Es lo que duran los robos a los automóviles; últimamente los ladrones los cometen con más violencia y se aprovechan de un tránsito caótico
El tiempo que usted tarde en leer este párrafo es suficiente para que un asaltante rompa el vidrio de un auto, se apodere de los objetos de valor, forcejee con su víctima e, incluso, le resten unos segundos para iniciar la huida.
Este tipo de robo no es nuevo pero, antes, lo normal era la sustracción de la radio con el vehículo vacío; ahora es más frecuente la emboscada en un semáforo durante las horas pico y sin importar si hay pasajeros. Las damas también han dejado de ser los únicos blancos. “El de hace 15 años era un ladrón descuidista. Ahora es un ladrón agresivo”, dijo a El Observador Sergio Gutiérrez, dueño de la casa de laminados de seguridad Vitro-Guard, quien recibe entre 30 y 40 consultas por día.
Marcelo Olivera sabe del tema. Dos jóvenes, de unos 25 años, alrededor de la hora 22 se le acercaron con un revólver en Senaque y bulevar José Batlle y Ordóñez. “Atiné en ese segundo, sin pensarlo, a prender el auto, sacar el freno, poner primera y arrancar bien rápido con el arma en la cabeza y medio cuerpo afuera, ya que llegaron a abrir la puerta y a tironearme”, relató a El Observador.
La rápida reacción le sirvió para zafarse y escapar. “Mi miedo no era el robo en sí, sino que hoy en día, entregarles el auto o la plata no es garantía de que no te hagan daño”, reflexionó. Llamó al 911 pero la Policía no pudo encontrar a los agresores.
El tránsito, un aliado
El robo a vehículos es una de las denuncias más frecuentes en la aplicación Citycop y según uno de sus creadores, Federico Cella, es una de las categorías con más crecimiento. El viernes, cuando ingresó El Observador, había 16 nuevas alertas y, de estas, seis correspondían a vidrios rotos y conductores asaltados.
Un usuario anónimo, por ejemplo, había denunciado una cerradura que había sido forzada entre la hora 20 y las 22.30 de la noche del jueves en bulevar Artigas y Julio María Sosa. “La agresión a vehículos en esa zona es de todos los días”, escribió en el sitio. Durante la semana pasada se ingresaron otras 15 denuncias similares.
En el primer mes de operación de Citycop, los barrios de Punta Carretas, Pocitos y Parque Batlle fueron los que acumularon más denuncias de este tipo: desde la Plaza Gomensoro, pasando por 26 de Marzo y Gabriel Pereira, hasta Jorge Canning y Ricaldoni. Una usuaria dejó una advertencia sobre un modus operandi que se repite en toda la ciudad: “Dos motochorros le rompen el vidrio a una señora con sus nietos en la parte de atrás del auto. Violencia Pura”. Fue el jueves en Ellauri y José María Montero.
El Observador solicitó datos estadísticos a la Unidad de Comunicación del Ministerio del Interior pero rechazaron concederla con el argumento de que esa información es utilizada para organizar los operativos y hacerla pública sería “alertar a los delincuentes”.
Entre los testimonios recogidos por El Observador se reiteró un patrón: la asociación de dos ladrones, uno que viola la seguridad del auto y otro que lo espera en una moto. Esta práctica es más frecuente en Parque Batlle, Parque Rodó y Villa Biarritz, dado que el vehículo puede escaparse entre el tránsito y perderse de vista entre los parques.
Un lugar calificado como “muy peligroso” por el propietario de Vitro-Guard es el cruce de bulevar Artigas y bulevar España. De ahí provienen varios clientes. “Ahí te roban de día y de noche”, afirmó. Allí coinciden dos elementos de riesgo: los atascos en las horas pico y la escalera de la calle Hugo Prato. “Por ahí rajan y no podés perseguirlos; tenés que dar una vuelta a la manzana gigantesca. Es un lugar que tiene una escapatoria muy rápida para los ladrones”, dijo a El Observador.
