Bruce McArthur era un hombre de familia común y corriente hasta que en 1997 se separó de su esposa y salió del closet. Se mudó a Toronto y llegó a trabajar como Santa Claus en un centro comercial. Comenzó a frecuentar el ambiente gay y allí comenzó una despiadada cacería de hombres, a los que estrangulaba, descuartizaba y enterraba en las casas donde se empleaba como jardinero.
Es él. Él mismo, dormido en manos de su depredador. Dos trozos de cinta adhesiva le cruzan los ojos y tiene una capucha negra en la cabeza. La mano de quién hace clic, una y otra vez clic, aparece apoyada en un tubo que aprieta sobre su garganta.
Las imágenes que un detective acaba de poner sobre el escritorio no dejan lugar para ninguna duda. Estuvo a punto de morir, pero aquí está, vivo y mirándose anestesiado. Esta foto, le explican, estaba en la computadora de Bruce McArthur.
Sean Cribbin escucha a los agentes y sus voces le llegan como desde lejos. Es absolutamente consciente de que hoy estaría enterrado, por pedazos, en las macetas del balcón de ese hombre siniestro, si no fuera porque los milagros existen.
La confesión de Bruce
Thomas Donald Bruce McArthur nació el 8 de octubre de 1951, en Argyle, Canadá, y se crió con su familia en una granja. Su madre era una irlandesa católica y su padre un presbiteriano escocés profundamente conservadores. Llegaron a tener diez hijos, entre biológicos y adoptados, y a todos los educaron creyendo en Dios sin la posibilidad de ningún cuestionamiento.
Bruce desde muy joven se dio cuenta de que su orientación homosexual debía ser reprimida. Intentaba ocultarla sin mucho éxito porque su padre, cada vez que detectaba un rasgo femenino en él, se burlaba.
Comenzó a considerar que ser gay era algo anormal así que se puso de novio con una chica de su colegio llamada Janice Campbell.
En 1974, con 23 años, se casaron y tuvieron dos hijos. Eran la fotografía de una familia tradicional.
Trabajó haciendo de todo. Fue vendedor en un shopping, representante de una compañía textil y agente comercial de un negocio de medias. Cumplía con lo que se esperaba de él y concurría con regularidad a la Iglesia. Pero su atracción hacia los hombres seguía más vigente que nunca. Un día se animó, en el más estricto secreto, a tener sexo con hombres. Corrían los años 90.
Doce meses después de haber iniciado esa vida oculta, Bruce le contó lo que le ocurría a su mujer Janice. Para su sorpresa, ella no hizo ningún escándalo, ni lo echó de su casa. De alguna manera, aceptó la doble vida de su marido mientras intentaban superar sus dificultades económicas.
Nada funcionó y, en 1997, se separaron y Bruce se mudó a la ciudad de Toronto.
Violencia asoma
Una vez en la gran ciudad Bruce dio rienda suelta a todas sus fantasías. Empezó a frecuentar el barrio gay y se puso de novio con un hombre por primera vez. Había salido del clóset y vencido los prejuicios. Las cosas parecían haberse encarrilado. Pero no fue así. La mente de Bruce tomó por un desvío oscuro.
El 31 de octubre de 2001, la noche en que se celebraba Halloween, la violencia de Bruce asomó de una manera brutal. El actor y modelo y estudiante de enfermería Mark Henderson estaba entrando a su edificio donde vivía en la planta baja. Está por cerrar la puerta cuando ve a un hombre, Bruce McArthur, que se acerca. Mark cree que se dirige al edificio de oficinas del complejo y lo deja pasar. Bruce entra y le tira una pregunta, ¿qué piensa hacer en Halloween? Mark contesta alguna vaguedad mientras sostiene la puerta y clac. Apenas esta se cierra, y mientras él todavía está de espaldas, Bruce descarga con fuerza una barra de metal en su cabeza. Y continúa golpeándolo con furia. Mark sabe que pelea por su vida. Interpone su mano para esquivar los golpes. Siente cómo se quiebran los huesos de dos de sus dedos. Cae casi desmayado y desde el piso consigue patearlo con fuerza con sus dos piernas. Bruce trastabilla hacia atrás y eso le da tiempo a escabullirse y meterse aterrorizado en su departamento para llamar al 911. Segundos después Bruce lo alcanza y le ruega que no le diga a la policía lo que ha pasado. La sangre le impide ver, pero Henderson tiene un largo candelabro agarrado para defenderse del monstruo. No va a morir sin dar batalla. Bruce se da a la fuga.
