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Sáb. Nov 23rd, 2024
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Hace 43 años se puso al aire el primer capítulo de la serie que cambió el lenguaje televisivo: millonarios envueltos en crímenes, corrupción y sexo eran mostrados como nunca antes en la pantalla chica. Fue un suceso gigantesco y durante 397 episodios tuvo al mundo prendido al televisor.

Era gente muy mala. Pero mala, mala, mala. Sin términos medios, sin matices y sin descanso. Millonarios, poderosos, amos de vidas y de conciencias, violentos, adúlteros, mafiosos, corruptos, impulsivos, irracionales, podían condenarte con una mirada; enarcaban una ceja y estabas listo, parecían certificar a cada paso aquella frase de Balzac, que jura que detrás de toda gran fortuna hay un crimen.

Por suerte era todo ficción. Pero hace cuarenta y tres años, cuando la cadena CBS puso en el aire el primero de sus muchos capítulos bajo el nombre de una ciudad, “Dallas”, el mundo de la televisión cambió para siempre. Fue gracias a las andanzas de la familia Ewing, de sus enemigos, los Barnes, enfrentadas como Montescos y Capuletos; de dos generaciones de rivales que bailaban al compás del gran negocio del petróleo y del ganado, en una lucha incesante por la destrucción del rival; de dos hermanos hostiles como Caín y Abel y de un argumento donde todo estaba mezclado, enredado, atravesado, y donde nada era lo que parecía ser; esas tramas en los que la hija del cuñado del sobrino no es tal, sino que fue adoptada por la tía del hermano que, en realidad es su madre verdadera. Embrollos como estos, falsos ciegos, curas milagrosas, traiciones inesperadas, y unas actuaciones en pocas ocasiones medidas y ajustadas de parte de gente que sabía mucho de tonos y escenarios, hicieron de “Dallas” un éxito mundial: la serie más vendida en el mundo, la doblada a más idiomas, la más vista, con trescientos cincuenta millones de espectadores, y una de las de mayor duración: catorce temporadas, que se dice fácil.

“Dallas” vio cambiar al mundo que ayudaba a cambiar. Cuando nació, en Estados Unidos gobernaba James Carter, un defensor de las libertades y los derechos humanos con aires de pastor de iglesia, que llegó a la Casa Blanca apara poner un poco de pureza y de cierta inocencia después de las presidencias de Richard Nixon y de Gerald Ford. Cuando se emitió el último capítulo de “Dallas”, el 3 de mayo de 1991, en la Casa Blanca se había sentado George Bush, después de las dos presidencias de Ronald Reagan y luego de que el tan eficaz triángulo político que formaron Reagan, la primer ministro británica Margaret Thatcher y el entonces papa Juan Pablo II bregaran, con éxito, porque cayera el Muro de Berlín y porque agonizara el comunismo. La URSS dejo de existir siete meses después de la emisión del último capítulo de “Dallas”.

¿Puede una simple serie, bueno, no tan simple, provocar cambios políticos? Al parecer “Dallas” lo hizo. El ex primer ministro de la URSS, Mikhail Gorbachov, le confesó alguna vez a Davis Stewart, integrante de la banda “Eurythmics”, que en los años de su “glasnost” y de su “perestroika” (transparencia y reforma económica) la serie americana había contribuido a crear una nueva conciencia en los soviéticos: la de una vida mejor, más confortable, más libre, más abierta, menos vigilada. Bien frito estaba el marxismo leninismo si “Dallas” le hizo morder el polvo. El argumento, o la excusa, de Gorbachov suena candoroso, pero así era Gorbachov en aquellos años.

Gracias a la técnica y a las plataformas exitosas, hoy las miniseries te caen del cielo como la lluvia en primavera. Pero en 1978 no era así. Y la televisión era muy diferente, en especial en el mundo de las telenovelas, que en Estados Unidos llaman soap operas, y de las series. Hasta mediados los 70, la tele tenía héroes. Y eran héroes claros y transparentes. Detectives, acaso borrachines, un poco iracundos, pero siempre en defensa de la verdad y la ley; abogados que luchaban en los estrados por un mundo más justo, médicos que eran modelos de ética y valor; todas cualidades que se extendían a las series que retrataban al ama de casa común, a la familia que luchaba por salir adelante y alcanzar el sueño americano; una línea argumental que seguía los mismos moldes si se tenían que viajar al pasado, ya fuere en los anchos valles del medioevo británico, en la pradera de los Ingalls, en las playas de Normandía durante la Segunda Guerra, o en las calles polvorientas del pueblito del Oeste.

