

Columnista de Opinión: DR. Carlos Fajardo
@CarlosFajardila «Fastidiardo»
En todo el mundo sobran los ejemplos de gobernantes, muchos de ellos “de facto”, que hacen de sus periodos ordalías de sangre, intentan desaparecer la discrepancia haciendo uso, de un lado, de la violencia verbal y escrita con el aparato de comunicaciones y propaganda que incluye a la prensa afín al sátrapa de turno y no ahorran esfuerzos para denigrar, señalar y satanizar al que piensa diferente y, de otro lado, de un aparato represivo criminal que no escatima esfuerzos, torturas ni infamias para acabar físicamente con los adversarios y contradictores.
América Latina ha sido especial laboratorio de toda clase de canallas, generalmente de derecha, sin olvidar a algunos que se autoalinean de “izquierda”, que en su delirio mesiánico y narcisista le han apostado al unanimismo, al adocenamiento, al adoctrinamiento, a la compra de conciencias, al envilecimiento de la prensa, a la restricción de los derechos de los más en favor del incremento de los privilegios de unos pocos, a la perversión y manipulación de los procesos electorales.
Europa tampoco ha sido ajena a esta clase de agobios. Baste mencionar Franco en España, a Ceaucescu en Rumania, como ejemplos de una también larga lista de infames.
De esa clase de gobernantes ha sido especialmente rica la historia de Colombia en sus doscientos y pico años de historia republicana.
Durante esa tortuosa y difícil historia nuestra no han faltado ni los tiranos ni las guerras civiles que han dejado, a lo largo de nuestra existencia como país, una larga, dolorosa y amarga cicatriz de sangre, odios irreconciliables, caudillismos, intolerancia, clasismo y discriminación con su correspondiente complemento en miseria, hambre y enfermedad que han hecho de Colombia uno de los países más violentos, más inequitativos y más corruptos del orbe.
Luego de muchas revelaciones dolorosas e indignantes acerca del papel de esas figuras no falta, sin embargo, la heredera de una familia, cuyo rastro de sangre se pierde en la historia, que sale a exigir respeto por la memoria de sujetos como el Carnicero Valencia, el mismo que tuvo un decisivo papel en la aparición de uno de los movimientos guerrilleros más
longevos que protagonizó uno de los enfrentamientos más feroces, desgastantes y duraderos de nuestra historia, al ordenar el bombardeo indiscriminado de asentamientos campesinos en Marquetalia.
Pero no es el único caso, en Colombia hay muchas más figuras que harían palidecer al mismo Pinochet. Ahí tenemos en primera fila a Laureano Eleuterio Gómez, el Monstruo o el Basilisco, caudillo conservador, admirador y seguidor de los principios del nacional socialismo, antisemita, racista, uno de los más activos y conspicuos instigadores de la Violencia de mediados del siglo XX, escenario de masacres y crímenes de lesa humanidad justificados tan sólo en la confesión política de sus enemigos liberales.
Mientras que en otros países, como Chile y España, a medida que pasa el tiempo se decanta la información sobre lo abyecto e infame de individuos como Franco o Pinochet y, sin embargo, aun así, siguen apareciendo, conocido su hortoroso prontuario, algunos que manifiestan sin rubor su admiración por esos dos protervos asesinos, en Colombia, pese a las revelaciones escandalosas de la prensa independiente, de la justicia reparativa y de la Comisión de la Verdad, todavía hay quienes respaldan a ultranza a esas figuras y se entregan con pasión a la defensa del cuestionable legado de Álvaro Uribe Vélez.
Con justa razón muchos se indignan, otros tantos se avergüenzan, parece sorprendente, pero ¿cómo sorprendernos de ese fervor en un país como el nuestro, con una población tan manipulable, donde campea la pobreza, la mala calidad y difícil acceso a la educación y donde todavía se cuentan por miles los que admiran al controvertible y cuestionado Álvaro Uribe?
Por más que se esforzó, y no cabe duda que lo hizo, ni siquiera Pinochet en su más oscura y sangrienta época, torturó, desplazó, asesinó ni desapareció a tantos.
Zonas feraces convertidas en camposantos a cielo abierto donde reposan los huesos de sus masacrados dueños que se negaron a abandonar sus parcelas o a venderlas a precio de huevo a los agentes paramilitares de los grandes terratenientes y ganaderos que los financiaban y se beneficiaban del despojo.
Ríos caudalosos convertidos en sentinas sangrientas donde se pudrían desmembrados los cadáveres de campesinos asesinados.
