

Rafael Chirbes dejó en sus diarios un laboratorio abierto de escritura y un autorretrato en movimiento que hoy permite leer su obra con otras luces. En estas páginas póstumas, corregidas por él mismo, se cruzan el taller del novelista, la crítica de lecturas, la memoria íntima y una ética de la literatura que rehúye la complacencia. El resultado es un mosaico de treinta años de notas que afinan su estética y su posición ante el mundo.
Leídos del tirón, estos volúmenes muestran cómo el diarismo de Chirbes pasa de refugio privado a pieza central de su proyecto literario. Lo que al principio son «cuadernos de sucio» —según contraponía a los «cuadernos de limpio» de Carmen Martín Gaite— termina convertido en obra que aspira a autonomía. Ese tránsito, con su mezcla de espontaneidad y pulido posterior, es ya una clave para entender la voz chirbesiana.
Génesis, cronología y edición póstuma
El corpus de Diarios arranca en 1984 y se cierra a 28 de junio de 2015, semanas antes de la muerte del autor. En total, más de dos mil páginas editadas por Anagrama en tres tomos: el primero recoge «A ratos perdidos 1 y 2» (1984-2005), el segundo «3 y 4» (2005-2007) y el tercero «5 y 6» (2007-2015). La distribución temporal no es uniforme: veinte años en unas quinientas páginas frente a veintidós meses que ocupan casi setecientas, lo que ya sugiere que hubo mucha criba: el propio Chirbes desecha pasajes sin tensión literaria o demasiado fichaje de lecturas, y privilegia piezas con nervio y forma.
Antes de morir, Chirbes pasó a ordenador seis archivos («memos»), revisó, recortó y dejó instrucciones. El albacea Juan Manuel Ruiz Casado fijó el texto definitivo siguiendo el criterio de no perjudicar su obra narrativa. Es decir, no estamos ante un vaciado bruto de cuadernos, sino ante una construcción literaria póstuma supervisada por el autor, con alguna destrucción anunciada de materiales demasiado íntimos de los primeros años.
Del refugio manuscrito a la luz fría del ordenador
Una de las vetas más sugerentes es la materialidad del escribir: estilográfica, cuadernos negros con lacerías, tapas de piel que se atan con cordel, un «cuaderno Sorolla», pequeños formatos afelpados, y finalmente la pantalla. Chirbes cuenta el placer táctil del papel, el murmullo del plumín, y contrasta ese gozo con la disciplina del «banco de los galeotes» cuando migra a la máquina y al ordenador. Ese cambio técnico no solo altera el gesto; modifica la densidad de las entradas, el tono ensayístico y el tamaño de los bloques.
Cuando empieza a publicar «textos ventaneros» y «hojas sueltas» (2009 en adelante) ya se ha roto la exclusividad doméstica: los fragmentos enseñan la patita y animan a preparar una publicación póstuma. Desde ahí, el diario deja de ser mera cantera y se emancipa como libro en marcha, con un trabajo de mampostería que el autor asume como otro modo de seguir escribiendo cuando la novela no avanza.
Qué contienen: vida, taller y lectura
En los Diarios alternan anotaciones del día a día (salud, insomnio, vértigos, viajes de promoción, compromisos de prensa), apuntes narrativos, autorretrato psicológico y un caudal de crítica de lecturas y cine. El Chirbes lector es voraz: Dostoievski, Balzac, Galdós, Proust, Musil, Döblin, Mann, Böll, Marsé, entre tantos otros, le sirven tanto para gozar como para calibrar su propio código estético.
De las artes visuales al cine hay observaciones que a veces entran por écfrasis en su narrativa (el Retablo de Isenheim) y, en otras, destilan poética: el elogio del montaje limpio de John Ford para reivindicar que «menos es más», la acumulación de sentido plano a plano, como contrapeso a cualquier retoricismo excesivo. Esos fogonazos conviven con confesiones de bloqueo («no escribo, no escribo, no escribo») y con momentos en que, cuando la novela tira, todo el sistema se alinea.
El taller de la novela: punto de vista, polifonía, acción
Una obsesión recorre las páginas: encontrar el punto de vista que dé autoridad al relato. En los preparativos de Crematorio, el autor se desnuda: detecta grietas, lirismo mal colocado, costumbrismo chato; corta, tacha, se reprende por indulgente. La solución técnica cristaliza en la polifonía de voces con un narrador omnisciente de uso puntual, senda ya tanteada en Los viejos amigos y refinada después en En la orilla.
