El 18 de marzo de 1965, el cosmonauta soviético Alexei Leonov abrió la escotilla de la nave Voskhod 2 y se lanzó al espacio exterior. A partir de allí, las cosas se pusieron feas para él: giró como un trompo, su traje se infló al punto de no dejarlo ingresar al módulo y casi muere ahogado. La versión “edulcorada” del régimen de la Unión Soviética y lo que realmente sucedió.
Todo salió mal. Pero fue un éxito. Mitad milagro, aunque dada la identificación de sus protagonistas con el Partido Comunista Ruso, tal vez lo del milagro deba dejarse a un lado. Azar, entonces, pura suerte. La otra mitad lo hizo la propaganda soviética que ocultó los trastornos del histórico viaje espacial y el peligro de muerte que corrieron sus astronautas, en especial Alexei Leonov, que se convirtió así en el primer hombre en caminar por el espacio exterior como tripulante de la misión Voskhod 2.
El 18 de marzo de 1965, hace cincuenta y ocho años, la URSS lanzó el primero de los pasos gigantes que serían dados en la carrera espacial. Esa carrera ya estaba en camino y marchaba con una ventaja considerable por parte de los soviéticos sobre sus rivales americanos. En 1961 la URSS había sido la primera en enviar un hombre al espacio, Yuri Gagarin, y sus científicos y técnicos iban por más, impulsados por la nada sutil presión del Kremlin en manos de Nikita Khruschev. Jugaban con fuego. La tecnología, la computación, los adelantos médicos y científicos que preservaban la salud y la seguridad de los astronautas, y que vigilaban desde la evolución de la presión arterial en el espacio hasta el diseño más cómodo y seguro de los trajes espaciales, estaba, todo, en pañales.
En el Museo de la NASA, en Washington, se exhiben hoy aquellas primeras cápsulas espaciales, ennegrecidas por la quemazón durante su regreso a la atmósfera: tienen casi el tamaño y las “comodidades” del capó de un auto grande delos años ‘50. Todo el apoyo que podían dar a los viajeros y a la central espacial en tierra aquella computación cavernaria, cabía en 64K de memoria, que es hoy lo que “pesa” una foto de horrible definición en cualquier computadora. La nave soviética, que llevaba a Pavel Belayev como comandante y a Leonov como tripulante, no tenía mucha más memoria que ese puñado de bytes que podían llevarte hasta la esquina, pero elevarte a quinientos kilómetros del planeta, girar en una órbita determinada, abrirte la puerta para ir a jugar en el espacio y regresarte a la Tierra sano y salvo… era otro cantar. Lo peor era que en la URSS cantaba el voluntarismo, que suele ser fatal en estos casos, y en otros. Pero, además, era un voluntarismo triunfalista, que rara vez se codea con la suerte y con el éxito.
Cerca de las siete de la mañana de aquel 18 de marzo, Belayev y Leonov se prepararon para despegar del cosmódromo de Baikonur, en lo que es hoy Kasajistán, y era entonces el centro de operaciones espaciales del ambicioso programa espacial soviético. Junto a los dos cosmonautas, estaba Yuri Gagarin porque se habrían de cumplir ciertos ritos cabalísticos indispensables para garantizar el éxito de la misión. Tecnología y voluntarismo están muy bien, pero no tentemos a la suerte. Primero, Gagarin descorchó una botella de champán, sirvió tres copas que se bebieron después de un brindis, los dos viajeros estamparon sus firmas en la etiqueta de la botella y prometieron beber el resto a su regreso. Cábalas son cábalas. Después, orinaron las ruedas del micro que los había llevado a la plataforma de despegue. Esa era una cábala con historia. En su viaje inaugural de la carrera espacial, en abril de 1961, Gagarin había sentido ganas de hacer pis antes de subir a la cápsula: es algo que le pasa a todo el mundo, sea astronauta o centro delantero del Dynamo de Kiev. Urgido, Gagarin orinó las ruedas del micro que lo había transportado y el rito, aunque algo guarro, quedó instituido como llamada infalible a la buena suerte.
A las siete en punto, la Voskhod 2, Belayev y Leonov emprendieron viaje al espacio. Todo fue de maravillas hasta que la nave entró en una órbita prefijada para un viaje que debía durar apenas dos horas y que ya había batido dos récords en la historia espacial: velocidad y altitud. Leonov se preparó entonces para su gran aventura: salir al espacio y “caminar” en el vacío. Para hacerlo, debía ingresar a una cápsula, una cámara de aire en realidad, anclada a la nave madre; se unió a los dispositivos que le iban a permitir seguir vivo en el espacio exterior, en especial, una especie de cordón umbilical de cinco metros que llevaba en su interior un cableado que lo comunicaba con Belayev en la cápsula y con el centro espacial de Baikonur. Hace muy pocos años, se reveló un secreto de aquella misión: Leonov llevaba en su traje una cápsula suicida por si todo salía mal.
