En un pequeño local de Tokio, sin lujos en la mesa, el especialista que hoy cumple 99 años, sirve 20 piezas de sushi, una por vez, durante una experiencia breve e inolvidable que muchos están dispuestos a pagar. Se trata del sushi más caro servido por minuto. Incansable y obsesivo, aspira cada día hacer un sushi mejor que el día anterior. Su prestigio internacional y la difícil misión de hacer una reserva.
Jiro Ono es un Shokunin. Así se llama en Japón al artesano dotado que hace exactamente lo mismo cada día de su vida en el más alto nivel persiguiendo la imposible perfección. Los Shokunin son aquellos que tienen devoción por lo que hacen; entendiendo devoción en el sentido de entrega total a una experiencia, de dedicar y reducir su vida a su arte.
Una estación de subte de Tokio ubicada en el subsuelo de un edificio de oficinas. Allí, desde 1965, hay un pequeño local, Sukiyabashi Jiro. Una cocina, un mostrador algo estrecho y lugar para diez taburetes. La decoración es discreta, sin ningún lujo a la vista. A pesar de eso, es uno de los restaurantes de todo el mundo en que más difícil se hace conseguir una reserva. Y, según afirman infinidad de voces mucho más autorizadas en la materia, allí se sirve el mejor sushi del mundo.
Son veinte piezas de sushi. Únicas. Servidas de una a la vez. Veinte pasos.
La experiencia es breve. Entre 20 y 30 minutos. No más. Y cuesta alrededor de 400 dólares. Eso le da otra distinción mundial: el restaurante más caro por minuto de los cinco continentes.
Al frente del negocio, elaborando cada pieza con la dedicación de un orfebre estuvo desde su apertura hasta hace un año, Jiro Ono, el mayor especialista en sushi en el mundo.
Jiro Ono hoy cumple 99 años.
Se dedica a preparar sushi desde los 9 años. Ejerció su oficio, lo perfeccionó, lo convirtió en arte, a lo largo de nueve décadas.
Japón, hace unos años, lo declaró Tesoro Nacional.
En una entrevista que dio después de cumplidos los noventa años mostró su ambición tenue pero persistente: “Yo solo quiero hacer cada día un sushi mejor que el anterior”:
Jiro Ono busca la armonía perfecta entre el arroz, el alga, el pescado y la salsa de soja. Pero sabe que por más alto que haya llegado, por más sofisticadas que sean sus piezas, siempre tendrá margen para mejorar. La búsqueda no se detiene nunca.
Iba al trabajo en tren. Cada día. No faltaba nunca ni se tomaba vacaciones.
Los que trabajan con él deben seguir su ejemplo. Estudiar, practicar, tener mucha paciencia. A algunos los tuvo diez años aprendiendo a usar sus cuchillos. Hasta que no lo sepan sólo pueden observar y limpiar la mesada. Ni siquiera les deja hervir los huevos. Todos a sus alrededor van absorbiendo sus modos, sus enseñanzas e, inevitablemente, su obsesión. Y Ono se relaciona con aquellos que comparten ese rasgo con él: los que no pueden pensar en nada más que en su especialidad, en su oficio ya sea que pesquen langostinos, vendan arroz o consigan los pulpos.
Conocido por los especialistas, mención obligada (aunque inútil por la extrema dificultad para realizar una reserva) en todas las guías de viaje, mencionado en cada lista del mejor sushi del mundo, la historia de Jiro Ono se masificó gracias al estreno del documental Jiro Ono: Dreams of Sushi del director David Gelb. La película narra la historia de Ono y muestra cómo su día está consagrado a la preparación de la mejor pieza de sushi, cómo persigue, casi absurdamente, la perfección.
En un momento del documental, con música Mozart de fondo, hay primeros planos de las piezas. Se las ve sublimes, relucientes, inigualables: abren el apetito. Parecen tomas fáciles de hacer para un director con cierto oficio, pero David Gelb contó que fue una de las partes más complicadas del documental. Por un lado, él quería que quedara registrada la magnificencia de cada creación del japonés, hacerles justicia. Por otro lado una exigencia inflexible de Jiro Ono: debía captar las piezas en el preciso momento en el que estaban listas para ser comidas, apenas las terminaba él, cuando tenían la temperatura y la consistencia exactas, las imaginadas por él, antes que fueron corrompidas –como casi todo- por el tiempo.
Cuando a Gelb le preguntaron qué tal era el sushi de Ono respondió: “Si mientras está comiendo se te cae un grano de arroz al piso, vas desesperadamente detrás de él, lo levantás y te lo comés. No podés desperdiciarlo. Así de rico es”, contestó el director.
