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El Mundial de fútbol constituyó al final una bendición para Brasil, pese a la derrota de la seleçao. También lo fue para la ciudad de Río de Janeiro y, naturalmente, para el campeón del torneo: Alemania.

(Astrid Pragne, DW)

La Copa del Mundo no podía haber sido más brasileña: eludió todas las planeaciones y pronósticos. Tanto fuera como dentro de los estadios, la espontaneidad y la sorpresa convirtieron al torneo en una montaña rusa impredecible, que quitó el aliento y al mismo tiempo conmocionó.

“Brasil mostró su rostro alegre y amistoso, pero incompetente en cuanto a la planeación y el manejo financiero”, afirma el diario “O Globo” al hacer un balance de la competencia. “El Mundial fue un éxito, pero ahora retornamos a la rutina”. El encabezado de ese periódico lo dice todo: “Sólo faltan 754 días para los Juegos Olímpicos”. El Mundial acabó para Brasil el mismo día de la final.

El 12 de junio, cuando se dio el silbatazo inicial, pocos creían en el éxito del megaevento deportivo. La FIFA criticó los retrasos en la construcción de los estadios, mientras que la población dio rienda suelta a su indignación debido a que las anunciadas inversiones en infraestructura no pasaron de ser una promesa vacía.

Lecciones para un anfitrión

Es cierto: según cifras del ministerio brasileño de Turismo, sólo fueron llevados a cabo 24 de los 70 proyectos contemplados para el mejoramiento de la infraestructura vial. “Si hubiésemos contado con una red ampliada de autobuses y trenes, no hubiera quedado entre nosotros ningunda duda en cuanto a que esta Copa del Mundo fue la mejor de todas”, dijo el ministro de Turismo, Vinicius Lages.

A la FIFA esto no la inmutó. Por el contrario. Debido a las cuotas de audiencia, que podrían superar todos los récords, así como a la agotada venta de boletos para los partidos, el evento fue “un gran éxito” para el presidente de la FIFA, Joseph Blatter. “Agradezco al pueblo brasileño por su apoyo”, dijo.

Otra sorpresa del Mundial es que no fue Brasil, sino la propia FIFA, la que acabó el torneo en el banquillo de los acusados debido a la investigación de la policía brasileña al organismo y a algunos de sus socios por la venta ilegal de boletos mundialistas.

Pero no solo la FIFA tropezó al querer adornarse con la “Copa de todas las copas”. Tampoco el gobierno brasileño pudo sacar provecho político. Ya sea que alabase o consolase a la selección brasileña, los niveles de aceptación de la mandataria Dilma Roussef se mantuvieron estables. En el estadio de Maracaná, durante el partido final, la presidenta tuvo que escuchar abucheos de la tribuna.

Campeón humillado

El Mundial también puso a prueba la tolerancia de los aficionados brasileños al dolor. En casa propia tuvieron que soportar cómo su selección era aplastada por Alemania. Pero más grande fue el alivio al ver que la selección germana, y no la argentina, ganaba en Maracaná en los tiempos extra.

Fue el Mundial que todo lo reacomodó. Selecciones desconocidas como las de Costa Rica y Colombia hicieron un brillante papel, mientras campeones mundiales como España e Italia se despidieron en la primera ronda. Más allá de los estadios, la emoción por el Mundial fue creciendo, mientras las protestas se apagaban.

Incluso el partido entre Inglaterra y Uruguay, el 19 de junio, llevó a los brasileños a no apartarse del televisor, y solo un par de cientos de manifestantes conmemoraron el aniversario del inicio de las protestas durante la Copa Confederaciones.

 “¿Tienen derecho a 200 personas a destruir propiedades públicas tan solo porque creen que representan a 200 millones de compatriotas?”, se pregunta el estudiante Douglas Guedes, de Brasilia. “No sé qué es peor, si el gobierno corrupto o los vándalos que roban cámara”, agrega.

Redescubriendo Brasil

Ni los manifestantes, ni la presidenta Dilma Roussef, ni el técnico brasileño Luis Felipe Scolari se salvaron de los abucheos. Solo el pueblo brasileño flota en una nube de simpatía, pues sus cualidades como anfitrión convirtieron al Mundial en una auténtica fiesta.

En especial, los habitantes de los barrios humildes de Río de Janeiro se convirtieron en embajadores de su país. Las favelas ofrecieron alojamiento más accesible que los caros hoteles de Copacabana. Además, las concentraciones masivas para ver los partidos en pantallas gigantes propiciaron el intercambio con los visitantes, quienes terminaron impresionados con la capacidad de sobreviviencia y la calurosa amabilidad de los lugareños.

Atrapados entre la pobreza y la riqueza, entre el júbilo y el llanto, entre la protesta y el patriotismo, los aficionados de todo el mundo tuvieron la oportunidad de conocer el país más grande de América Latina, más allá de los estereotipos de la samba, el sol y el carnaval. Brasil mostró al mundo su auténtco rostro.

 


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