Propuso el final de la Guerra Fría, una mejor relación con la Unión Soviética, terminar con la carrera armamentista y las experiencias nucleares, propuso una paz mundial que no estuviese impuesta por las armas. De alguna manera, impulsó a la sociedad americana a poner fin también a la segregación racial y a consagrar los derechos de la población negra. Cinco meses y medio después, lo asesinaron en Dallas, Texas
El mundo pudo haber sido otro si ese discurso hubiese sido escuchado, seguido y profundizado. Pero no lo fue. Como dejó escrito en sus memorias Ted Sorensen, uno de los hombres que lo diseñó y ayudó a escribir como speechwriter del presidente de Estados Unidos John Kennedy: “Decirlo no quiere decir hacerlo. Un discurso puede conmover el corazón de los hombres al describir lo que debería ser; pero rara vez un discurso por sí solo puede cambiar el destino y determinar o cambiar lo que es y lo que será. Un discurso no tiene fuerza de ley.”
El otro responsable de aquellas frases memorables dichas en la Universidad Americana de Washington el 10 de junio de 1963, hace sesenta años, fue quien las pronunció, el propio Kennedy, que sabía lo que encerraban sus palabras y lo que esas palabras podían significar. Un discurso no cambia el mundo pero éste, que terminó por ser conocido como “El Discurso de la Paz”, pudo evitar décadas de sangre, el final de la tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética en ese entonces en manos de Nikita Khrushchev; pudo poner fin o limitar la carrera armamentista; el continente americano por entero pudo haber gozado de mayor paz y, tal vez, de mayor bienestar económico, liberado de guerras civiles, larvadas o manifiestas, de guerrillas y de terrorismo de Estado
En un insólito, inesperado llamado a la paz, Kennedy sugirió un nuevo tipo de relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética que permitiera poner fin a la Guerra Fría. Esa Guerra Fría tardó casi cuarenta años en menguar sus peligros, hasta la irrupción de Vladimir Putin y sus muchachos. Kennedy, que a la luz del después, fue un gran estadista, pidió a los ciudadanos americanos, y en especial a los políticos de su país, que cambiaran su manera de ver a la URSS. Invitó a la autocrítica y a reconocer incluso méritos en la potencia rival. Como esperaba, sus palabras provocaron un cimbronazo en Estados Unidos y aún en la URSS, porque además, proponía un cese de pruebas nucleares en todo el mundo.
Kennedy araba en el mar. Cinco meses después de sus palabras a las que llamó “Una Estrategia para la Paz” Kennedy yacía con la cabeza destrozada a balazos en una camilla del Parkland Hospital de Dallas, Texas.
Aquel mundo era otro. En octubre de 1962, ocho meses antes del acto en la Universidad Americana, las dos potencias nucleares habían estado a punto de desatar una hecatombe. Pudo llegar, encadenada por el vértigo de la Guerra Fría, que ni fue guerra ni fue fría, y por la Berlín dividida después de la guerra. Khrushchev ambicionaba una Berlín en manos soviéticas porque seguía la ley no escrita, vigente aún hoy, que decía que quien dominara Berlín dominaría Europa. El líder soviético impulsó una “independencia” de Berlín, para integrarla a la Alemania comunista, lo que implicaba el retiro de las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra de la ex capital del Reich.
Kennedy negó a Khrushchev esa posibilidad. Ambos se enfrentaron en Viena en junio de 1961 y se amenazaron con las armas atómicas. Kennedy, que se sintió humillado por Khrushchev que lo trató como a un aprendiz de presidente, murmuró: “Nuestros dos países se pueden destruir uno al otro. Es hora de que hablemos de paz”. El americano no podía hablar mucho de paz. En abril de ese año 1961, Estados Unidos había financiado y sostenido, aunque no había tomado parte, la invasión a Cuba en Bahía de Cochinos, que llevaba como propósito derrocar a Fidel Castro, que había entregado su revolución a los soviéticos. En 1962, con la idea, y la excusa, de proteger de nuevos ataques a Cuba, ya proclamada la “Primera República Socialista de América”, instaló en la isla misiles nucleares de alcance intermedio que apuntaban todos a Washington y lo que hubiese en medio, por empezar, por la Miami anticastrista.
