

En el corazón de La Paz, a dos pasos de la Basílica de San Francisco, late un mundo donde lo sagrado convive con lo cotidiano y el comercio se mezcla con la fe. En esas calles empedradas y estrechas que suben y bajan, el llamado Mercado de las Brujas atrae a curiosos y devotos, a viajeros y vecinos que buscan consejos, amuletos y ofrendas para la Madre Tierra. Es un sitio vibrante donde cada tenderete guarda historias, y donde la Pachamama ocupa un lugar central en la vida diaria.
Quien camina por Linares, Sagárnaga, Jiménez, Santa Cruz e Illampu descubre un enjambre de colores y aromas: inciensos encendidos, hierbas secas, velas, figuras de animales y pequeños paquetes rituales que prometen salud, trabajo o fortuna. Más allá del folclore, este mercado es un espacio vivo de saberes ancestrales, sostenido por chifleras, yatiris y familias que han heredado su oficio durante generaciones. Y, aunque el nombre suene pintoresco, aquí lo importante no es la brujería de película, sino una cosmovisión andina que sigue latiendo con fuerza.
Ubicación, ambiente y primeras impresiones
El Mercado de las Brujas se sitúa en pleno centro histórico de La Paz, muy cerca de la Plaza de San Francisco, entre la calle Linares y el barrio de El Rosario. Por allí transitan mochileros con cámaras, vecinos que hacen recados y visitantes que buscan una lectura de coca o una mesa ritual. Los puestos se despliegan en hileras entre hostales, pequeñas tiendas de abarrotes, restaurantes y talleres de artesanía; el resultado es un recorrido urbano muy compacto en el que lo turístico y lo local se dan la mano.
En muchas tiendas verás textiles con dibujos andinos, charangos, maracas y palos de agua compartiendo estantes con amuletos, colonias y velones. Los aromas cambian a cada paso: palo santo, resinas, inciensos de todos los colores y, de tanto en tanto, humo de ofrendas encendidas junto a la acera. No faltan guiados que acaban en el Museo de la Coca, ni tampoco paseantes que entran y salen con discreción de los locales más pequeños. El ritmo es constante, pero el ambiente conserva una cadencia pausada que invita a curiosear con calma y a preguntar con respeto.
Además de las tiendas, en calles cercanas se comercializan plantas medicinales, algunas asociadas a la tradición Kallawaya, célebre por su conocimiento de hierbas y tratamientos naturales. Esta medicina ancestral complementa el abanico del mercado: junto a amuletos y dulces rituales, aparecen ramilletes, bálsamos e infusiones que la gente emplea para dolencias del día a día. Así, la visita puede transformarse en un pequeño viaje etnobotánico donde cada planta tiene su historia y su uso cultural.
Historia y reconocimiento cultural
El mercado hunde sus raíces en tiempos coloniales, cuando ya existían vendedoras de hierbas —las chifleras— atendiendo a clientes que pedían remedios y materiales para ofrendas. Con el tiempo, la zona ganó fama y, según se cuenta, fueron los propios viajeros quienes empezaron a llamarlo Mercado de las Brujas. Lo cierto es que las prácticas que aquí se reúnen forman parte de una tradición andina que no se ha detenido, y que hoy se integra en la vida urbana de la capital. Este carácter híbrido, a medio camino entre santuario y escaparate, ha convertido el barrio en uno de los iconos de La Paz.

En 2019, el municipio paceño declaró este ámbito como Patrimonio Cultural Inmaterial de la ciudad. La distinción subraya su importancia como espacio de saberes y ofrendas rituales que preserva conocimientos ancestrales sobre la naturaleza y el ser humano. En la práctica, significa reconocer oficialmente que los pagos, las mesas rituales, la medicina tradicional y la labor de los amautas y yatiris son parte del patrimonio vivo de La Paz. No es un museo congelado: es un lugar en uso, donde la fe y las costumbres siguen activas a diario.