De pronto, los héroes dejaron de ser arquetipos. Se hicieron más normalitos, se quitaron el bronce y bajaron del pedestal. En el cine, “El Padrino” dio el puntapié inicial en 1972. Aquella familia italiana, una de las cinco más poderosas del hampa de New York, que había ametrallado su pasado y su presente, pensaba en un hijo senador y en negocios legítimos para tratar de lavar su apellido.

Larry Hagman en su papel consagratorio: JR Ewing, uno de los malvados emblemáticos de la tevé norteamericana
Larry Hagman en su papel consagratorio: JR Ewing, uno de los malvados emblemáticos de la tevé norteamericana

“Dallas” dio un paso más allá de los Corleone. Sus negocios eran legítimos, los Ewing y los Barnes no tenían un pasado criminal, la crueldad, la corrupción, la avaricia, el ansia de destrucción eran parte de la normalidad, de lo cotidiano. Antes de “Dallas”, los héroes buenos y honestos triunfaban sobre la prepotencia, la avaricia, la ambición. En Dallas, poderío, avaricia y corrupción dictaban las normas. Era un cambio.

Además, los sufrimientos que padecían los millonarios enfrascados en sus guerras personales y en sus especulaciones financieras, decían al resto de los mortales que los poderosos también sufren, lo que invitaba al consuelo masivo, tal como teorizaba por entonces cierta sociología de potrero. Dallas, la ciudad, como los Corleone, también quería lavar su alma y su conciencia: quince años antes del lanzamiento de la serie y en su céntrica Plaza Dealey, unos cuantos disparos cruzados habían puesto fin a la vida del entonces presidente John Kennedy y también a la inocencia americana. Siempre era preferible el fango de la ficción, antes que el horror de la realidad. Aunque lo que perduró en ese caso, fue el horror.

No hubo un solo secreto para el éxito de “Dallas. La elección de los actores fue sólo uno de ellos. No había grandes estrellas, sino actores que eran un poco conocidos, otros no tanto, muchos que habían interpretado roles secundarios y enfrentaban un nuevo desafío, otros que venían de los soap opera que iban a cambiar para siempre.

Linda Gray interpretó a Sue Ellen, la esposa que sufría los engaños de JR y le devolvía con la misma moneda
Linda Gray interpretó a Sue Ellen, la esposa que sufría los engaños de JR y le devolvía con la misma moneda

Los patriarcas del clan Ewing eran Jim Davis como el anciano “Jock” Ewing, Barbara Bel Geddes, que había sido una de las chicas de Alfred Hitchcock en “Vértigo”, como Eleanor “Miss Ellie” Southworth Ewing Farlow, que apellidos sobran. Después seguían, Larry Hagman como el malvadísimo y por eso inolvidable “JR”, el hijo mayor del clan, inescrupuloso, cruel, avaro, ambicioso, con un matrimonio infeliz con Sue Ellen, la actriz Linda Gray, alcohólica, neurótica, inclinada a las relaciones extramatrimoniales, al igual que JR: ambos enmarañaban más sábanas ajenas que propias en aquella tele en la que el sexo ya no estaba oculto, ni fundido en un plano al cielo, sino que se exhibía y era aceptado.

Hagman venía de la comedia simple, había protagonizado en “Mi Bella Genio”, a un tipo cándido, inocentón y enamorado, cuando JR quedaba lejos. Los productores quisieron dejar constancia de lo que hacían y cómo lo hacían: contrataron para que se sumergiera en los laberintos del descaro, la lujuria y la ambición a Dona Reed, que años antes había sido la estrella de una comedia de la tarde cuyo nombre lo decía todo: “Pero es mamá quien manda”.

Junto a los cuatro protagonistas actuaban, entre muchos otros, Patrick Duffy, como Bobby Ewing, el hermano menor de JR, un poco pánfilo es cierto, pero que intentaba hacer algo bien en aquel tsunami de maldades. Duffy, que había debutado en televisión con una serie llamada “El hombre de la Atlántida” el año anterior a “Dallas”. Era secundado por Victoria Principal, que encarnaba a su mujer: Pamela Barnes Ewing… ¡sí, una Barnes casada con un Ewing! Montescos y Capuletos tenían ya a su Romeo y Julieta.

Todo fue idea del director y guionista David Jacobs, que dijo una vez que se había inspirado en “Secretos de un matrimonio”, una miniserie de Ingmar Bergman, que luego llevó al cine con Liv Ullman, Erland Josephson y Bibi Anderson. Decir que “Dallas” fue inspirada por Bergman, es un delito de lesa cinematografía, aunque lo diga Jacobs. Lo que sí hizo fue tomar un drama matrimonial y llevarlo, a lo bestia, a varias parejas; mezclar todo con rivalidades, trampas, traiciones e intereses, enarbolar retos mortales, Shakespeare mediante, buscar un escenario que, por lo que fuere, resultara atractivo, marcar los caracteres de los protagonistas, un poquito de exageración no viene mal, agitar todo muy bien en la coctelera de su talento, que algo tenía, y ver qué salía de allí. Llevó la idea a la CBS y a la productora Lorimar: y salió “Dallas”.