La Crisis de los Misiles fue el momento más peligroso de la Guerra Fría. Robert McNamara, ministro de Defensa de Kennedy, lo reveló en un documental fantástico que ganó el Oscar, “The fog of war – La niebla de la guerra”. McNamara muestra sus dedos pulgar e índice separados por apenas un milímetro de distancia y murmura: “Así estuvimos…” Kennedy desoyó las propuestas de sus jefes militares, que planearon atacar a Cuba con armas atómicas, sin saber, se supo recién veinte años después, que en el mar de la isla navegaban submarinos soviéticos armados con misiles nucleares.
Kennedy creía, con razón, que Khrushchev quería Berlín. Y que si Estados Unidos ponía un dedo sobre Cuba, el soviético anexaría Berlín, ya dividida por un muro levantado en agosto de 1961.
Esos eran los ánimos entre las dos potencias ocho meses después de la crisis en Cuba. Y en medio de esas aguas procelosas, después de aquellos trece días de octubre que pudieron desatar una guerra con millones de muertos y decenas de ciudades destruidas, Kennedy propuso mejorar las relaciones con la URSS, que los americanos miraran con otros ojos a su eterno rival y desalentar así cualquier otra amenaza de estallido nuclear. Pensaba que Khrushchev estaba de acuerdo. No se equivocaba. Kennedy tenía en sus manos una carta del líder soviético de diciembre de 1962, en la que Khrushchev proponía: “Ha llegado el momento de poner fin de una vez por todas a las pruebas nucleares”. Los misiles en Cuba habían dejado a los dos líderes escaldados y enfrentados a los organismos de poder de sus gobiernos: la CIA y las fuerzas armadas en el caso de Kennedy, el Presidium soviético y el Partido Comunista de la URSS en el caso de Khrushchev.
Con ese espíritu de entendimiento, que no excluía las diferencias políticas y sociales entre las dos naciones, subió Kennedy al estrado de la Universidad Americana a las diez y media de la mañana de aquel 10 de Junio, a pleno sol de un día primaveral. Evocar aquel instante decisivo de la historia casi reciente, no implica una ofrenda a un hombre de Estado, que acaso también, sino recordar cuánto puede cambiar el destino de una sociedad que deja pasar las escasas oportunidades que se presentan de cambiar el rumbo de esa historia.
Kennedy era muy consciente de lo que iba a decir, pero fiel a su estilo, empezó con una broma. Agradeció a las autoridades de la Universidad: “(…) Y a mi antiguo colega, el senador Bob Byrd, quien obtuvo su título después de varios años de asistir a la Escuela de Derecho vespertina, mientras que yo me voy a ganar el mío en los próximos treinta minutos”.
Enseguida, habló de la paz: “¿A qué clase de paz me refiero? ¿Qué clase de paz buscamos? No la ‘pax americana’ impuesta al mundo por las armas de guerra estadounidenses. No la paz de la tumba, ni la seguridad de la esclavitud. Estoy hablando de una paz genuina, del tipo de paz que hace que valga la pena vivir la vida en la tierra, el tipo de paz que permite a hombres y naciones crecer, tener esperanzas y construir una mejor vida para sus hijos. No simplemente paz para los estadounidenses, sino paz para todos los hombres y mujeres; no simplemente para nuestro tiempo, sino paz para todos los tiempos.”
