

Muchas veces creemos que una comida nos cayó pesada por los condimentos, las grasas o alguna intolerancia. Sin embargo, en numerosas ocasiones el malestar no proviene del plato, sino de algo mucho más profundo: una conversación que evitamos, una emoción que reprimimos o un conflicto interno que no supimos digerir.
El cuerpo habla, y el sistema digestivo (uno de nuestros centros emocionales más sensibles) suele ser el primero en manifestar aquello que la mente intenta ocultar.
Cuando el estómago habla lo que el alma calla.
Este fenómeno puede definirse como la digestión emocional, un proceso mediante el cual el organismo somatiza tensiones psicológicas no resueltas.
Ocurre cuando una emoción intensa o reprimida interfiere en la forma en que el cuerpo procesa los alimentos, provocando sensaciones de:
-Pesadez
-Náuseas
-Indigestión
-Falta de apetito
-Dolor abdominal
-Inflamación o tensión en el diafragma
No es que la comida “caiga mal”: es la emoción la que no encuentra salida y se expresa a través del cuerpo.
Causas de la digestión emocional. (lo que tragamos sin darnos cuenta).
Las causas suelen estar relacionadas con experiencias emocionales no procesadas:
- Conversaciones difíciles evitadas: Cuando callamos lo que sentimos para “no generar problemas”, el cuerpo asume esa tensión.
- Enfados o frustraciones retenidas: La rabia no expresada se transforma en acidez interior: el estómago se contrae, el intestino se enlentece y la digestión se altera.
- Culpa o autocastigo emocional: A veces comemos con culpa, o la culpa aparece luego. Esa emoción puede interferir en el metabolismo y la motilidad intestinal.
- Ansiedad y preocupación excesiva: El sistema nervioso simpático se activa y bloquea funciones digestivas, porque el cuerpo “cree” que está en peligro.
- Comer en ambientes tensos o acelerados: Incluso si el alimento es saludable, el entorno emocional puede alterar la digestión.
Consecuencias: cuando lo que no se expresa, se somatiza.
Si este patrón se vuelve frecuente, pueden aparecer:
- Consecuencias físicas:
-Gastritis funcional
-Colon irritable
-Reflujo
-Inflamación abdominal constante
-Tensión diafragmática
-Cambios en el apetito
- Consecuencias emocionales:
-Irritabilidad
-Sensación de culpa
-Acumulación de tristeza o rabia
Agotamiento emocional
Desconexión con el propio cuerpo
- Consecuencias relacionales:
-Comunicaciones tensas
-Distancia emocional
-Malos entendidos
-Conflictos silenciosos
La digestión emocional no resuelta termina afectando la forma en que vivimos, comemos, sentimos y nos relacionamos.
Medidas de afrontamiento: aprender a digerir la vida.
- Comer en estado de calma: Respirar profundo antes de comer, agradecer el alimento y soltar la tensión.
- Expresar lo que sientes: No todo se debe decir de inmediato, pero sí se debe expresar de forma consciente para evitar acumular emociones.
- No mezclar comida con conflicto: Evitar discutir en la mesa o comer después de un altercado.
- Escuchar al cuerpo: El cuerpo es sabio: si algo te incomoda, ya te está mostrando la emoción detrás.
- Separar el plato de la emoción: Cuando sientas malestar, pregúntate: ¿Qué estaba pensando o sintiendo antes de comer?
- Terapias mente-cuerpo: Respiración consciente, meditación terapia psicológica, caminatas después de comer, tés relajantes (manzanilla, melisa, menta, jengibre)
- Conversaciones pendientes: La paz estomacal muchas veces llega cuando por fin se dice lo que se sentía.
El cuerpo siempre dice la verdad.
El estómago no solo digiere comida: digiere historias, procesos mentales incompletos, emociones que no te atreviste a nombrar, palabras que tragaste por miedo a herir o a ser rechazado, y situaciones que guardaste “para después” pero que nunca atendiste.
Es un territorio emocional vivo, sensible, honesto. Y por eso, muchas veces, lo que parece indigestión no es más que un mensaje del alma intentando abrirse paso.
La comida no siempre cae mal por lo que contiene, sino por lo que te contenías tú en ese momento.
No fue la grasa, ni los condimentos, ni la combinación de alimentos.
Lo que cayó mal fue el silencio acumulado, la tensión que no soltaste, la incomodidad que ignoraste, la emoción que reprimiste para no incomodar a otros.
El cuerpo jamás miente.
Cuando no quieres escuchar con la mente, él será tu traductor.
Cuando no te permites llorar, el cuerpo se aprieta.
Cuando no te permites hablar, el cuerpo se inflama.
Cuando no te permites soltar, el cuerpo retiene.
Cuando no te permites sentir, el cuerpo grita.
Porque el cuerpo no es tu enemigo: es tu aliado más fiel.
Te avisa para que hagas una pausa, para que regreses a ti, para que no continúes cargando historias ajenas, culpas antiguas o emociones desconectadas de tu presente.
Cada síntoma, cada sensación, cada «nudo» en la boca del estómago tiene una intención amorosa detrás: liberarte.
Y así, poco a poco, descubres que:
“Lo que no digieres con la mente, lo terminará digiriendo el cuerpo.”
Por eso sanar no es solo cambiar la alimentación; es cambiar la forma en que conversas contigo mismo, con tu historia y con quienes te rodean.
Sanar es aprender a nombrar lo que sientes sin miedo.
Sanar es permitirte estar en paz con lo que pasó y con lo que no pasó.
Sanar es dejar de tragarte culpas que no te corresponden.
Sanar es darte permiso de soltar, de llorar, de decir, de sentir.
Al final, la digestión emocional es un acto de amor propio.
Porque cuando te escuchas, cuando te hablas con verdad, cuando te permites ser honesto contigo, la vida se ordena, el cuerpo se relaja y el estómago (ese guardián silencioso) finalmente descansa.
Aprender a conversar, expresar, sentir y soltar no solo mejora la digestión,
también sana la vida entera.
“Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.” Filipenses 4:7 (RVR1960)
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