La policía llega y entiende y ve lo que quiere entender y ver: una violenta pelea entre dos gays en un día festivo.
Mark Henderson es derivado al hospital. Unas horas más tarde el mismo Bruce se entrega a la policía. Los peritos psiquiátricos que lo estudian dicen que ven en él un bajo riesgo de reincidencia. Es condenado a 729 días de prisión, pero luego la pena le es conmutada por un año de arresto domiciliario.
Hoy sabemos que esos psiquiatras no habían dado en el clavo. Ni cerca.
La justicia conminó a Bruce, de manera preventiva, a que durante diez años no consumiera medicamentos sin receta, no portara armas y no concurriera a bares gays.
El tiempo pasó y se cree que él cumplió. En el año 2014 la justicia borró su historial criminal. Nada ha pasado aquí. La vida es una hoja en blanco para él.
El inofensivo Papá Noel
Bruce retomó su existencia. Buscó trabajo como jardinero y paisajista en las zonas de Leaside y Mallory Crescent. Creó su propia empresa a la que llamó Artistic Designs y consiguió clientas mayores y ricas para quienes Bruce era un ser bueno, amable, generoso.
Una de ellas, Karen Fraser, dueña de una de las propiedades que el asesino utilizó como cementerio, expresó: “Era un buen hombre que parecía muy feliz con las decisiones que había tomado en la vida (…) Nunca lo vi perder los estribos con nadie (…) Era una persona alegre y graciosa que te hacía reír con sus historias”.
En esta nota, como verán, no hay visionarios. O, quizá, era que Bruce representaba su papel a la perfección. Tan inofensivo parecía que el centro comercial Agincourt, en el barrio de Scarborough de las afueras de Toronto, lo invitó para interpretar a Santa Claus (nuestro Papá Noel). Disfrazado de rojo, con gran barba, sonreía. Clic. Clic. Clic. Todos los niños se desesperaban por sacarse fotos con él.
Nadie en su entorno laboral sabía del otro Bruce, del que estaba registrado en aplicaciones como Grindr, Grwolr o Silverdaddies y frecuentaba el Village en busca de ocasionales parejas homosexuales. Menos podían sospechar de su faceta de asesino brutal.
Sus ayudantes, en su empresa de jardinería, solían ser hombres de ascendencia asiática, sin mucha familia ni domicilio fijo o casados que se ocultaban para poder llevar una doble vida. A todos los unía algo: la vulnerabilidad. ¿Quién iba a denunciar su desaparición? Si todo era secreto, ¿quién sabía algo de ellos? También los escogía a su gusto. Le atraían aquellos con rasgos masculinos a los que se los suele describir en el ambiente homosexual como “osos”. Buscaba, con especial atención, a aquellos que querían experimentar las prácticas sexuales de dominación, sumisión, sadismo y sadomasoquismo (BDSM).
La cacería humana
Bruce McArthur inició su gran cacería humana el 6 de septiembre de 2010 y el elegido fue un empleado suyo.
Skandaraj “Skanda” Navaratnam, de 40 años, provenía de Sri Lanka, y no tenía familia en Canadá. Había comenzado a trabajar en el negocio de jardinería de Bruce poco tiempo antes. El hombre, simplemente desapareció de la faz de la tierra para el resto. La última vez que lo habían visto con vida había sido saliendo del bar Zipperz. En Facebook, él y Bruce eran amigos.
El crimen no calmó su sed perversa. Cebado, el homicida, volvió a matar ese mismo año, el día de los Santos Inocentes: 28 de diciembre.
Su segunda víctima fue el inmigrante afgano llamado Abdulbasir “Basir” Faizi (42). Su auto fue encontrado cerca de un barranco en Beltline Trail, pero de él no hallaron ni un solo rastro. ¿Dónde podía estar? Nadie lo buscó demasiado. Tiempo después su familia descubrió en su computadora que iba con frecuencia al Gay Village y que tenía descargadas varias aplicaciones para citas. Su mujer consideró que él la había abandonado con sus dos hijas pequeñas y la policía creyó que Basir solo había ido en busca de una nueva vida.
El tercer desaparecido fue otro afgano refugiado, de 58 años, llamado Majeed “Hamid” Kayhan. Divorciado y con un hijo, se esfumó el 18 de octubre de 2012.
Ante las repetidas desapariciones la policía creó un grupo especial al que llamaron Proyecto Houston.
La primera conexión que hicieron fue que todos eran inmigrantes solitarios que frecuentaban la zona gay.