Los verdaderos héroes olvidados de la serie son los guionistas, como siempre sucede. Tuvieron carta libre para hacer lo que quisieron. Y deshicieron lo que se les antojó. Por ejemplo, allá por la temporada siete, Bobby Ewing, el hermano de JR, muere. Fue a pedido de Duffy, que estaba un poco harto de “Dallas”, y de entorno y circunstancias. Con lo que su viuda, una Barnes, quedaba sola frente al monstruoso JR. La idea era buena. Pero se armó tremendo escándalo. Decenas de miles de espectadores protestaron a voz en cuello en un mundo sin redes sociales ni correos electrónicos. Por lo tanto, había que “revivir” al personaje y Duffy debía volver a un trabajo que lo tenía harto.

¿Cómo solucionarlo? Nada más fácil. En la siguiente temporada, se reveló que la “muerte” de Bobby sólo había sido una pesadilla de su mujer, Pamela. Y a otra cosa. De modo que “Dallas” conquistó un nuevo récord: dedicar, post facto, toda una temporada a un mal sueño. Si eso no es talento…

Una escena del momento culminante de la serie: Cliff Barnes -interpretado por Ken Kercheval, es esposado mientras JR Ewing (Larry Hagman) es llevado al hospital tras ser baleado (Reuters)
Una escena del momento culminante de la serie: Cliff Barnes -interpretado por Ken Kercheval, es esposado mientras JR Ewing (Larry Hagman) es llevado al hospital tras ser baleado (Reuters)

Fue a los guionistas a quienes se les ocurrió desencadenar el drama que iba a desembocar en el capítulo más visto de la serie. Según contó Canille Marchetta, una de las responsables del guión, la idea surgió una tarde en la que pensaban cómo terminar la temporada con un anzuelo argumental que llevara de cabeza al espectador al comienzo de la siguiente. “Fue una casualidad. Yo dije: “Vamos a dispararle al bastardo” El bastardo era JR, y medio mundo hacía cola para pegarle un par de balazos. Si algo sobraba en “Dallas” eran sospechosos de haber asesinado, o intentado asesinar, a JR. “Había muchas personas implicadas en la serie, así que filmamos múltiples finales de temporada, para evitar que se filtrara el secreto. Ni siquiera habíamos decidido si JR iba a morir o no. Ninguno de nosotros fue consciente de la importancia que tenía lo que pensábamos”. Marchetta lo supo cuando descubrió que habían intentado desvalijar su oficina para robarse el guión original y cuando las agencias británicas de apuestas empezaron a sugerir opciones de culpables para que cada cual hiciera su juego.

La búsqueda del homicida en la ficción duró ocho insoportables meses de dudas y misterios. Dice la leyenda que la reina Isabel II le preguntó al propio Hagman si le podía decir quién le había disparado a JR, o sea, a su personaje de ficción. ¡Gente grande, caramba! Y el ex presidente Gerald Ford intentó sacar de mentira verdad al productor Leonard Katzman.

Y así fue como “Dallas”, la serie que lo cambió todo, entró de lleno en la campaña electoral de aquel 1980. Los republicanos, con Reagan a la cabeza, distribuyeron pines metálicos, de esos que se prenden con un alfiler, que decían: “Un demócrata disparó a JR”. Jimmy Carter, que iba por su reelección imposible, llegó a Texas con un estridente: “Vine a Dallas para averiguar, confidencialmente, quién le disparó a JR”.

El capítulo que, sin pecar de original, se tituló “¿Quién mató a JR?” se emitió el 21 de noviembre de 1980 y fue el más visto en la historia de la serie.

Las principales figuras de “Dallas” han muerto, como Jim Davis, Barbara Bel Geddes y el propio Hagman, que sucumbió al cáncer y a la cirrosis, bebía hasta cuatro botellas de champán por día durante la filmación, o ya no tienen edad para maldades y trapisondas. Hubo una nueva versión de “Dallas” que pasó sin pena ni gloria por aquello que dicen de las segundas partes. La serie está donde debe: en un rincón de la historia.

Fueron 397 capítulos de 45 minutos cada uno, más un episodio de 70 minutos, más dos telefilms, uno de 90 y otro de 135 minutos lo que hace un total aproximado de trece días enteros, por si alguien quiere hacer una maratón, de drama continuo y maldades desbocadas.

Sería igualmente malvado revelar hoy si JR murió o no y quién fue el autor de los disparos. ¿O fue una autora?

 


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