Las cuentas macabras de los crímenes de Estado en Colombia, presunto “bastión de la democracia”, son con mucho muy superiores a las de Chile, España u otros países que sufrieron sangrientas dictaduras. Lo que allá fueron miles, acá fueron, son y siguen siendo millones…
Aquí se orquestó desde el alto gobierno el asesinato sistemático de miles de miembros de la Unión Patriótica, movimiento de izquierda, con la criminal participación de elementos del narcotráfico que se aliaron con las fuerzas tenebrosas detrás de ese genocidio.
Aquí se dio de baja con complicidad de figuras rutilantes de la política criolla, a líderes de partidos tradicionales que se opusieron a la expansión del narcotráfico y denunciaron la infiltración de los capos en sus partidos y en los cuerpos colegiados del legislativo y la justicia del país.
En los crímenes de estado, las masacres y desapariciones de tinte político de los últimos veinte años se señala en forma insistente a Álvaro Uribe Vélez como uno de sus más crueles, mendaces y protervos instigadores.
En su contra obran varios centenares de investigaciones engavetadas en la Comisión de Acusaciones, la detención, investigación, condena y encarcelamiento de varios de sus alfiles y socios políticos en su oscura historia y los hechos revelados en el marco de estos procesos, todas ellas fuentes fidedignas que sirven de soporte a esas acusaciones, las que ha eludido con una mezcla de mesianismo, cinismo y rastrera truculencia, un discurso edulcorado y melifluo en el que, en últimas, recaba en la bondad de sus intenciones y el engaño malicioso de sus “buenos muchachos” y “gente bien”, argumentos que en un tiempo vinieron conocerse con el mote de “teflón”, claramente respaldado por su poder nominador y el acceso sin restricciones a los presupuestos públicos.
Disentir de Uribe no ha sido un camino de rosas: La represión, el señalamiento, la satanización de sus contradictores ha sido la constante. Aún así pululan en las paredes grafitis en los que se enumeran los crímenes cometidos por fuerzas del estado bajo el liderazgo del protervo caudillo con la pregunta ¿Quién dio la orden?…
En una reciente aparición de Uribe en Medellín intentó confrontar y responder a unos muchachos que, como en todas las partes a donde llega, le recriminaba por sus antecedentes y las sospechas que sobre él insistentemente recaen. Álvaro Uribe Vélez, en forma desafiante, los increpó aceptando que él había dado la orden de realizar la tristemente célebre “operación Orión”.
Esta acción comando que se llevó a cabo durante su primer gobierno y buscaba, según su discurso, la “pacificación” (a lo Pablo Morillo) de la comuna 13 de Medellín, se ejecutó entre el 16 y 17 de octubre de 2002 y en ella Héctor Abad Colorado retrató a miembros de las autodefensas acompañadas de efectivos del ejército. Al final de la misma quedaron como saldo 70 muertos, 200 desaparecidos y más de 2.000 desplazados.
“Yo di la orden” gritó con fiereza el determinador de la violencia de estado, el padre del paramilitarismo, y de inmediato se arrogó, como siempre, buenas intenciones, omitiendo decir que esa orden se acató a sangre y fuego, arbitrariamente, violando derechos y afectando inocentes.
“Yo di la orden” nos fustiga con esa confesión hecha con furia, pareciera que se enorgulleciera de eso, como cuando de cara a un país estupefacto aseguró que los muchachos asesinados por el ejército “no iban a recoger café”.
¿Bastará esa confesión para que la JEP lo cite?
“Yo di la orden” y la herida, sanada en falso positivo, vuelve a abrirse como una aberrante flor y empieza a exudar el dolor purulento y la indignación opresiva que se apodera de nuestro juicio y de nuestra voluntad y provoca un grito desgarrador que explota pulverizando nuestras entrañas: #UribeParacoHijueputa
“Yo di la orden” escupe el imputado en la cara de quienes no esperaban la explosiva confesión de un tirano acorralado por los reproches y las culpas.
La operación Orión ordenada, como recientemente lo confesó de viva voz, por un Alvaro Uribe «Pacificador» y émulo de Pablo Morillo, es la prueba incontestable de que las órdenes de este sujeto eran de cumplimiento obligatorio tanto para el ejército como para el bloque Cacique Nutibara.
La controversia en torno a esos luctuosos y vergonzosos hechos pone en evidencia qué tan lejos estamos aún de una reconciliación que nos permita trabajar fraternalmente como nación, recuperar la viabilidad de esta sociedad atomizada por los privilegios, la impunidad y la injusticia.
Las discusiones violentas en los medios de mayor accesibilidad como las redes sociales demuestran qué tan difícil es la labor de quienes están luchando por la ilusión de una Paz Total y no una paz a pedacitos, mucho más vulnerable e inestable.
El odio que se destila en los mensajes cruzados en redes sociales es un obstáculo difícil, pero no imposible, de sortear…