Hablar de paz llevaba entonces, tal vez como en estos días, a hablar de la guerra. Kennedy aprovechó para lanzar una primigenia advertencia hacia una crisis del medio ambiente: “La guerra total no tiene sentido en una era en que las grandes potencias pueden mantener fuerzas nucleares grandes y relativamente imbatibles, y negarse a rendirse sin recurrir a esas fuerzas. No tiene sentido en una era en que una única arma nuclear contiene casi diez veces la fuerza explosiva liberada por todas las fuerzas aéreas aliadas en la Segunda Guerra Mundial. No tiene sentido en una era en que los venenos mortales producidos por un intercambio nuclear serían arrastradas por el viento, las aguas, el suelo y las semillas hasta los confines más lejanos del planeta y hasta generaciones por nacer.”
Enseguida propuso examinar la visión de la paz que tenía la sociedad estadounidense: “(…) Primero, examinemos nuestra actitud hacia la paz en sí. Muchos de nosotros creemos que es imposible. Demasiados creen que es irreal. Pero esa una creencia peligrosa y derrotista. (…) No tenemos que aceptar ese punto de vista. Nuestros problemas son provocados por el hombre, por lo tanto, pueden ser resueltos por el hombre. Y el hombre puede ser tan grande como lo desee. Ningún problema del destino humano está más allá de los seres humanos”.
El tramo esencial de su discurso, por lo que implicaba como desafío y por lo que perseguía como un cambio de mentalidad, estuvo dirigido a describir una nueva percepción, sobre la URSS y sus habitantes, que era en esencia la percepción de Kennedy: “Volvamos a analizar nuestra actitud hacia la Unión Soviética. Es desalentador pensar que sus líderes realmente pueden creer lo que escriben sus propagandistas. (…) Sin embargo, es triste leer estas afirmaciones soviéticas y darse cuenta de la magnitud del abismo entre nosotros. Pero también es una advertencia, una advertencia al pueblo estadounidense de no caer en la misma trampa que los soviéticos, de no tener solamente una visión distorsionada y extrema del otro lado, de no ver el conflicto como inevitable, los acuerdos como imposibles ni la comunicación como nada más que un intercambio de amenazas”.
La nueva visión de Kennedy sobre la URSS separaba, con astucia, al gobierno de Khrushchev de sus ciudadanos. Al mismo tiempo, sabedor del costo interno que le iban a facturar los “halcones” de la Casa Blanca (de esos años viene la división entre halcones y palomas), el Presidente, también con astucia, creyó necesario profesar su fe anticomunista: “Ningún gobierno ni sistema social es tan malvado como para considerar a su pueblo como carente de virtud. Como estadounidenses, el comunismo nos parece profundamente repulsivo como una negación de la libertad y la dignidad personal. Pero de todas maneras podemos aclamar al pueblo ruso por sus muchos logros: en las ciencias y el espacio, en el crecimiento económico e industrial, en la cultura y en actos de valentía. Entre los muchos rasgos que las personas de los dos países tienen en común, ninguno es más fuerte que nuestro aborrecimiento de la guerra. Somos casi las únicas principales potencias del mundo que nunca han estado en guerra entre ellas. Y ningún país en la historia de las batallas sufrió más que lo que sufrió la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial (…)”
Había en esas palabras que impulsaban una nueva visión de la sociedad americana hacia los soviéticos, un pedido más amplio: que esa misma sociedad también mirara diferente al drama que vivía entonces la población negra, privada de sus derechos civiles elementales. Era otra jugada astuta de Kennedy que hizo converger en sus palabras la idea de la paz con la idea de la libertad. Después, Kennedy hizo un anuncio sorprendente. Y por partida doble. Primero, fue una sorpresa para el mundo. Segundo, fue una sorpresa para el propio gobierno americano. Porque su discurso era secreto. O casi. Muy poca gente conocía su contenido.
