

El ministro de Educación de Colombia, Daniel Rojas Medellín, advirtió que el auge de los motociclistas en Bogotá no puede reducirse a una moda pasajera ni a un problema de seguridad vial. A su juicio, el crecimiento de este fenómeno es el reflejo de una crisis estructural de movilidad y desigualdad urbana, consecuencia del modelo de ciudad que convirtió al TransMilenio en el eje exclusivo del transporte, marginando otras formas de movilidad colectiva y perpetuando la segregación territorial.
Durante años, la planeación urbana de Bogotá se ha guiado más por intereses económicos que por una visión social. El transporte público fue concebido como un negocio antes que como un derecho, y su insuficiencia abrió un vacío que el mercado llenó con soluciones individuales. En los barrios periféricos y municipios aledaños, donde el servicio de bus es escaso e irregular, la motocicleta se convirtió en una herramienta de supervivencia. Es rápida, económica y flexible, pero detrás de esa aparente libertad se esconde una evidencia preocupante: cada individuo busca resolver su movilidad, mientras la ciudad en su conjunto se hunde en un desorden colectivo que agrava la contaminación, los accidentes y la fragmentación social.
El fenómeno de las motos también expone una profunda fractura económica y laboral. Muchos de quienes hoy conducen una moto lo hacen no por gusto, sino por necesidad. Son trabajadores que no encuentran alternativas en un mercado formal precarizado, jóvenes que enfrentan la falta de empleo y habitantes de zonas donde el transporte público nunca llega. La moto se transforma así en símbolo de autonomía frente al abandono del Estado, pero también en evidencia del fracaso de una política pública incapaz de garantizar movilidad digna a todos sus ciudadanos.
Criminalizar a estos conductores es una injusticia doble. No son ellos los responsables de la ineficiencia institucional ni de la inequidad del sistema. Las respuestas represivas, el bolillo, los gases, la estigmatización- solo profundizan la exclusión. Castigar a los moteros por ocupar el espacio que el Estado les negó es tanto una contradicción como una renuncia al deber de gobernar con empatía y justicia social.
Rojas Medellín insiste en que la verdadera tarea es reconstruir la promesa de una ciudad compartida. Una Bogotá donde moverse no dependa de la capacidad de endeudarse para comprar una moto, sino de la eficacia del Estado para garantizar transporte público seguro, eficiente y accesible. La movilidad, sostiene, debe entenderse como un derecho y no como un privilegio. Una ciudad que segrega a sus habitantes por su medio de transporte está destinada a reproducir las mismas brechas que dice combatir.
La crisis de movilidad en Bogotá, más que un asunto técnico, es una cuestión de modelo de sociedad. Apostar por un sistema de transporte digno no solo aliviaría el tráfico: también significaría avanzar hacia una urbe más equitativa, donde la libertad de desplazarse sea una expresión de ciudadanía plena. Para Rojas Medellín, el auge de los moteros es un llamado de atención a la conciencia colectiva: un recordatorio de que el progreso no se mide en kilómetros de autopistas ni en cantidad de buses rojos, sino en la capacidad de una ciudad para moverse unida, sin dejar a nadie atrás.
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