El país atraviesa un doloroso y delicado momento luego del magnicidio de Fernando Villavicencio. Resulta irresponsable que ahora otros movimientos busquen, dejando a un lado todo escrúpulo, construir relatos de asesinatos políticos como si de una burda competencia se tratara.
Los ecuatorianos tenemos una larga y vergonzosa tradición de manipular, con fines políticos, muertes trágicas. En más de una ocasión se ha intentado, algunas veces con éxito, convertir en crimen de Estado las arbitrariedades de individuos que actuaron a título personal. A partir de muertes accidentales, se han tejido relatos sobre supuestos asesinatos políticos que nunca existieron.
Lamentables hechos delictivos, con antecedentes unas veces innobles y otras simplemente azarosos, se usaron como materia prima para teorías conspirativas descabelladas. No hay fuerza política, ideología o caudillo que haya estado, en tiempos recientes, a salvo de deleznables ataques de ese tipo.
Sin embargo, en estos momentos el país no puede darse el lujo de sumergirse en consecuencias apresuradas. Las motivaciones políticas detrás del asesinato de Villavicencio resultan evidentes, pero ello no significa que, a partir de hoy, sea justo atribuirle, automáticamente, la misma condición a diferentes muertes. Hacerlo significa avivar, en el peor momento, la antojadiza creencia de que el país se desliza hacia una conflagración política sin cuartel. Semejante idea solo beneficia a aquellos actores nocivos y retorcidos que, en el fondo, no creen que el país pueda encontrar soluciones consensuadas.
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