Un sabihondo de tan sólo nueve años desarbola a los científicos ateos con una pregunta de lo más lacónica, la cual reza así: “¿Por qué la tierra es redonda?”.
Desde un prisma puramente científico, se podría responder que la esfericidad del globo terráqueo permite que el sol alumbre y deje de alumbrar determinados territorios del planeta, de tal modo que existan la noche y el día. Sin embargo, si las leyes de la física fuesen diferentes, podría rotar de otra manera en caso de que tuviese una forma hexagonal o triangular. A su vez, tampoco haría del todo falta que la esfera estuviese ligeramente inclinada.
Así pues, la ciencia nos revela el cómo, pero no el porqué de las cosas. De hecho, el Premio Nobel de Física Arthur L. Schalow lo suscribiría en los siguientes términos: “Me parece que al encontrarse uno frente a frente con las maravillas de la vida y del universo, debe preguntarse por qué no y no simplemente cómo. Las únicas respuestas posibles son de orden religioso… Tanto en el universo como en mi propia vida tengo necesidad de Dios”.
Esto nos lleva a la quinta vía de Santo Tomás de Aquino, que es la del fin último en virtud del cual han sido creadas las cosas. Si uno se cuestiona esto con hondura y parsimonia, llega un momento -no muy lejano, por cierto- en el que se le agotan las preguntas.
Ante esta incertidumbre, la sabiduría se termina postrando ante el altar de la humildad, para concluir que tiene que existir un creador que haya revestido de una finalidad última a todo lo que existe. El auténtico sabio, al final de la estación, se rinde, de la mano de Sócrates, ante su “sólo sé que no sé nada”. Por algo decía el insigne Louis Pasteur que “poca ciencia aleja de Dios”, pero que “mucha ciencia devuelve a Él”.
Cabe destacar que esta quinta vía de Santo Tomás está íntimamente ligada con su segunda, que es conocida como la de las causas eficientes. A la luz de esta teoría, todo, al constituir el efecto de una causa previa, necesita una primera causa que sea el origen de todo, ya que no puede existir una sucesión infinita de causalidades.
Como complemento de la segunda vía de Santo Tomás, la de las causas eficientes, tendríamos la siguiente declaración del Premio Nobel de Física Arno Allan Penzias: “La astronomía nos lleva a un evento único, un universo único que ha sido creado de la nada, con un delicado equilibrio necesario para ofrecer las condiciones exactas para el surgimiento de la vida; en ausencia de un incidente absurdamente improbable, las observaciones de la ciencia moderna parecen sugerir una dimensión sobrenatural”.
Por consiguiente, si el universo ha sido creado a partir de la nada, tenía que haber un ser necesario que se encargase de crearlo; y eficiente de sí mismo, es decir, que no necesitase ser causado por otro. En base a esto, no nos queda más remedio que verlo identificado en un creador omnipotente, véase en Dios.
Esto último sería suscrito por el Nobel de Física Max Planck, quien se pronunció en estos términos: “Toda la materia tiene origen y existe sólo en razón de la propia fuerza, la cual hace vibrar las partículas atómicas y las tienes juntas como un minúsculo sistema solar dentro del átomo. Así, detrás de esta fuerza debemos suponer un espíritu inteligente y consciente; este espíritu es el fundamento de toda materia”.
La segunda vía tomista es la versión perfeccionada de la clásica conclusión aristotélica, que consiste en que todo movimiento ha sido causado por un motor previo, razón por la cual no puede haber una sucesión infinita de motores, lo que desemboca en la necesidad de un primer motor inmóvil.
La escolástica -véase la vertiente filosófica del pensamiento cristiano- ha pulido un poco esta teoría aristotélica, a base de separar al creador de lo creado (al artista de su obra de arte, como diría Chesterton), puesto que esta reflexión de Aristóteles nos puede llevar a entender todo como una unidad inseparable, error o falacia conocida por el nombre de panteísmo; corriente que sostiene que todo es dios, dando por hecho que nosotros somos unos apéndices o extensiones de él (y como he dicho, el catolicismo traza una distinción entre el artista creador y su obra de arte). Por esto, goza de mejor tino la segunda vía de Santo Tomás, la de las causas eficientes, esa que precisa todo, al ser el efecto de una causalidad previa, necesita de una primera causa (en vez de un primer motor inmóvil, como abogaba Aristóteles).