Bruce McArthur, por ser el jefe de uno de ellos y andar por esos mismos barrios, estaba en la lista de personas de interés para interrogar. El jardinero negó cualquier vínculo sentimental con esos hombres y ¡listo! Nunca fue tratado como un sospechoso, parecía un tipo trabajador y normal. Los detectives carecían de olfato. Todavía los antecedentes penales de Bruce, aquellos golpes que le había dado a Henderson en la cabeza, no se habían eliminado. De haberlos consultado, lo habrían atrapado. Pero lo obvio no ocurrió y el asesino siguió suelto, sin rienda.
El falso caníbal
En 2012 la detective Debbie Harris, quien trabajaba justo en la zona del Village de Toronto y en el equipo Houston, recibió una llamada desde Berna. Era un detective que había encontrado un sitio web sobre canibalismo llamado Zambian Meat. Online había estado chateando con un miembro del sitio que vivía en Toronto. Este sujeto que respondía al usuario llamado Chefmate50 le había dicho que había secuestrado, asesinado y comido a un hombre de piel marrón que había conocido en la zona del Village. El detective suizo pensaba que esa víctima podía ser Skandaraj “Skanda” Navaratnam. Debbie Harris consiguió los mails de ese usuario y descubrió horrorizada que le había escrito a hombres de todo el mundo diciéndoles cómo quería torturarlos y comerlos. Llegaron hasta James Brunton, un hombre casado, con una hija, y que vivía en Ontario. No tenía antecedentes penales, trabajaba en un estadio de hockey y era voluntario en una línea telefónica de asistencia a suicidas.
Debbie sabía que los desaparecidos eran tres y todos eran de características similares. Pero no había cuerpos… ¿Qué pruebas tenía para atrapar a un supuesto caníbal en serie como Brunton?
Investigaron durante meses y se introdujeron en su casa, en su cabaña de montaña y en su mail. El tipo resultó ser un pedófilo que filmaba desnudos a los jugadores de hockey, un distribuidor de pornografía infantil y un fantasioso perverso que soñaba con el canibalismo. Fue condenado por sus delitos, pero no era el responsable de aquellas desapariciones.
Habían perdido más de dos años con el falso caníbal cuando volvieron las desapariciones.
Otra ronda de crímenes y un paso en falso
Bruce, por su parte, se sentía muy bien: su método funcionaba. Entre agosto de 2015 y abril de 2016 mató a tres hombres más. Su cuarta víctima fue Soroush Mahmudi. Era casado y había llegado desde Irán. La quinta, resultó ser un refugiado tamil de 37 años, Krishna Kumar Kanagaratnam, cuyos amigos supusieron que estaba escondido por miedo a ser deportado. El sexto en evaporarse fue el inmigrante ilegal Dean Lisowick (43). Dean era un tipo solitario que vivía en distintos refugios de la ciudad y no confiaba demasiado en nadie. Sin embargo, confió en el personaje equivocado.
Envalentonado, por fin, Bruce, dio un paso en falso. Fue ese mismo año. Estaba con un amante ocasional con quien iba a tener sexo en la parte trasera de su camioneta, estacionada en un parking. Le pidió al hombre que se recostara de espaldas sobre un abrigo de piel que había dispuesto, pero la víctima, desconfiada, notó algo raro: la camioneta estaba forrada enteramente con plásticos. Recordó los casos y entró en alerta. Bruce McArthur captó su temor y lo agarró de las muñecas para retenerlo. La víctima vio en esos ojos una horrible expresión de enojo. Bruce intentó estrangularlo con sus manos, pero el joven peleó y logró escapar. Llamó a la policía.
Sin embargo, la discriminación se hizo presente otra vez. Subestimaron el asunto y consideraron que lo ocurrido era solo una pelea entre gays. El policía a cargo ni siquiera tomó imágenes de las lesiones de la víctima y Bruce no fue acusado de nada.
A pesar de que casi había sido atrapado, la sensación de poder de Bruce estaba en su apogeo.
El 15 de abril de 2017 el jardinero volvió a atacar. Selim Esen, de 43 años, un ciudadano turco sin domicilio fijo, cayó bajo sus garras. El 26 de junio del mismo año, Bruce fue por su octava víctima: Andrew Kinsman (49), un conocido camarero de la zona gay, un importante activista LGBQT que, además, había trabajado mucho en la fundación de la ciudad que se ocupaba de la gente con SIDA.