Esta es el costado más apasionante y desconocida de la historia. Kennedy había enviado a Khrushchev una carta de respuesta a la del premier soviético de diciembre de 1962, y a su sugerencia de poner fin a las pruebas nucleares. Esa respuesta fue consultada con McNamara, con el vicesecretario de Defensa, Roswell Gilpatrick, con el secretario de Estado, Dean Rusk, un procedimiento normal. Además, se agregaron a la lista el embajador de Estados Unidos en la URSS, Lewellyn Thompson y hasta el número uno de la Comisión de Energía Atómica. Pero el discurso de la American University era obra de Sorensen y de Kennedy. No sabían de él ni el Departamento de Estado, ni el de Defensa, ni la CIA, ni el general Maxwell Taylor, jefe de la junta de comandantes de las fuerzas Armadas. Sorensen era un tipo vital para Kennedy. Además de interpretar su pensamiento, se conocían desde los años 50, la leyenda dice que el escritor era capaz de tomar cualquier párrafo de un borrador del Presidente, refinar el tono, ajustarlo a la pronunciación seca y rítmica de Kennedy y hacerlo coincidir con su fuerte acento bostoniano.
En los días previos al 10 de junio, los asesores de Kennedy habían tanteado el ambiente con una pregunta destinada a los funcionarios del Departamento de Estado y de la secretaría de Defensa de McNamara. La pregunta sonaba inocente: “El Presidente quiere hacer un discurso sobre la paz. ¿Alguien puede aportar alguna idea?” Sorensen cosechó las respuestas y escribió un “duro borrador, todo en crudo” que fue revisado por el asesor de seguridad de Kennedy, McGeorge Bundy y por uno de sus principales consejeros para todo servicio, el historiador Arthur Schlesinger Jr. Eran los únicos en el secreto. La versión final fue revisada y corregida por Kennedy y Sorensen en el avión presidencial que ese mismo 10 de junio llevó de regreso a Kennedy de un viaje relámpago a Honolulu, para presidir una reunión de gobernadores y alcaldes, donde había anticipado en forma velada su discurso en la Universidad: “Estados Unidos debe compartir su sueño americano. Ha pasado ya el tiempo de las movidas simbólicas y de las conversaciones”.
El Air Force One puso a Kennedy en la Base Aérea Andrews muy temprano en la mañana del lunes 10. Kennedy se embarcó en el Marine One, el helicóptero verde oliva de la flota presidencial, piloteado por el capitán Tom Miller, y descendió en la Casa Blanca. Se bañó, se afeitó en la bañera porque el avión presidencial no tenía esas comodidades. A las 9.49 entró en el Salón Oval y habló por teléfono con su hermano, Robert, procurador general, que lidiaba en Alabama con la rebelión del gobernador George Wallace, empeñado en negar el acceso de tres estudiantes negros a la universidad estatal. Luego salió por una puerta trasera de la Casa Blanca y se metió en un Cadillac negro: el auto presidencial, un Lincoln Continental convertible, todavía no había regresado de Hawai. A las 10.12 el auto atravesó la Puerta Sudoeste y a las 10.30 Kennedy estaba ya en el palco de la Universidad, sentado detrás del atril con el sello presidencial. A las 10.33 hubo una breve invocación religiosa a cargo del reverendo Charles Smyth, y a las 10.34 fue presentado por presidente de la Universidad, Rust Anderson.
El anuncio sorpresa de Kennedy, ya pasada la mitad de su discurso que duró cerca de treinta minutos, fue: “El Primer secretario Khrushchev, el Primer ministro (Harold) Macmillan y yo hemos acordado que pronto comenzarán conversaciones de alto nivel en Moscú para llegar a un primer acuerdo sobre un tratado integral de prohibición de pruebas nucleares. Nuestras esperanzas se deben contener con la cautela de la historia, pero junto con nuestras esperanzas, están las esperanzas de toda la humanidad. Segundo: con el fin de dejar clara nuestra buena fe y solemnes convicciones sobre la materia, declaro ahora que Estados Unidos no tiene la intención de realizar pruebas nucleares en la atmósfera, siempre que otros Estados no lo hagan. No seremos los primeros en reiniciarlas. Esta declaración no sustituye un tratado formal obligatorio, no obstante, espero que nos ayude a alcanzar uno .Ni tampoco dicho tratado sustituiría el desarme, no obstante, espero que nos ayude a alcanzarlo.”