Cuando Barack Obama llegó a Japón en visita oficial en el 2014, la primera actividad oficial que le organizó el primer ministro Shinzo Abe fue una visita a los Jiro Ono. Al salir, el presidente norteamericano se mostró asombrado por la comida que había probado. Eso sí: Jiro no cambió sus modos por la importancia del comensal que tenía enfrente. La velada fue breve como todas las demás en el Sukiyabashi Jiro. Y Ono se mostró tan impasible y poco propenso a las bromas y a la diplomacia como de costumbre, reconcentrado en su tarea. Por supuesto el menú fue el habitual, sin ninguna modificación especial por la importancia del visitante. Eso es bastante razonable: él cocina cada vez al límite de sus posibilidades, a cada uno de sus clientes le da lo mejor (que siempre es un poco mejor que el día anterior).
Se puede adaptar el dictum de René Lavand y en vez de decir no se puede hacer más lento, el lema de Jiro Ono podría ser no se puede hacer más perfecto (aunque lo seguiré intentando).
Desde el mundo industrial los japoneses popularizaron un concepto: Kaizén. Es un proceso de mejoras continuas, basado en acciones simples, metódicas y nada espectaculares y que implica a todos los involucrados en el proceso. Tal vez, Jiro Ono no utilicé esa palabra pero su método tiene mucho de Kaizén. Cada uno de sus trabajadores se convierte en especialista en lo que hace y sus proveedores son los mejores del rubro. Él, por ejemplo, masajeaba el pulpo media hora antes de cocinarlo para que quedara más tierno; luego descubrió que si lo hacía por 40 minutos la pieza quedaba todavía más rica y más suave.
Un célebre chef luego de comer el sushi de Ono (y de haber esperado durante meses por un lugar) dijo que era el arroz más exquisito que había probado en su vida: “Ese arroz fue como comer nubes”.
Yoshikazu, su hijo mayor, parte cada madrugada en bicicleta hacia el mercado de Tsukiji en busca del pescado fresco. Elija cada pieza con meticulosidad, parece un entomólogo. No puede haber ni un error y la calidad de la materia prima debe ser insuperable: atún, camarones, pulpos, anguilas.
A Jiro Ono lo sucede su hijo mayor, al que preparó e hizo esperar durante cuarenta años. Pero en Japón están preocupados porque se están quedando sin shokusans, esos artesanos ancianos que han dedicado toda su vida a perfeccionar lo que hacen. Las nuevas generaciones no se dedican exclusivamente a una actividad y dedican más tiempo al esparcimiento. Dicen que su cultura de esta manera se resiente y que muchas tradiciones se perderán por siempre. Los tiempos cambian.
Takashi, su hijo menor, tiene su propio restaurante en otra zona de Tokio. Se independizó debido a que el de su padre será heredado por el hermano mayor. Fue distinguido también con una estrella Michelin. El lugar es pequeño y está amoblado igual que el de su padre, la única diferencia es que está puesto como en espejo. No se trató de un error del arquitecto. La razón es que mientras Takashi es derecho, Jiro Ono es zurdo.
La guía Michelin desde el primer año que calificó en Japón se rindió ante Jiro Ono. Le dio tres estrellas. A todos le pareció una decisión razonable.
Unos meses antes de la pandemia, Sukiyabashi Jiro perdió sus tres estrellas. No se trató de que el anciano ya no cocinaba tan bien como antes o que el arroz alguna vez se pasara. La guía con sus estrictos criterios no distingue a restaurantes cuyo sistema de reservas no sea abierto. Por más difícil o por más tiempo que haya que esperar, cualquiera tiene que tener que poder, con paciencia, reservar un lugar. Ahora en Sukiyabashi Jiro sólo se consigue sitio en uno de los 10 taburetes a través de la conserjería de un hotel exclusivo, por recomendación de habitués o algún contacto.
Alguna vez le preguntaron a Anthony Bourdain cómo le gustaría morir. Respondió que en Sukiyabashi Jiro. Solo, sin nadie más en el restaurante que el maestro Jiro Ono. Dijo que quería comer esa veintena de piezas, como se come allí: rápido. Y saborear en su boca el arroz perfecto, el alga con la consistencia exacta y el pescado con la temperatura ideal. Bourdain aclaraba, eso sí, que desobedecería al viejo Ono, a riesgo de hacerlo enojar: no tomaría esas bebidas a base de arroz que sirve él, sino el sake más caro y sofisticado que encontrara. En ese artículo del diario inglés The Guardian, Anthony Bourdain terminaba diciendo que en esa situación hipotética una vez que comiera lo último que Ono le brindaba –por lo general el tamago- y mientras agradecía, todavía masticando algo del huevo esponjoso, y se dirigía a la puerta, si querían podían dispararle en la nuca. Su último pensamiento, dice, sería que esa noche, en todo el planeta, nadie comió tan bien como él. Podía, entonces, morir en paz.
Por Matías Bauso / Infobae
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