Bruce había roto el patrón de sus crímenes. Este tipo no era alguien a quien no buscarían. ¿Quería ser detenido o simplemente había subido su apuesta?
El perfil de Andrew era demasiado alto, su ausencia no pasaría desapercibida. Dos días después, sus amigos ya estaban buscándolo. Su hermana Patricia Kinsman le dijo preocupada a las autoridades: “Él jamás dejaría solo a su gato, ni dejaría su trabajo desatendido. Además, no sacó la basura…”. En esta ocasión la policía se dispuso seriamente a investigar.
La víctima que esquivó a la muerte
Sean Cribbin, un maestro de jardín de infantes, había llegado a Toronto hacía cinco años y era gay, pero eso era algo que ocultaba a su familia. Como todos los demás desaparecidos, era originario de Oriente Medio y estaba casado. Con Bruce se conocieron a través de una app de citas donde el asesino en su perfil se hacía llamar “Silver Fox” (zorro plateado) y se describía como un “papi de cuero” al que le gustaba llevar las cosas sexuales al límite. Eso fue lo que más atrajo a Sean.
La primera cita que concertaron fue para el mes de mayo, pero Sean se quedó dormido y el encuentro se pospuso para julio de 2017.
Cuando llegó el día, Bruce ya había matado dos veces más (a Esen y a Kinsman). Pasó a buscarlo con su camioneta. Al subir Sean le comentó sobre las desapariciones frecuentes en el área. Bruce no dijo nada. Subieron a su departamento en Thorncliffe Park. Iba a ser un encuentro de sexo duro. Habían hablado de practicar BDSM. Luego de consumir ácido gama-hidroxibutírico (GHB o mal llamado éxtasis líquido, una sustancia depresora anestésica), Bruce le puso unas esposas y lo encadenó a la cabecera metálica de su cama. La víctima recuerda haberlo visto parado, mirándolo fijo… Luego, dice, su mente se esfumó: “Quedé apagado unos veinte minutos”.
Bruce le colocó cinta adhesiva en los ojos y, en la cabeza, una capucha negra sin ningún agujero. Sean estaba agobiado, le costaba respirar, pero no pudo quitársela, la droga había hecho efecto. Su captor le tapó la boca con más cinta y se sentó sobre su pecho. El ritual comenzaba y Bruce McArthur iría por su novena víctima, pero la súbita aparición de la persona que convivía con Bruce en el departamento cambió los planes del homicida.
Sean terminó yéndose a su casa medio inconsciente, no recuerda nada de ese trayecto, con la sensación de haber tenido una pésima experiencia. Nada más que eso. No lo supo entonces, pero se había salvado por un pelo. Y, ahora, estaba viendo esas fotos desplegadas por la policía y de las que no tenía conocimiento. Su anfitrión no había podido llevar a cabo aquello que tenía planificado para él: estrangularlo, descuartizarlo y ocultarlo en sus grandes macetas. Sean le recordó a los investigadores un detalle tétrico: el asesino tenía como foto de perfil en la aplicación una imagen vestido como Santa Claus. Eran las que le habían sacado en el centro comercial. Un Papa Noel asesino a quien los ingenuos padres le entregaban voluntariamente sus hijos para posar en instantáneas. Clic. Clic. Clic. Fotos de alegría. Clic. Clic.Clic. Fotos de muerte.
La camioneta roja
Mientras Sean se había salvado sin saberlo, la comunidad gay de la ciudad estaba aterrada y criticaba el accionar inútil de la policía. La presión se hizo sentir y las autoridades crearon otro equipo de trabajo al que llamaron Proyecto Prisma. Ese team se dedicaría en forma exclusiva a resolver las desapariciones de los últimos siete años. El líder del equipo sería el detective David Dickinson quien ya llevaba en el departamento de homicidios cinco años.
Empezaron de cero. Hicieron rastreos telefónicos masivos y buscaron con seriedad en las redes sociales.
Fueron al departamento de Andrew Kinsman. Fue clave. Todo parecía estar detenido en el tiempo. En la habitación donde estaba su computadora había un almanaque colgado en la pared. David miró el 26 de junio, el día de su desaparición… Allí estaba escrito 15 horas BRUCE. ¿Quién era Bruce? Era la mejor pista.
La segunda pista importante que consiguieron tuvo que ver con las imágenes de tres cámaras callejeras que estaban ubicadas en la zona del departamento de Andrew. David revisó el día y la hora clave. Se veía una camioneta Dodge Caravan roja, modelo 2004, estacionada en frente del edificio. A las 15.07 en la filmación apareció Andrew -quien medía 1.95- quien se subió al vehículo. Nunca más lo habían vuelto a ver.