Yatiris, lectura de coca y el corazón de las ofrendas
Los yatiris —conocidos como ‘los que saben’— pasan por aquí con discreción. Algunos llevan sombreros oscuros, casi todos cargan sus chuspas de lana con hojas de coca, cruces, medallas u otros objetos simbólicos. Muchos aprendieron de sus mayores y, en ciertos relatos, no falta quien afirma haber sido alcanzado por un rayo o llamado por visiones para iniciarse en este camino. Se les respeta porque protegen y asesoran a la comunidad, practican limpias, orientan sobre ofrendas y dominan la lectura de la hoja de coca.
La lectura se realiza en una manta o sobre la mesa. El yatiri lanza las hojas y observa su posición y cercanía para responder preguntas concretas: trabajo, amor, salud, viajes. A su lado, suele haber braseros donde se queman las mesas rituales, paquetes confeccionados con cuidado que incluyen dulces en forma de casas o corazones, lanas, frutas secas, resinas, flores, semillas, miel, grasa de camélidos y, en las más completas, un sullu (feto de camélido). El fuego lo consume todo y, según el comportamiento de las llamas, el especialista interpreta señales. Al finalizar, el carbón y las cenizas se entierran, cerrando el ciclo con un gesto de agradecimiento a la Tierra.

Agosto es un mes clave: se dice que la Pachamama ‘abre la boca’ y hay que alimentarla con pagos. En esa época se intensifican las ofrendas para pedir protección, prosperidad o equilibrio en el hogar. A lo largo del año también se hacen ch’allas y wajt’as —ofrendas que se incineran—, a veces ligadas a inauguraciones, viajes o momentos de cambio. Durante el ritual, es frecuente oír la palabra jallalla, que concentra ideas de esperanza, celebración y buena ventura. Es más que un grito: es una invocación que une petición y gratitud.
Además de la coca, en el mercado se ofrecen consultas de tarot y otros servicios adivinatorios. Hay quien busca respuestas rápidas, y quien prefiere charlar largo con las vendedoras para afinar la ofrenda adecuada. La sensación general es que cada compra tiene un propósito simbólico y que, para sacarle partido, conviene comprender el sentido de lo que se adquiere. Por eso, más que regatear, lo sensato es escuchar y pedir orientación; al fin y al cabo, aquí lo que se vende no son solo objetos, sino modos de relación con lo sagrado.
Qué se vende: del amuleto al sullu
Los puestos desbordan género. Abundan las velas, inciensos de mil colores, palo santo y resinas; también colonias milagrosas, geles de ruda, polvos de la suerte, preparados para alejar envidias o atraer clientela. Encontrarás amuletos con formas de ranas para el dinero, tortugas para una vida larga, cóndores para viajes seguros, búhos que simbolizan sabiduría o pumas para atraer empleo. No faltan figuras religiosas como crucifijos, vírgenes talladas o cruces andinas, conviviendo con collares, pulseras y pendientes de semillas de huayruro. Llámalo sincrético si quieres; para muchos es una cohabitación natural de creencias.
Entre los productos estrella están ciertas colonias y jabones con nombres que llaman la atención: Jabón Ven a mí, Enamorador Sígueme sígueme, Perfume 7 machos, Noches ardientes o el jocoso Jabón Gozar. A su lado, lociones vigorizantes que prometen empuje, velones para amansar corazones y figuras de cera con las que activar amarres de amor; el listado es interminable. Estas fórmulas conviven con muñecos de azúcar ‘para endulzar’ las dificultades, vellones de lana de llama, puñales y dagas simbólicas, e instrumentos musicales tradicionales como flautas y charangos. Es imposible no sonreír ante los diseños coloridos de los envoltorios, pero el fondo del asunto es serio: cada objeto está pensado para un propósito ritual concreto.
Y luego están los sullus: fetos de llama, alpaca u otros camélidos, que para el visitante primerizo resultan impactantes. Se exhiben colgados o en cestas, de diferentes tamaños y estados de desarrollo. Su función es clara en la tradición andina: se entierran bajo los cimientos de una vivienda o negocio para propiciar prosperidad y buen augurio, y en ocasiones se queman en ofrendas personales. Los más grandes suelen reservarse para construcciones; los pequeños, para pedidos íntimos. Quienes los venden insisten en que proceden de abortos espontáneos, crías que no sobrevivieron al frío de las alturas o casos detectados en mataderos; el objetivo es disipar la idea de que se sacrifica una madre para obtenerlos. Aunque el debate exista, para la gente del lugar el sullu no es un fetiche: es una pieza clave de la reciprocidad con la Tierra.