En realidad, la misión de Voskhod 2, entre otros objetivos, pretendía demostrar que los trajes espaciales soviéticos eran duros, resistentes, seguros, y que un hombre podía vivir sin temores en el espacio exterior. Pero, si algo salía mal… El voluntarismo también toma sus precauciones.
El comandante Belayev palmeó el hombro de Leonov antes de que el astronauta entrara en la cámara de aire, después igualó la presión de ese módulo con la presión cero del espacio mientras Leonov esperaba, paciente. Cuando todo estuvo en orden, Leonov abrió la escotilla de la cámara de aire y, atado a la nave madre por el cable umbilical, salió al espacio exterior. Era de noche, pero pudo ver cómo ya amanecía en el Este. A sus pies estaba África. Y entonces, todo empezó a salir mal.
¿Quién era Leonov? Había nacido en 1934, en un barrio humilde se Listvyanka, al sur de Siberia. Era el octavo de nueve hermanos y su infancia estuvo atravesada por la Segunda Guerra, tenía once años cuando los rusos ocuparon Berlín. Siempre tuvo inclinaciones artísticas, pero jamás pudo acceder a una educación superior porque el presupuesto familiar no daba y la educación programada de la URSS no lo tenía en cuenta. Así que se alistó en el Ejército y siguió la carrera militar. Egresó como instructor de paracaidistas en Ucrania, hoy castigada por Rusia con una guerra sin sentido. En 1960 fue elegido para ser parte del primer equipo de futuros astronautas soviéticos: eran veinte, entre los que se destacaba Gagarin. Cinco años después, lo eligieron para el vuelo histórico de la Voskhod 2 y para ser el primer ser humano que caminara por el espacio exterior. No pudo con su genio: pegada a su muñeca por una pulsera, cargó a bordo unos lápices de colores con los que esbozó, a grandes trazos y en sus escasos minutos libres en las dos horas de vuelo, un retrato de lo que vieron sus ojos cuando abrió la escotilla de su nave. Lo explicó mejor, años después: “Ante mí todo se veía negro: un cielo negro y estrellas luminosas pero que no centelleaban, sino que parecían estar inmovilizadas. Tampoco el sol tenía el aspecto que tiene visto desde la tierra; alrededor suyo no había ninguna aureola, ninguna corona; parecía un enorme disco incandescente clavado en el terciopelo negro del cielo cósmico. Y el cosmos mismo parecía a su vez un pozo sin fondo. El espacio ofrecía un aspecto que no tendrá nunca visto desde la tierra.”
Ni bien salir al espacio, Leonov cometió el primer error que, con buen tino y mejor piedad, retrató luego como un hecho común y sin riesgo: “En mi impaciencia, tomé demasiado impulso y salí de la nave como un corcho que arrancaran de una botella. (…) Vi el Mar Negro, el cuenco azul de la bahía cerca de Novorossíisk, las montañas del Cáucaso recubiertas de nubes. La visibilidad era magnífica.”
El primer hombre en caminar el espacio era, apenas segundos después de salir de la nave, un corcho que giraba en el Universo. La versión edulcorada de Leonov, gracias a la cual sería nombrado Héroe de la Unión Soviética, coloca los yerros como virtud inapelable para el aprendizaje: un tipo en control total del desastre: “Me encontré en plena rotación y sin poder hacer nada por impedirlo. Sabía que iba a ser así por las prácticas con las que habíamos perfeccionado la técnica de salida y re-entrada en la nave aérea en condiciones de ausencia de gravedad. Por eso no hice el más mínimo esfuerzo, limitándome a esperar que se debilitara la rotación por la torsión del cable que mantenía unido a la nave. En efecto, la velocidad angular fue decreciendo poco a poco. Todavía giraba alrededor de un eje transversal imaginario, y podría haber detenido el movimiento agarrándome al cable, pero preferí seguir dando vueltas porque eso me permitía ver mucho mejor.”
