

Cuando el silencio se convierte en la forma más sabia de paz.
Hay batallas que se ganan con valentía, pero hay otras (más profundas y silenciosas) que solo se ganan cuando decidimos no seguir luchando. No por cobardía, sino por conciencia.
Existen guerras que no merecen ser peleadas, porque fueron creadas por el dolor no resuelto de otros, por heridas emocionales que buscan eco en cada discusión, reproche o queja. En el fondo, quien vive peleando con el mundo, no está en guerra con los demás: está en guerra consigo mismo.
Cuando el conflicto es un refugio emocional.
Las “guerras que se ganan abandonándolas” no son externas, sino batallas internas disfrazadas de relaciones difíciles.
Son aquellas dinámicas donde una persona, sin darse cuenta, convierte la crítica, el juicio o el reclamo en su lenguaje cotidiano. Discute por todo, exige sin cesar, hiere sin intención… y al mismo tiempo, sufre profundamente.
Este tipo de comportamiento es común en quienes han vivido infancias marcadas por carencias afectivas, desvalorización o falta de amor. Al no haber aprendido el lenguaje de la calma, repiten el lenguaje del dolor.
Causas: la raíz invisible del conflicto constante.
- Heridas emocionales de la infancia: el rechazo, el abandono o la humillación dejan huellas que, si no se sanan, se convierten en patrones de defensa y ataque.
- Inseguridad emocional: la necesidad de tener razón o dominar la conversación suele ser una forma de ocultar el miedo a no ser suficiente.
- Falta de autoconocimiento: muchas personas reaccionan desde la herida sin saberlo; su comportamiento agresivo o quejumbroso es automático, inconsciente.
- Entornos familiares conflictivos: quien creció en medio de gritos o descalificaciones, tiende a repetir esos modelos relacionales porque son los únicos que conoce.
- Baja autoestima y culpa: cuando una persona no se siente digna de amor o respeto, puede sabotear las relaciones en las que recibe afecto, generando conflictos innecesarios.
Consecuencias: el precio de vivir en guerra.
Vivir en conflicto permanente deteriora no solo las relaciones, sino también la salud mental y física.
Entre las consecuencias más comunes se encuentran:
- Aislamiento emocional: los demás comienzan a distanciarse, cansados de los reclamos o del ambiente hostil.
- Agotamiento energético: mantener una postura de lucha constante consume la vitalidad y bloquea la alegría de vivir.
- Trastornos de ansiedad o depresión: el cuerpo y la mente no están diseñados para vivir en alerta continua.
- Relaciones rotas: amigos, parejas o familiares terminan alejándose para proteger su paz.
- Estancamiento personal: quien se aferra al conflicto no avanza; repite una y otra vez el mismo guión de dolor.
La paradoja es que muchas de estas personas no buscan dañar a otros: buscan inconscientemente ser vistas, comprendidas o amadas.
Medidas de afrontamiento: soltar la espada y mirar hacia adentro.
Ganar estas guerras no implica vencer al otro, sino reconciliarse con uno mismo.
Algunas formas de iniciar este proceso son:
- Reconocer el patrón: aceptar que vivimos reaccionando es el primer paso hacia el cambio.
- Practicar la pausa consciente: antes de responder con rabia o reproche, detenerse, respirar y preguntarse: “¿Qué me está doliendo realmente?”
- Trabajar la autocompasión: no se trata de juzgarse por el pasado, sino de abrazar las heridas con ternura.
- Buscar ayuda terapéutica: un proceso psicológico permite identificar las heridas de origen y desarrollar nuevas formas de relación.
- Elegir el silencio inteligente: no todo merece respuesta; a veces, retirarse con serenidad es un acto de madurez y amor propio.
- Cultivar la gratitud: agradecer lo que sí tenemos calma el corazón y desvía la energía del conflicto hacia la paz.
- Abandonar una guerra no es rendirse: es elegir la paz como forma de vida.
El arte de soltar sin perder el amor.
Hay personas que solo conocen la lucha porque nunca conocieron el amor tranquilo. Y por eso, discuten cuando tienen miedo, atacan cuando se sienten heridas, y hieren sin entender que también están pidiendo auxilio.
Pero llega un momento en que uno comprende que no puede salvar a quien no desea dejar de pelear.
La verdadera victoria es aprender a no responder desde el mismo lugar de dolor, a no dejar que la historia ajena robe nuestra serenidad.
Las guerras más sabias son aquellas que decidimos abandonar para salvarnos. Porque quien elige la paz, gana una vida nueva.
Y en ese silencio donde ya no se pelea, empieza la sanación.
“El Señor te bendiga y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te extienda su amor; el Señor mueva su rostro hacia ti y te conceda la paz”. Números 6:24-26(RRV1960)
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