Junto a todo lo anterior, se ven sapos disecados, mechones de pelo animal, polvos y elixires de todo tipo. Hay quienes piden algo para la suerte en el trabajo, otros buscan calmar el mal de ojo o atraer un amor correspondido. Entre tanta oferta, lo recomendable es contar qué se necesita y dejarse guiar. Las vendedoras suelen preguntar, apuntar detalles y montar la mesa con precisión de artesanas; saben que, sin un propósito claro y un gesto de respeto, el objeto es un simple souvenir. Por eso, comprando aquí, uno adquiere también una historia y un compromiso simbólico.
Medicina ancestral y plantas
La medicina tradicional ocupa un lugar relevante en el mercado y sus alrededores. Ramilletes de hierbas, infusiones, ungüentos y bálsamos se venden junto a materiales para ofrendas. En este panorama, destaca la medicina Kallawaya, practicada históricamente por curanderos itinerantes del altiplano, reputados por su conocimiento de plantas y terapias naturales. Sus aportes han quedado integrados en los hábitos de la ciudad: para un dolor de estómago, para el frío, para dormir mejor… siempre hay una planta o mezcla que se recomienda con conocimiento y cariño. Es un enfoque donde el cuidado se construye con la naturaleza.
La hoja de coca, por supuesto, es omnipresente. No solo es materia de consulta adivinatoria, también forma parte de múltiples preparaciones, desde limpias hasta mesas rituales. En el uso tradicional, se mascan hojas durante ciertas ofrendas, lo que para muchos ayuda a concentrar la petición y a sostener el esfuerzo físico en la altura. Esta normalidad contrasta con su demonización en otros contextos: aquí la coca es una planta sagrada con múltiples funciones.
Polémicas, controles y conservación
Como todo espacio vivo, el mercado no está exento de controversias. En distintos operativos, las autoridades han alertado sobre la presencia de especies protegidas o piezas de fauna cuyo comercio está prohibido —murciélagos, lagartos, patas de zorro o sapos, entre otros—. Estas prácticas colisionan con la preservación ambiental y la salud pública, y han motivado un aumento de la vigilancia y las sanciones. Los propios vendedores admiten que hay quien no respeta las normas, y por eso subrayan que la mayoría cumple y que los sullus que ofrecen no provienen de sacrificio deliberado.
El reto, en definitiva, es equilibrar la salvaguarda de tradiciones ancestrales con la protección de la biodiversidad y el cumplimiento de la ley. De un lado, se protege un patrimonio intangible que da identidad a la ciudad; del otro, se combate el tráfico de animales y se fomenta el manejo responsable de materiales rituales. En ese punto medio se juega la continuidad del mercado como espacio legítimo de prácticas andinas y como atractivo para visitantes que desean comprender —sin morbo ni simplificaciones— lo que significa hoy la religiosidad popular en La Paz.
Consejos para visitar con respeto
La primera norma es sencilla: pregunta antes de fotografiar a personas, puestos o rituales. En muchos casos, las vendedoras ofrecen servicios espirituales y la cámara puede incomodar o atentar contra su privacidad. Del mismo modo, si te interesa una lectura o una mesa, aprovecha para conversar y entender el porqué de cada elemento. La curiosidad, cuando va acompañada de humildad, abre puertas; al contrario, la prisa y el tonillo de ‘turista listillo’ complican las cosas. En resumen: se entiende que es un lugar singular, pero lo más sensato es moverse con tacto y educación.
En términos de seguridad, no es una zona especialmente conflictiva, aunque conviene evitar exhibir objetos caros, cuidar el móvil y la cartera, y no dejar mochilas abiertas. El suelo empedrado y las calles inclinadas recomiendan calzado cómodo, y no está de más caminar con atención entre los puestos para no rozar mercancías delicadas. Si te apetece comprar, plantéate si el objeto será un recuerdo o si asumes su función ritual; no lo trivialices ni lo regales ‘porque sí’, sobre todo cuando se trate de materiales para ofrendas. Esa pequeña reflexión ayuda a mantener el sentido del lugar y a evitar usos descontextualizados.