Otro empeño es privilegiar la acción frente a la disquisición. Lo repite desde Mimoun: menos opinionitis, más escena, diálogo, «rebanadas de vida». A la vez, recuerda que la novela ha de sostenerse en la tensión del lenguaje, sin caer en la cháchara ni en la trama policíaca por la trama. Escribir «contra sí mismo» —como su alter ego Brouard— le garantiza no acomodarse ni a sus lectores ni a sus éxitos.

Poética, verdad y función de la literatura
Chirbes desconfía del «arte por el arte» y quiere levantar novela sobre historia, no sobre arabescos. Cita a Benjamin, se mide con Cervantes y Galdós, y declara que la palabra ha de ser «pararrayos» de la energía de la época, registrar la «presión atmosférica» de su tiempo —Zweig sobre Balzac mediante—. Su realismo es dialéctico: rompe tópicos, dinamita lenguajes de uso y exige una ética de la mirada.
Desde esa ética, detesta el narrar «en el aire» que se estira sin fin, y denuncia la novela como «performance sociológica» cuando se queda en reportaje dramatizado. Le interesa torpedear la línea de flotación del lector, poner a prueba su sentido de la vida, no confirmar cómodamente lo que ya piensa. Entre líneas, se entiende por qué sus libros fueron leídos antes en Alemania que en España: llegan tarde y de mala gana los reconocimientos cuando lo que se ofrece es una enmienda a la totalidad.
Política, transición, memoria y desencanto
Educado en Historia «para poner suelo», mira la Transición con ojo desmontador: teatro, representación, retablos de maravillas sin toro ni princesa. Aborrece el sectarismo, se desencanta con la socialdemocracia y los nacionalismos, vota en blanco, y admite su pertenencia ideológica al marxismo a la par que cuestiona su tentación de seducción. La política aparece como trituradora que todo lo mezcla, y su literatura se obstina en la «verdad» frente a modas posmodernas.
Le incomoda ser sumado al carro de «la memoria histórica» como etiqueta de uso; prefiere que se lea La buena letra o La larga marcha para conocer su posición. Lo que piensa «está en las novelas», no en titulares ni en charlas mediáticas. El diario, sin embargo, deja rastro de su malestar con el lugar de la novela en la sociedad del espectáculo: se opina antes de leer, se consume el autor como rostro, no como páginas.
Sexualidad, dolor y subjetividad: del pudor al riesgo
El primer tramo de los Diarios es explícito en su sexualidad, con escenas crudas de encuentros anónimos, la relación con François —que muere de sida en 1992— y la irrupción del miedo: «ruleta rusa» con cada polvo. Esta materia biográfica se reescribe literariamente en Paris-Austerlitz, donde el amor y la enfermedad tensan la voz, y el dolor encarna una reflexión sobre la masculinidad fuera del molde hegemónico.
Chirbes medita el pudor: qué contar, cómo, para quién. Se permite reconocer la culpa, el asco heredado del barroco católico hacia «la carne», el vaivén entre deseo y desprecio, el sentir que uno «no puede dejarse capturar». El resultado no es exhibicionismo, sino un test de verdad moral: lo impúdico solo vale si alcanza sostén literario. Desde ahí, la escritura del dolor funciona como política del cuerpo y contrafigura de la homofobia cultural de su tiempo.
Recepción, polémicas y debate público
La salida de los Diarios vino acompañada de ruido: la prologuista Marta Sanz subraya la ética del estilo y señala derivas sectarias y un anticánon «humano, demasiado humano», mientras el albacea denunció una supuesta «psiquiatrización» del texto. La crítica osciló entre el asombro por la caza del humo (Babelia), las reservas morales (ABC) y el reconocimiento de su valor literario, con reproches puntuales al elitismo cultural de su canon lector.
La polémica mediática se cebó en dardos a coetáneos (Gopegui, Muñoz Molina, Pérez-Reverte) y en el morbo sexual, cuando lo más fértil está en su taller y su poética. De hecho, el propio autor ya había alertado contra ese circo: prohibir a los novelistas glosar sus novelas, y a los periodistas, pedir resúmenes ideológicos. La obra pide lectura lenta, no ruido.
La identidad en marcha: el diario como estabilizador
En clave teórica, el diario funciona como «pacto referencial» (Lejeune): el yo que habla se remite a un fuera del texto, y la fecha impone orden sucesivo a un discurso fragmentario. Pero el diario también «estabiliza» (Simonet-Tenant): acumula trazas, regula el cambio y negocia pasado y futuro en una identidad narrativa que se desdobla (el huraño, el lírico, el sarcástico, el tierno).
Chirbes se lee y se niega: «pienso mejor que escribo», «no hay nadie menos dotado que yo». Juega con la distancia —alguien que no soy yo ha escrito esto— para volver a creer en la propia voz. Ahí aflora la imagen del cazador al acecho, el caracol cama-útero, el vampiro insomne: metáforas de un cuerpo que padece y escribe, y que convierte el sufrimiento en trabajo tenaz de página.