Un corcho que giraba como un trompo, pero todo ese espanto era bueno porque permitía ver mucho mejor un mundo al que Leonov podía no volver jamás. Enseguida, volvió a meter la pata por segunda vez: “Un momento después tiré de la driza para avanzar, y debo haberlo hecho con demasiada fuerza porque, de repente, vi que la nave se me venía encima y me vi obligado a protegerme con las manos. Podía haber golpeado mi casco hermético contra la nave y por eso fue que, extendiendo los brazos, logré amortizar el choque, le cual demuestra que una vez que el hombre se ha adaptado a las condiciones reinantes en el espacio cósmico, puede moverse de manera coordinada y precisa.”
Eso es voluntarismo triunfalista: casi nos matamos, pero demostramos que el hombre a todo se adapta y que los trajes de astronautas son muy buenos. Si el cordón umbilical se hubiese desprendido de la nave, o cortado, o dañado, Leonov habría sido mucho más que un corcho que giraba como un trompo. Pudo ser otro de los desechos del espacio, de lo que sería luego la chatarra espacial, girando quién sabe hacia dónde en su traje perfecto y sin poder regresar jamás a ninguna parte. Habría recurrido entonces a su píldora suicida, pero sus restos hubieran seguido dando vueltas hasta caer, en algún momento de aquel siglo, o de este, o de otro por venir, en la Tierra, o en algún otro planeta, para que una pareja de enamorados pidieran tres deseos al confundirlo con una estrella fugaz, sin saber que lo que caía era lo que quedaba de Leonov que regresaba así de su viaje imposible.
Nada de eso pasó. Pero sucedieron otras cosas que la propaganda soviética ocultó hasta que descubrió que es la verdad la que hace nacer a los héroes. Años después de aquel viaje y de su primera versión, Leonov dio otra más real y menos endulzada de su odisea. Después de doce minutos de caminata espacial, caminata y giros locos, a Leonov le ordenaron regresar a la Voskhod 2, previa reentrada a la cámara de aire. No estuvo muy de acuerdo con el regreso, hubiese preferido más tiempo en el espacio porque la visión de la Tierra era sobrecogedora. Cuando por fin decidió volver, se dio cuenta de que algo andaba mal, muy mal: la falta de presión atmosférica había hecho que su traje espacial se inflara como un globo. “Mi traje estaba completamente deformado, se me habían salido las manos de los guantes, las botas se salieron de mis pies. El traje se sentía flojo alrededor de mi cuerpo. Tenía que hacer algo (…) No podía empujarme hacia atrás con el cable y, con mi traje en ese estado, no podría entrar por la escotilla”.
Además, estaba muy corto de tiempo. Le quedaban cinco minutos. Después, él y la misión entera quedarían cubiertos por la sombra de la Tierra y hundidos en una oscuridad total. Tomó una decisión desesperada, tanto, que ni siquiera la comunicó ni al comandante Belayev ni al centro espacial en la Tierra: decidió purgar el aire de su traje inflado a través de una válvula. Podía morir si se quedaba sin oxígeno, pero si no entraba de nuevo a la cámara de aire de la Voskhod, iba a morir igual. En cambio, se sintió morir. El efecto de la descompresión, similar al que afecta a los buzos que suben demasiado rápido a la superficie, le afectó primero manos y pies, en los que sintió un intenso hormigueo; consciente del peligro, volvió a confiar en su cordón umbilical: tiró de él con fuerza y se metió de cabeza en la cápsula.
Fue otro error: debió haber entrado con los pies por delante. Ahora eran sus pies los que estaban frente a la escotilla: ¿cómo cerrarla? Leonov debió girar, dar una vuelta de carnero, para hacerlo, pero el esfuerzo hizo que subiera la temperatura de su cuerpo, la transpiración, estaba empapado, empañaba su casco y le dificultaba la misión y no le permitía del todo chequear una manobra fundamental: que el vital cordón umbilical que le había salvado la vida, quedara dentro de la nave. Luego revelaría: “Por lo general, no transpiro mucho. Pero ese día perdí seis kilos”.
El peligro dejó de acompañar a Leonov y se instaló en los dos astronautas cuando decidieron regresar a Tierra: los indicadores de la Voskhod 2 mostraron que el oxígeno de la nave descendía a un ritmo peligroso. Con el aumento de la presión la cabina tornó a ser muy inflamable, de manera que Belayev y Leonov trabajaron muy duro para bajar la temperatura, la humedad y la presión dentro de la nave.