Una idea práctica: las mañanas suelen ser más animadas para ver actividad y charlar con calma; a media tarde se nota algo de bajón. Si quieres combinar la visita con otros planes, el Museo de la Coca está cerca, y en la red de calles aledañas abundan las tiendas de artesanía y los cafés. En taxi o a pie desde el centro llegarás sin problema; si te alojas por Sagárnaga, lo tendrás a la vuelta de la esquina. Y si vas un fin de semana, puede que encuentres algún ritual encendido junto al puesto, lo cual es una estampa potente (y una responsabilidad para mirar sin estorbar).
Rituales estacionales y vida cotidiana
En agosto, el calendario se intensifica: abundan los pagos para ‘alimentar’ a la Pachamama, con mesas grandes sujetoas con hilo o cuerda, preparadas por yatiris y quemadas con solemnidad. La escena combina humo, dulces, colores y el murmullo de oraciones y deseos. También hay momentos del año en los que se hacen ch’allas —por ejemplo, vinculadas a inauguraciones— y wajt’as —ofrendas que se incineran como gesto de gratitud—. Más allá de fechas señaladas, en el día a día se bendicen hogares, se pide protección para viajes o se buscan señales para tomar decisiones. Por eso el mercado se sostiene: porque presta servicios reales a su comunidad, y no solo a la curiosidad del visitante.
Entre los diálogos que más se escuchan están los de quienes buscan ‘ingresar’ a un nuevo ciclo: arrancar un negocio, mejorar en el trabajo, abrirse al amor, reconciliarse con la salud. Cada necesidad se traduce en ingredientes concretos, y la gracia está en componer la mesa adecuada. Se colocan caramelos con formas simbólicas, hojas de coca, semillas, frutas, flores y resinas que arden con olor dulzón; si el pedido es mayor, se suma el sullu. Mientras el fuego actúa, el yatiri observa, y a veces basta una frase: ‘ha pasado bien, está bonito’. Ahí, entre brasas y calor, es donde la fe se vuelve experiencia.

Artesanía y sincretismo urbano
Una de las curiosidades del mercado es la convivencia entre lo devocional y lo artesanal. A dos pasos de un puesto con velones para atraer amantes, puede haber una tienda de tejidos finísimos o de instrumentos musicales. Lo religioso y lo profano coexisten sin fricción: verás cruces andinas y vírgenes de madera junto a colgantes de huayruros y juguetes tradicionales; también charangos y flautas que delatan el pulso musical de la ciudad. Este sincretismo urbano demuestra que la cultura paceña no es una pieza de museo, sino una mezcla viva que se actualiza en cada esquina.
Las calles están llenas de detalles: ojos que se van a los envoltorios brillantes de pócimas y jabones, oídos que cazan de reojo nombres llamativos (como el célebre Perfume 7 machos), y narices que se habitúan a la mezcla insistente de incienso y resina. Entre tanto estímulo, conviene ir con calma y, si hace falta, tomarse un respiro en una cafetería cercana. La visita no es una carrera; es un paseo para mirar, oler, escuchar y, sobre todo, entender que detrás de cada frasco o cada vela hay un relato largo y una relación de intercambio con la Pachamama.
El Mercado de las Brujas de La Paz resume como pocos lugares el diálogo entre ciudad y cosmovisión andina. Aquí se compran amuletos y colonias, sí, pero también se piden consejos, se prenden ofrendas y se pronuncia jallalla con una fe que no necesita espectáculo. Es a la vez atractivo turístico y santuario popular, foco de debates y ejemplo de resistencia cultural. Quien lo recorre con respeto y curiosidad se lleva algo más que una bolsa: se lleva la intuición de que, en estas calles, la vida y el mito siguen conversando a diario.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/mercado-de-las-brujas-de-la-paz-historia-rituales-ubicacion-y-que-comprar/
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