

Recuerdo que en mi infancia había en casa un ceibo grande, una vitrina de madera repleta de tazas, vasos, jarras de porcelana fina y cubiertos de plata. Mi madre solía decir que todo aquello estaba reservado para una ocasión especial, para esos invitados especiales que alguna vez llegarían. Pero esos invitados nunca llegaban.
Un día, con la inocencia y la claridad que solo tiene una niña, me atreví a preguntarle: “¿Acaso nosotros no somos especiales?” Aquella pregunta hizo eco en su corazón. En un gesto reflexivo, decidió abrir la vitrina y utilizar la preciada vajilla no para un futuro incierto, sino para el presente, para sus verdaderos invitados de honor: sus 14 hijos.
El error de guardar lo mejor solo para los demás.
Es común que en muchas familias se reserve lo más bonito, lo más valioso o lo más delicado únicamente para los invitados. Se guarda la vajilla fina, los manteles nuevos o la mejor comida, mientras que para el día a día se destinan los platos viejos, los vasos rajados y lo que “se puede dañar”.
Detrás de esta costumbre se esconde una idea peligrosa: que los otros merecen más que los nuestros, o peor aún, que nuestra propia familia merece menos.
Causas de este pensamiento.
- Cultura del aparentar: se nos enseñó que la buena impresión hacia los demás está por encima del bienestar íntimo.
- Creencias heredadas: “lo bonito se guarda para después” fue una frase repetida en generaciones donde lo escaso debía cuidarse.
- Valoración externa por encima de la interna: muchas veces damos lo mejor a quienes vienen de fuera para ser aprobados, olvidando que quienes están dentro también necesitan sentirse amados y valorados.
- Miedo a lo cotidiano: creemos que lo extraordinario está reservado a momentos raros o esporádicos, cuando en realidad la vida se juega en lo sencillo y diario.
La importancia de compartir lo mejor cada día.
El acto de usar los platos bonitos con la familia no es solo un gesto material, es una declaración de amor. Es decirles: “ustedes son mi tesoro, merecen lo mejor de mí, no solo lo que sobra.”
- Enseña a los hijos que ellos son dignos de respeto y cuidado.
- Refuerza la autoestima colectiva, pues transmite que el hogar es un lugar de honor.
- Transforma lo cotidiano en especial: una comida sencilla en un plato de porcelana se convierte en un banquete del alma.
- Crea recuerdos imborrables, porque la memoria guarda tanto el sabor de la comida como la calidez del gesto.
Qué lamentable es que muchas veces vivamos esperando a que lleguen los “invitados especiales”, cuando en realidad los invitados más importantes ya están sentados en nuestra mesa cada día. Guardamos lo mejor como si la vida fuera eterna, como si las oportunidades para demostrar amor nunca se fueran a agotar.
Pero la verdad es que no hay ocasión más especial que el hoy, ni invitados más importantes que nuestra propia familia. El mañana es incierto, y lo que de verdad quedará en el corazón de quienes amamos no serán las vajillas intactas en un mueble, sino las risas compartidas, las sobremesas largas y los abrazos que acompañaron cada comida.
Quizás la vida nos pide aprender que lo extraordinario no llega de afuera, se construye adentro, y que los verdaderos banquetes no dependen de lo que haya en el plato, sino de con quién se comparte.
Así que abramos la vitrina, desempolvemos la porcelana fina y sirvamos con amor cada día. Porque al final, no son los invitados que nunca llegaron los que cuentan, sino aquellos que han estado siempre ahí, a nuestro lado, esperando que los reconozcamos como lo que son: nuestros invitados más especiales.
«Tu mujer será como vid fructífera en el interior de tu casa; tus hijos, como vástagos de olivo alrededor de tu mesa. Así es el hombre que teme a Jehová». Salmo 128:3-4
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Dra. Elizabeth Rondón.
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