Si algo todavía podía salir mal, salió mal: el sistema automático que debió haber puesto a funcionar los motores de propulsión inversa para iniciar el descenso, falló. Los dos astronautas debieron tomar los controles manuales de la nave espacial y hacerla ingresar a la Tierra a pulso: jamás lo habían ensayado, pese a que requiere una precisión de cirujano. Si el fuego de los motores inversos era insuficiente, la Voskhod 2 chocaría con la atmósfera en un ángulo muy superficial, para rebotar como una pelota y regresar al espacio. Por el contrario, si el fuego era demasiado intenso, la nave caería a demasiada velocidad para estrellarse. Belayev y Leonov lo hicieron perfecto: la maniobra les llevó cuarenta y seis segundos, y les costó un desvío de cerca de cuatrocientos kilómetros del sitio previsto para el aterrizaje.
Cuando la cápsula tocó tierra por fin, con los dos astronautas sanos y salvos, ni el control de la misión en Baikonur, ni Belayev, ni Leonov sabían dónde era que estaban. Estaban en Siberia, en medio de un bosque poblado de abetos y abedules, tapados por la nieve y con una temperatura exterior de veinticinco grados bajo cero. De inmediato, reanudaron las emisiones de radio para avisar, si había alguien para escucharlos, que había aterrizado bien. Recién siete horas después una emisora de Alemania Oriental informó haber escuchado el mensaje cifrado de los astronautas, que habían nacido ambos en un escenario muy parecido al que ahora los cobijaba.
Los dos habían crecido en bosques y sabían muy bien lo que les esperaba fuera: marzo es el mes de apareamiento de osos y lobos, osos con osas y lobos con lobas, se entiende, lo que convertía al espacio exterior en un sitio peligroso. Es bien sabido, y no vale la pena siquiera intentar confirmarlo, que en la estepa rusa, osos y lobos en celo no quieren ser molestados; en otras circunstancias tampoco quieren ser molestados; pero en esas, menos. De modo que Belayev y Leonov, ya convertido en el primer ser humano en caminar por el espacio, se recluyeron en la Voskhod y se aguantaron la helada que entraba por la escotilla de la nave que no podían cerrar del todo.
Pese a saber los peligros que, en esas condiciones, corre quien se queda dormido, ambos se durmieron hasta que fueron despertados por los rescatistas que llegaron para salvarlos. Los había acercado un helicóptero a la zona de aterrizaje de la Voskhod y se acercaban a los astronautas montados en sus esquíes. “Hicieron una pequeña cabaña para nosotros y trajeron un gran cuenco que llenaron con agua y pusieron al fuego. Luego, nos bañamos en él”. Todos pasaron otra noche en Siberia, antes de regresar a casa.
Leonov se convirtió en un símbolo de la carrera espacial soviética. Entre 1976 y 1982 fue el comandante del equipo de cosmonautas de la URSS y director adjunto del Centro de Entrenamiento de Cosmonautas Yuri Gagarin, donde supervisó la formación de las nuevas tripulaciones espaciales. En 1975, un año antes de su retiro definitivo de las misiones espaciales. Volvió a hacer historia: tomó parte del vuelo conjunto entre la URSS y Estados Unidos, algo impensado diez años antes, en la que fue la Misión Soyuz-Apollo. Luego de dos días de viaje, las dos naves se acoplaron en el espacio y llevaron adelante una serie de experimentos científicos antes desacoplarse y regresar cada una a su destino. Leonov fue el primer astronauta soviético en estrechar en órbita la mano de uno de sus pares de la NASA.
Nunca dejó de lado su pasión por la pintura. Donó algunas de sus obras a la Galería Tretyakov, de Moscú y muchas de sus obras cuelgan hoy en las paredes del Museo Nacional del Aire y el Espacio, en el Smithsonian de Washington y en la de los museos de Moscú, Houston y Dresde, en Alemania. Con setenta años en las espaldas, Leonov y su colega americano David Scott elaboraron una historia doble de la carrera espacial entre Estados Unidos y la URSS: “Las dos caras de la Luna – Nuestra historia de la Carrera Espacial en la Guerra Fría”, con un prólogo escrito por Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la Luna, y el actor Tom Hanks. En 2016, en la isla española de La Palma, Canarias, donde se levanta el Gran Telescopio Canarias, el más grande del mundo, Leonov inauguró junto al ya legendario físico Stephen Hawkings, y a Brian May, guitarrista de “Queen” y profesor de astrofísica, el “Paseo de las estrellas de la ciencia”, en la avenida marítima, que cada año agrega una placa con el nombre de un científico destacado.
Leonov murió el 11 de octubre de 2019, en el hospital Burdenko de Moscú. De toda su odisea en aquel viaje que lo llevó a la gloria y del que casi no regresa, aquel en el que todo salió mal y fue un éxito, la historia rescata la frase final de su informe escueto, seco y conciso: “Dotado de un traje especial un hombre puede sobrevivir en el espacio. Gracias.”
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