El impacto fue tremendo. El historiador Andrew Cohen reveló en “Two days in June”, que Schlesinger escribió en su diario, en la entrada del 16 de junio: “Supongo que, para un gobierno ordenado, fue una mala manera de preparar una tan importante declaración sobre política exterior. Pero, ni en mil años de vida, el Departamento de Estado habría producido un discurso como ese. Afortunadamente, el Presidente está dispuesto a ejercer el control sobre la política de su gobierno, por más que eso pueda ofender profundamente a la burocracia”.
El mensaje de Kennedy fue publicado completo en la prensa soviética, algo inusual. También, y también inusual, se pudo escuchar sin censura en la URSS cuando fue retransmitido por la Voice of América. El más impresionado fue el propio Khrushchev, que le dijo al subsecretario de Estado, Averell Harriman, que exploraba en Moscú la posibilidad de un acuerdo sobre la prohibición de las armas nucleares, que el mensaje era “el discurso más grande de cualquier presidente estadounidense desde Roosevelt”.
Estados Unidos, la URSS y el Reino Unido firmaron el Tratado de Prohibición Parcial de los Ensayos Nucleares en Moscú, el 5 de agosto de 1963, a casi dos meses del discurso de Kennedy en la American University. El Senado americano lo ratificó el 24 de setiembre, Kennedy lo firmó el 7 de octubre y entró en vigor tres días después, el 10. Kennedy fue asesinado cuarenta días después.
En sus fantásticas memorias, “In confidence – En Confianza”, Anatoly Dobrynin, que fue embajador de la URSS en Washington en aquellos años decisivos, y se convirtió en decano de los diplomáticos en Estados Unidos, recuerda el momento en que, junto a Anastas Mikoyan, se acercó a Jacqueline Kennedy para darle las condolencias de Khrushchev y de su mujer por el asesinato del Presidente. “Ella nos dijo, con profundo sentimiento y lágrimas en los ojos; ‘El día que mi esposo fue asesinado, por la mañana, antes del desayuno, me dijo de pronto, en nuestro cuarto de hotel, que debía hacerse lo necesario para que las cosas marcharan bien con Rusia. No sé por qué me dijo esas palabras precisamente entonces, pero me sonaron como el resultado de alguna profunda reflexión. Estoy segura de que el primer ministro Khrushchev y mi esposo habrían triunfado en su búsqueda de la paz, y sé que ambos la deseaban. Ahora, nuestros gobiernos deben seguir adelante hasta alcanzarla’”.
Al día siguiente de su discurso en la American University, Kennedy dio otro discurso en el que exigió el fin de la segregación racial en Estados Unidos y exigió para la población negra sitios comunes y no separados en los lugares públicos, integración escolar y derecho al voto.
El legado del “Discurso de la Paz”, al menos uno de sus muchos legados, fue expresado a la mitad, antes del anuncio sorpresa. Es un párrafo ya histórico, citado muchas veces, aunque su contexto, el del paso gigante hacia el final de la Guerra Fría, sea siempre olvidado: “Así es que no ignoremos nuestras diferencias, pero también dirijamos la atención a nuestros intereses comunes y a los medios por los cuales se pueden resolver esas diferencias. Y si no podemos poner fin a nuestras diferencias ahora, por lo menos podemos ayudar a que el mundo sea seguro para la diversidad. Porque, a fin de cuentas, el vínculo más básico que tenemos en común es que todos vivimos en este pequeño planeta, todos respiramos el mismo aire, todos valoramos el futuro de nuestros hijos y todos somos mortales”. En otras palabras, ninguna sociedad de ninguna nación está obligada a aceptar la fatalidad como destino.
Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963 y Khrushchev fue barrido del poder en octubre de 1964.
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