los barrios más pobres.
El desempleo es altísimo y la economía informal es la tabla de salvación para millones. Vendedores ambulantes, pequeños agricultores y trabajadores a destajo luchan por llevar algo a casa cada día. Las remesas de la diáspora haitiana, especialmente desde Estados Unidos y Canadá, son un salvavidas que mantiene a flote a muchas familias. Sin embargo, la dependencia de la ayuda internacional y de las remesas deja al país en una situación frágil, vulnerable a cualquier crisis externa.
Además, la inestabilidad política y la violencia han alejado la inversión extranjera y han paralizado proyectos clave. El turismo, que alguna vez fue una esperanza, está prácticamente desaparecido. La reconstrucción tras los desastres naturales, como el terremoto de 2021 y los huracanes recurrentes, avanza a paso de tortuga.
Sociedad: dignidad y resistencia en medio del caos
A pesar de todo, la sociedad haitiana no se rinde. La vida sigue, aunque a veces parezca una hazaña. Las escuelas, cuando pueden abrir, son refugio y esperanza para miles de niños. Las iglesias y organizaciones comunitarias llenan el vacío dejado por el Estado, organizando comedores, clínicas y espacios de encuentro. La cultura, con su música, su arte y sus tradiciones, sigue siendo un ancla de identidad y orgullo.
La solidaridad es una moneda corriente. Vecinos que comparten lo poco que tienen, familias que acogen a desplazados, jóvenes que organizan actividades para mantener viva la esperanza. La verdad es que, en Haití, la resistencia no es una opción: es una necesidad.
Sin embargo, el desgaste es evidente. El trauma colectivo de la violencia, la pobreza y la incertidumbre deja huellas profundas. Hay una generación entera que ha crecido sin conocer la estabilidad, y el éxodo de jóvenes que buscan un futuro fuera del país es una herida que no deja de sangrar.
Mirando hacia adelante
Haití está en una encrucijada. El país necesita más que nunca un liderazgo legítimo, instituciones fuertes y una estrategia clara para recuperar el control y sentar las bases de un desarrollo sostenible. Pero también necesita tiempo, paciencia y, sobre todo, el compromiso de su gente y de la comunidad internacional.
La esperanza, aunque tenue, sigue viva. Porque si algo ha demostrado Haití a lo largo de su historia es una capacidad de resistencia fuera de lo común. Y es que, a pesar de la oscuridad, siempre hay quienes creen que un futuro mejor es posible. La pregunta es si, esta vez, el país y el mundo estarán a la altura del desafío.