Tenían un nombre de pila y la marca del auto. Se pusieron a bucear. Había 6.181 Dodge Caravan rojas en Toronto, pero solamente cinco estaban registradas bajo el nombre de Bruce y solo un Bruce tenía un modelo 2004. Su dueño tenía el apellido McArthur y era un jardinero afable de 67 años. Observaron un detalle: ese hombre había recibido un indulto por una condena de 2003.
Un miembro del equipo recordó algo más: lo había entrevistado en 2013. Le había dicho que conocía a la primera víctima y se había ofrecido para ayudar. Demasiadas coincidencias.
Lo empezaron a seguir de cerca a Bruce McArthur, sin que él lo supiera.
Pidieron los videos del enorme complejo donde vivía Bruce McArthur, en el piso 19: querían comprobar si en las imágenes se lo veía con Kinsman. No tuvieron suerte. Esas grabaciones habían sido borradas.
Vigilaban a Bruce quien tenía una aburrida rutina, iba y volvía del trabajo a las mismas horas. Nada especial. Salvo que, por esos días, cambió de auto. La camioneta roja había desaparecido y, ahora, se movía en otro vehículo.
El equipo de Prisma se abocó a encontrarla. Fueron a todos los cementerios de autos. Cuando llevaban días de búsqueda, la Dodge Caravan apareció. Le faltaban las ruedas y las moscas sobrevolaban el baúl abierto. Las alfombras se notaban muy manchadas y sucias. Llamaron a los peritos y se tomaron muestras. Iban a buscar el ADN de Kinsman.
Trofeos y rescatando a John
El laboratorio no demoró mucho en confirmar sus sospechas: la sangre de Andrew Kinsman estaba ahí. Era una muestra del tamaño de un dedo meñique. Necesitaban más para un arresto por asesinato. Pusieron un dispositivo de rastreo en el auto de McArthur y consiguieron permiso judicial para ingresar en su departamento mientras él estuviera trabajando. Entraron y vieron guantes de látex, sogas, una barra de metal, cinta adhesiva… ¿podían ser elementos para sus sesiones sexuales osadas? Además, clonaron su computadora. El equipo técnico no consiguió demasiado al principio. Había muchos metadatos borrados y recuperar las fotos llevaría mucho tiempo. Pero la búsqueda terminó dando frutos: de pronto uno de los técnicos pegó un salto. Había encontrado imágenes de hombres que parecían muertos. Uno de ellos era Selim Esen. También se veía en las imágenes un cuadrilátero de hierro plateado que se desplegaba sobre la pared y hacía las veces de cabecera de la cama, una almohada amarilla, la barra con la que había apretado la cuerda sobre el cuello de Selim.
Con la prueba obtenida más los indicios que ligaban a este sujeto a cinco de las desapariciones fue suficiente para que el juez, a comienzos de enero de 2018, diera la orden de arresto si los agentes veían que Bruce se encontraba a solas con una posible víctima.
Y así ocurrió. Uno de esos días en los que lo tenían estrechamente vigilado, Bruce McArthur recogió en la calle a un hombre identificado como John y lo llevó a su departamento. La policía entró en acción rápidamente. Entraron al complejo de departamentos y de todos los ascensores solo uno estaba funcionando. Estaban frenéticos por llegar al piso 19. Alcanzaron la puerta sin aliento y golpearon con la orden judicial en la mano. Primero silencio, luego alguien dijo: ¿Quién está ahí?. Entraron. Mientras uno esposaba a McArthur por las muñecas y le leía sus derechos; los otros, fueron directo al dormitorio. Allí encontraron a un hombre atado con cadenas al cabezal de la cama. Tenía los ojos vendados, pero estaba sano y salvo.
Como en las películas con finales felices, habían impedido lo que iba a ser su noveno crimen.
En el disco rígido de la computadora de Bruce McArthur estaba todo lo que faltaba. Cómo había asesinado a sus víctimas y cómo jugaba con ellas. Encontraron ocho carpetas prolijamente numeradas. Había fotos de ellos con vida y, también, de sus cuerpos. Luego de estrangularlos, procedía a afeitarles la cabeza y la barba. Todo el pelo lo recogía prolijamente en bolsas herméticas de cocina. Con algunos cadáveres posaba con cuerdas, los vestía con el abrigo de piel, les ponía sombreros o un cigarrillo colgando de los labios.