La falacia panteísta, cuyo origen se remonta al filósofo presocrático Parménides de Elea, aparte de haber sido desarrollada por Leibniz y Spinoza (cada cual a su manera), entiende que la naturaleza en su conjunto -y todo lo que forma parte de ella- es dios (conformando una unidad, el uno). En primer lugar, esto no es posible porque, como he dicho anteriormente, el universo fue creado de la nada; y, en segundo término, debido a que induce al error de que la ciencia tiene una respuesta para todo; como sostenía Pitágoras, al pensar que, en las matemáticas, reside la explicación de todas las cosas.
Pues bien, esto ha sido desmontado por la mecánica cuántica o indeterminación de Heisenberg. En este sentido, explica Rafael Gambra en su ensayo Historia sencilla de la filosofía que, “según la visión actual de la ciencia, el universo material no es una máquina que funciona con absoluta precisión, con rigor causal, sino que existe cierta amplitud -indeterminación- en su modo de funcionar”. A esto, agrega que “los fenómenos naturales solo son previsibles por procedimiento estadístico (aproximativo), pero no por determinación rigurosa. Y esta contingencia o azar con que hoy aparecen enlazados los fenómenos físicos no es un defecto de nuestro conocimiento, sino un saber positivo”.
El filósofo Karl Popper -a pesar de no ser ni santo, ni de mi devoción- estableció un criterio de demarcación entre la ciencia y la metafísica, a través del cual puso de manifiesto que los estudios científicos son falsables (es decir, su falsedad está abierta a ser demostrada científicamente), a contrario sensu de lo providente, de lo referido a Dios, realidad que no es falsable.
Los acontecimientos vividos durante la primera mitad del siglo XX -una centuria bañada en sangre a causa de las dos guerras mundiales- han provocado que se dejase de endiosar a la ciencia, algo que sí ocurría en épocas pretéritas, como en la moderna, en la Ilustración, y en los albores de la contemporánea, con sus correspondientes racionalismos, empirismos y positivismos. Ortega y Gasset, por ejemplo, se acabó por desengañar de aquel objetivismo científico que, en su primera etapa intelectual, defendía. Ludwig Wittgenstein, verbigracia, se terminó por apear de su cientificismo lingüístico, el cual bebía del atomismo lógico de Russell.
Antes de terminar, me gustaría hacer hincapié en una breve alocución pronunciada por el padre Jesús Silva Castignani a través de un vídeo relativamente reciente. Este renombrado sacerdote ponía sobre la mesa que, si las matemáticas fallasen en un porcentaje microscópico, tanto el mundo como el universo saltarían por los aires. Ante esta realidad, alegó que no concibe que no se produzca ni la más ligera desviación sin que Dios -creador y omnipotente- esté detrás.
A su disertación, agregué, en el apartado de comentarios, que, a esto, cabe sumarle que, en la naturaleza, se producen muchísimos fallos o desviaciones (y de una gravedad letal, además), razón por la cual es inconcebible que, en una naturaleza imperfecta en su funcionamiento, justo se dé la casualidad de que, en lo esencial, no tenga lugar el más mínimo error; y el citado sacerdote me dio la razón con entusiasmo.
Al final, la verdadera sabiduría está orientada da postrarse ante el altar de la humildad, para admitir, junto a Sócrates, que “sólo sé que no sé nada”; y de este modo, no ver más que en Dios la primera causa y el fin último de toda la creación, alumbrados por la lucidez de Santo Tomás de Aquino.
Ignacio Crespí de Valldaura
Fuente de esta noticia: https://www.religionenlibertad.com/opinion/541918478/viejoven-desarma-cientificos-ateos.html
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