La misma facilidad de fuga tienen frente al Hospital de Clínicas, la terminal de Tres Cruces y en casi todas las esquinas de avenida Italia y Américo Ricaldoni a lo largo del Parque de los Aliados. “En avenida Italia y Albo es típico”, apuntó Gutiérrez.
En esa zona se arman largas colas de vehículos y es imposible reaccionar ante un hurto. Otro punto conflictivo es el entorno de los sanatorios porque la gente suele pensar que nada le puede pasar en pocos minutos y descuida las pertenencias.
Se agrega a la lista el semáforo de la rambla y Río Negro. Allí fue asaltada Julia Pou, exprimera dama, en julio de 2012. Un ladrón le robó la cartera con US$ 1.400 adentro. Por el forcejeo resultó con una fractura en un dedo.
Lejos del Centro de la ciudad, otros sitios donde de forma cotidiana se registran robos a vehículos son el anillo perimetral y los accesos a Montevideo. Allí asaltaron a Adriana Gómez, quien perdió más de $ 30 mil entre lo que debió pagar para recuperar los documentos, el costo del arreglo del vidrio del auto, el cambio de cerradura de la casa, el valor de la cartera, una netbook y una cámara de fotos (ver infografía).
Una situación que dura 10 segundos o menos cuesta, como mínimo, $ 11.800, solo entre documentos y arreglos del vehículo.
Según relató el esposo de Gómez a El Observador, días después se enteraron de dos robos idénticos en el mismo lugar, a la altura del Cerro. La rutina es cortar la calle, ya sea con “armazones de lavarropas o heladeras”, o con troncos, y pinchar los neumáticos (este arreglo sale $ 120 por cada goma).
Uno de los casos que le comentaron ocurrió con un choque entre cuatro autos. “Los ladrones corrieron en dirección a la comisaría móvil desde donde es perfectamente visible el lugar. Los documentos son irrecuperables porque queman todo. Un amigo se metió dos veces en el cantegril de la zona y encontró un baldío donde tiran todo. Se ven camperas, carteras y ropa en impecable estado toda apilada”, contó.
Alejandra Rímoli, por su parte, manejaba por La Paz, entre Arenal Grande y Fernández Crespo, a la hora 15.15, cuando “un muchacho se metió” en su auto. Fue así de simple, puesto que la velocidad del ingreso del ladrón, el manotazo a la cartera y su huida duraron unos pocos segundos. Ni siquiera la mujer había llegado a detenerse en la esquina.
Un policía vio el hurto y detuvo al delincuente. Ella recuperó sus pertenencias. “Tuve que ir al juzgado para reconocerlo y pasar un mal momento. Era la tercera vez que lo procesaban. En ocho meses ya estaba afuera. La próxima, no sé si hago la denuncia”, relató.
Explosión de vidrios
Las lesiones son una historia repetida. Para Marcelo Ferrari, encargado de la casa de láminas de seguridad Polifilms, esto se debe a que se trata “más de un copamiento que de un hurto”. Y añadió: “Es una intrusión del vehículo con violencia y con los ocupantes adentro”.
Tanto Polifilms como Vitro-Guard han visto agrandarse su negocio por las víctimas y los previsores. La primera empresa, por ejemplo, registró entre 15% y 20% de crecimiento sostenido en los últimos cinco años. Ambas reciben más de 30 llamadas por día. En plaza se venden láminas de 100, 125, 200 y 300 micrones de grosor. Los autos de uso familiar, por lo general, prefieren instalar los modelos de 100 a 200 micrones, cuyo precio base es de $ 4.800.
Entre los testimonios recogidos por El Observador se habló de víctimas “con vidrios en los ojos” o en la boca, con cortes faciales o en los tendones de una mano; hasta mujeres que muerden a los ladrones en el medio de su desesperación.
Una clienta de Gutiérrez requirió cirugía plástica porque “la sacaron de los pelos y le reventaron la cara contra unos maceteros” de la vereda. La mujer había sido abordada en la rambla de Villa Biarritz. Cuando fue a colocarle una película antirrobo a su auto se le encontró un cuchillo que había escondido la primera vez que la asaltaron, pero que no atinó ni a buscarlo. Muchos clientes guardan un arma en el auto. “Esto ya es como el Far West”, ilustró el empresario.