En el departamento encontraron sus trofeos: joyas y cuadernos de las víctimas; dispositivos móviles; docenas de memorias USB y discos extraíbles con cientos de fotografías post-mortem; bolsas y más bolsas con muestras de cabello y de barba; libros e imágenes sobre asesinos en serie. En la camioneta que estaba estacionada en el garaje del edificio estaba el tapado de piel que usaba para las fotos y, debajo del asiento del conductor, había una barra de metal.
Cavar en macetas y jardines
Lo interrogaron en la dependencia policial, pero el imputado guardó silencio. Fueron, con perros entrenados en búsqueda de cadáveres, a las propiedades en las que él solía. Cuando escarbaron en uno de los grandes maceteros pudieron observar huesos y una calavera… Había varios cuerpos.
El asesino se había deshecho de los cadáveres, que había previamente descuartizado, en maceteros gigantes, en los frondosos jardines de sus propios clientes millonarios y en una edificación que él usaba para almacenar sus herramientas. En total los investigadores revisaron 30 propiedades y tuvieron que descongelar el suelo para extraer los restos que, luego, mandaron a analizar para ponerles nombre y apellido.
Bruce McArthur terminó confesando los asesinatos.
Ese mismo 2018, Todd McArthur, el hijo menor de Bruce quien ya tenía 37 años y estaba en libertad condicional por una condena por hostigación y amenazas del año 2014, compareció en la corte de Oshawa. Vivía en el mismo departamento de Thorncliffe de su padre preso. Todd tenía más de dos docenas de denuncias por acoso y había sido diagnosticado con escatología telefónica, una patología caracterizada por la urgencia de hacer llamadas telefónicas obscenas. Los periodistas alertados de que el hijo del asesino en serie aparecería por allí, montaron guardia para verlo. Todd llegó con una capucha y flanqueado por dos mujeres. Se negó a responder preguntas. El terceto solo dijo mientras caminaba: “nosotros también somos víctimas, hemos pasado por demasiado”. La barba y los cargos que se le imputaban a Todd dieron escalofríos a los presentes: eran un horrible recordatorio de su perturbador padre.
Juicio al monstruo
Un año después, el 29 de enero de 2019, se dio inició al juicio contra Bruce McArthur. El acusado disipó toda duda repitiendo varias veces: “Los maté a todos”.
Se declaró culpable de ocho asesinatos en primer grado.
El juez John McMahon expresó que el acusado era “pura maldad” y que “no mostró evidencia alguna de remordimiento”. Lo sentenció a ocho cadenas perpetuas simultáneas, sin posibilidad de libertad condicional hasta pasados 25 años de reclusión. De llegar el momento de ser liberado, el convicto tendría 91 años… ¿Sería peligroso todavía? No se sabe, pero de lo que todos están seguros es que, si no lo hubiesen encontrado, no se habría detenido jamás.
En abril de 2021 Super Channel estrenó un documental sobre él. No solo cuenta la macabra historia sino que pone el foco en cómo las autoridades fallaron y no se preocuparon por los desaparecidos de una minoría aterrorizada. Netflix también incluyó a McArthur en dos episodios de la última temporada de Catching Killers (Cazar Asesinos).
Sean Cribbin dijo en un reportaje, en 2018, que estaba inundado de culpa por haber sobrevivido. Llorando contó que trabaja mucho con su psiquiatra para recuperar el optimismo: “Ese hombre me quebró, estoy de duelo por haber perdido a la persona que fui”. Desea encontrarle un sentido al hecho de estar vivo. Agradecido con el compañero de vivienda de Bruce, lo llamó y ese hombre le reconoció que su retorno había sido una total casualidad. El azar había salvado una vida. Por su parte, Mark Henderson, la primera víctima de su violencia, asegura que su historia no suele ser contada porque es una muestra clara del mal accionar policial. De haber actuado entonces, quizá no se habrían lamentado tantos muertos. Todavía vive en el mismo edificio donde fue atacado y confiesa que, aunque pasaron ya más de veinte años, sigue tan atemorizado como antes. No se anima a bajar a la lavandería del subsuelo después de las cuatro de la tarde y, cuando entra al edificio, toma mil precauciones.
Como en las fábulas de Esopo para niños, Bruce era el lobo disfrazado de cordero. Nada es lo que parece, eso aprendimos. Y este tipo de notas son las que confirman las fábulas y hace que terminemos no confiando en nadie. Ni siquiera en alguien que no existe como Papá Noel.
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