
Desde una perspectiva progresista, el resultado obliga a una autocrítica honesta y, sobre todo, a una reflexión más amplia: ¿Qué está fallando en la promesa democrática contemporánea cuando sectores cada vez más amplios optan por proyectos políticos que privilegian el orden sobre la justicia, la identidad cerrada sobre la diversidad, la autoridad sobre el cuidado?
El miedo como lenguaje político
Kast no irrumpe únicamente como figura ideológica, sino como síntoma cultural. Su discurso conecta con un sentimiento extendido de fatiga: fatiga ante la incertidumbre económica, ante la inseguridad real o percibida, ante procesos de cambio que prometieron dignidad pero dejaron desorientación. Frente a ese malestar difuso, la derecha dura ofrece una narrativa simple y eficaz: hay culpables claros, soluciones rápidas, jerarquías estables.
El problema no es que hable de seguridad o de orden —temas legítimos en cualquier sociedad— sino que los articule como valores absolutos, desligados de derechos, contexto social o memoria histórica. Cuando el miedo se convierte en el principal organizador del debate público, la democracia deja de ser un espacio de deliberación y pasa a funcionar como un plebiscito permanente entre “nosotros” y “ellos”.
Chile, país marcado por una dictadura reciente, sabe bien a dónde puede conducir ese lenguaje. Sin embargo, las nuevas generaciones no vivieron ese trauma de forma directa, y el recuerdo colectivo se diluye cuando no va acompañado de políticas que ofrezcan horizontes materiales y simbólicos creíbles.
Derechos en retroceso: cuando lo conquistado parece negociable
Uno de los riesgos más evidentes del nuevo ciclo político es la normalización del retroceso en derechos. Derechos que no surgieron por concesión generosa del poder, sino por luchas largas, incómodas y profundamente sociales. Derechos reproductivos, reconocimiento de diversidades, políticas de género, enfoques interculturales: todo aquello que amplía la noción de ciudadanía suele ser presentado ahora como exceso, como ideología, como amenaza al “sentido común”.
El peligro no siempre se manifiesta en abolición directa. A veces opera de forma más sutil: desfinanciamiento, deslegitimación discursiva, burocratización extrema, apelaciones constantes a la objeción moral. El mensaje es claro: estos derechos existen, pero no son prioritarios; son tolerados, no garantizados.
Ese desplazamiento es clave. Porque una democracia que convierte los derechos en privilegios condicionales deja de ser una democracia plena y se acerca peligrosamente a un modelo de ciudadanía jerarquizada.
El triunfo de Kast no es un episodio aislado. Forma parte de una sincronía internacional donde proyectos conservadores, nacionalistas y autoritarios avanzan con notable capacidad de adaptación cultural. Ya no se presentan como nostalgia del pasado, sino como rebeldía frente al “progresismo hegemónico”. Han aprendido a hablar el lenguaje de las redes, a apropiarse de la estética antisistema, a presentarse como outsiders aun cuando representan intereses tradicionales.
Aquí emerge el llamado “efecto contagio”. No se trata de copiar programas políticos de un país a otro, sino de compartir marcos mentales: la desconfianza hacia lo colectivo, la sospecha sobre la justicia social, la exaltación del individuo fuerte frente a un Estado reducido a aparato represivo. En ese marco, Chile puede convertirse en un referente simbólico para otras derechas regionales que buscan legitimidad democrática sin renunciar a pulsiones autoritarias.
Trump como precursor cultural
Donald Trump no es el origen de este fenómeno, pero sí uno de sus grandes catalizadores. Más que un líder político, Trump fue —y sigue siendo— un dispositivo cultural: demostró que se podía ganar erosionando el lenguaje democrático, ridiculizando al adversario, despreciando el consenso y gobernando desde la confrontación permanente.
Su legado no está tanto en las políticas concretas como en el estilo: la política como espectáculo, la verdad como opinión, la fuerza como virtud moral. Kast no es Trump, pero dialoga con ese universo simbólico donde la complejidad es vista como debilidad y la empatía como ingenuidad.
En ese sentido, el trumpismo funciona como una gramática global de la nueva derecha. Una gramática que cruza fronteras, se adapta a contextos locales y ofrece a sectores conservadores una sensación de pertenencia a algo más grande: una cruzada cultural contra un mundo percibido como inestable, diverso y, por lo tanto, amenazante.
¿Un nuevo orden mundial o un interregno peligroso?
Estamos, quizás, en un interregno histórico. El viejo orden liberal no logra responder a las crisis que ayudó a producir —desigualdad extrema, colapso ambiental, precarización vital— y el nuevo aún no termina de tomar forma. En ese vacío emergen proyectos que prometen certezas rápidas, aunque sea al precio de cerrar sociedades y erosionar derechos.
El triunfo de Kast se inscribe en esa transición incierta. Un mundo donde la cooperación multilateral pierde fuerza, donde la política climática se subordina al extractivismo, donde la democracia se reduce a procedimiento electoral sin sustancia social. Un mundo más fragmentado, más cínico, menos solidario.
La respuesta progresista no puede limitarse a denunciar. Debe reconstruir deseo, ofrecer relatos que no sean solo correctos, sino también movilizadores. Reconectar con lo popular sin renunciar a lo universal. Comprender que la gente no vota únicamente por programas, sino por emociones, identidades y promesas de futuro.
Chile no ha cerrado su historia. Ningún país lo hace. El triunfo de Kast es una advertencia, no un destino. Pero ignorar lo que revela —el cansancio, el miedo, la desafección— sería el error más grave.
Porque cuando la política deja de ofrecer esperanza, otros la reemplazan por orden. Y el orden, cuando no está atravesado por justicia, suele ser solo otra forma de violencia.

Redacción
Fuente de esta noticia: https://urbanbeatcontenidos.es/chile-kast/
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