El vidrio que estalló y lo que vino después – Por Carina Novarese
El vidrio estalló en un segundo. O eso pareció. Sentí un ruido sordo pero no supe de dónde venía con precisión hasta que un hombre metió medio cuerpo en la ventana del auto, abalanzándose hacia el lugar del conductor, donde estaba sentada esperando desde hacía tres o cuatro minutos que se descongestionara la “vía de alto tránsito” en la que se ha convertido Ricaldoni.
Vivo en Parque Batlle desde hace cuatro años y cada mes que pasa me cuesta más lograr ingresar en esa avenida para luego llegar a mi casa. A veces lo hago desde avenida Italia, a veces desde Canning, otras desde Lord Ponsonby. En todos los casos, esquinas sin semáforos todas, es un proceso complicado en el que se genera hasta una triple fila de autos en calles angostas y de doble mano.
El día en el que el vidrio explotó tuve la mala suerte de quedar del lado de la vereda, pegado mi auto al Parque Batlle y enfrente mismo de la muy iluminada y vigilada residencia del embajador de Inglaterra. Antes de que me detuviera el atolladero de tránsito había visto una moto estacionada en la vereda con dos personas mirando hacia la calle. Desconfié. Nunca me habían robado en el auto (sí en mi apartamento, en mi casa y algunos otros hechos desagradables que ahora no vienen a cuento).
El ladrón se metió una vez y no vio nada. Mi cartera no estaba sobre el asiento del acompañante ni en el piso del auto de ese lado. Estaba casi escondida, a mi lado, enganchada del freno de mano. No atiné a nada. Grité algún disparate, me tiré hacia la otra ventana intentando frenarlo pero ni la cantidad de autos ni la luz intensa lo amilanaron y se metió de vuelta hacia mí, para por fin agarrar la cartera que venía buscando. El celular no se lo llevó, lo tenía entre las piernas.
Fueron 10 segundos, creo. No atiné a nada. Apenas salió corriendo puse primera, me destranqué cómo pude y me fui para mi casa mientras llamaba al 911. Me latía el corazón y estaba enojada. Con el chorro y conmigo misma. Supongo que siempre pasa eso, cada vez que a alguna de cientos de mujeres le rompen un vidrio en una esquina similar. Luego, en las conversaciones con amigos y familia, la pregunta era más o menos así: “¿Pero dónde tenías la cartera?” “Hay que ponerla en la valija”. Al final parece que la culpa es más tuya que del chorro.
Vi su cara, vi cómo estaba vestido, vi su expresión de desconcierto cuando al principio no encontró nada. Y todos esos instantes se me repiten bastantes veces, no tanto matizados por el miedo o la angustia, sino por el asombro.
El jueves volví a mi casa por el mismo camino. De vuelta quedé trancada, pero esta vez evité el lado de la vereda. Me podrían haber roto la ventana de nuevo, sí, pero también lo podrían haber hecho en cualquiera de las otras esquinas que me permiten llegar a casa. Tenía ganas de gritarles a todos los que andaban por ahí “ojo, te pueden romper la ventana”. ¿Serviría de algo? Y en todo caso, ¿de qué podría servir? ¿Instalar un policía en cada una de las esquinas que ya se repite como un mantra incansable en las conversaciones cotidianas? Seguramente los motochorros –o como sea que el ingenio popular quiera llamarlos– buscarían otras esquinas.
El ladrón se quedó con
$ 400, seguramente lo único que pudo aprovechar de mi cartera repleta de otras cosas vitales solo para mí: documentos, tarjetas de crédito, fotos de mis hijos de cuando eran bebés que ya no voy a recuperar. Todo eso debe estar ya en un contenedor, o tal vez en una usina de procesamiento de basura.
El costo real de una tarde complicada no solo se mide en pesos contantes y sonantes (ver nota aparte, son unos cuantos), sino en desconfianza, miedo y estrategias de prevención que dudosamente sirvan para prevenir nada. El vidrio explotó y por un tiempo estaré esperando que explote de nuevo.
EL OBSERVADOR
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