Lecturas, cine y tradición: de Galdós a Ford
Su mapa lector es al mismo tiempo brújula estética y política. Admira a Galdós por demoler el lenguaje de su tiempo, desconfía de un galdosianismo de superficie, y mide su prosa con Balzac o Dostoievski para exigirse trama, textura dramática y respiración. Relee a Proust, dialoga con Marsé, atiende a Benjamin en la artesanía del oficio.
El cine le enseña gramática y sintaxis de la narración: Ford, Chaplin, Visconti, De Sica, Fellini, Rossellini, Tarkovski, Bergman, Wilder, Martín Patino. No es solo gusto; es método. El plano justo como antídoto contra el barroquismo vacío, el montaje como ritmo de frase, la acción como columna vertebral capaz de sostener ideas sin sermonear.

Materialidad, forma y destrucción
El índice final de cada tomo incluye detalles casi fetichistas del soporte: colores, texturas, anillas, cierres. Ese gusto por la materia remite a un concepto artesanal del escritor: oficio, banco de trabajo, mampostería que levanta texto a golpe de recorte y reescritura. De hecho, a veces arranca hojas, rompe o quema cuadernos «exhaustos».
Cuando pasa a limpio, siente que destruye y compone a la vez. Avisa que los últimos cuadernos son menos personales y más reflexivos; los primeros, más biográficos, están bajo sospecha de publicabilidad. La publicación póstuma congela ese proceso inacabado y, por eso, el tono general vira hacia entradas más largas y ensayísticas, con fraseo hipotáctico que reconocemos de sus novelas.
Líneas temáticas persistentes
Vuelven una y otra vez motivos barrocos: teatro del mundo, perros y ratas (Kafka, Bolaño), cuerpos que envejecen, dinero como medida social, derroche vital, el ubi sunt manriqueño, el cuerpo como saco corruptible (Bacon). Esos núcleos simbólicos se ven en los Diarios y se trasvasan a las novelas, cerrando el circuito entre vida y ficción.
También persiste el desdoblamiento entre vida privada y representación pública: entrevistas que deforman, biógrafos carroñeros, necesidad de encauzar uno mismo su biografía. Los Diarios corrigen caricaturas y dan grosor a una figura que, por elección, se mantuvo lejos del sarao y cerca de la intemperie de la página.
La tensión con el presente y el mercado
Hay un malestar de fondo con la industria cultural: prisa opinativa, colegueo, autocomplacencia, crítica apresurada. Chirbes no quiere deber favores, ni formar parte de coros. Reivindica el tiempo largo de lectura, el trabajo sin focos y la independencia que da no pertenecer a ninguna compañía. De ahí su reclusión provincial, su distancia de la farándula.
Es consciente, además, de que el mercado esperaba «otra novela» en determinados momentos, pero se concede el derecho a hacer «lo que debo (y puedo)», pasar a limpio cuadernos aunque no sumen «carrera literaria». Ese gesto, que parece estéril, traslada sentido a las novelas que vendrán y abona la coherencia del conjunto.
Recepción internacional y tardío reconocimiento
Para muchos lectores hispanos, Chirbes es «difícil» por su dureza. En Alemania y Francia lo leyeron antes y mejor, quizá por esa voluntad de mirar sin adornos. La adaptación televisiva de Crematorio y la irrupción de En la orilla dispararon la lectura hacia atrás. En paralelo, sus Diarios han activado una lectura integral de su sistema: ética, estilo, temas, método.
El clima de recepción plantea debates fértiles (verdad literaria, límites del pudor, relación entre ideología y forma), pero también trampas mediáticas. La obra resiste mejor cuando se la piensa en bloque: cuadernos, ensayos, novelas, artículos, crónicas de viaje, periodismo gastronómico reescrito con ambición estilística. Todo encaja como un mismo trabajo de forense de la crónica.
Estos Diarios confirman que Chirbes fue, ante todo, un novelista que usó el dietario como banco de pruebas, espejo y regulador. Se escribieron «para nadie» y para sí, pero acabaron destinados a nosotros: allí se decanta una poética de la exigencia, un compromiso con la verdad de la época, una exploración valiente del deseo y del dolor, y la conciencia de que la literatura es un oficio de lenguaje que se trabaja día tras día.
Alicia Tomero
Fuente de esta noticia: https://www.postposmo.com/diarismo-de-chirbes-analisis-de-sus-diarios-estilo-y-temas/
También estamos en Telegram como @prensamercosur, únete aquí: https://t.me/prensamercosur Mercosur
