

Imagen de Leonardo CASTRO / AFP
Colombia y Ecuador atraviesan uno de los momentos más tensos de su relación diplomática reciente, tras la repatriación forzada de al menos 450 ciudadanos colombianos que se encontraban presos en territorio ecuatoriano. El Gobierno de Gustavo Petro calificó la medida como un “gesto inamistoso y unilateral”, mientras que Quito insiste en que el proceso se enmarca dentro del respeto al Derecho Internacional.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia confirmó este sábado que, de un total estimado de 600 deportados, unos 450 ya han cruzado el puente internacional de Rumichaca, principal paso fronterizo entre ambas naciones, mientras otros esperan allí su ingreso. La canciller encargada, Rosa Villavicencio, se desplazó al lugar para supervisar las condiciones de llegada de los connacionales y garantizar un mínimo de dignidad en su retorno.
“La repatriación se ejecutó sin atender nuestras solicitudes reiteradas de diseñar un protocolo bilateral que protegiera los derechos de estas personas”, sostuvo la Cancillería colombiana en un comunicado, en el que también denunció que Ecuador actuó de manera precipitada, sin garantizar la plena identificación de los deportados ni verificar adecuadamente su situación judicial.
De acuerdo con datos del Gobierno colombiano, al menos 348 de los repatriados tienen antecedentes en Colombia. A diferencia de otros procesos de traslado penitenciario, en esta ocasión los reos no deberán continuar sus condenas en territorio nacional, salvo que tengan causas pendientes. Esta particularidad ha generado inquietud en sectores judiciales y políticos que ven en la medida no solo una fractura diplomática, sino un posible riesgo para la seguridad interna.
En Ecuador, las cárceles se han convertido en epicentro de la violencia estructural que azota al país, con masacres periódicas entre bandas criminales que han desbordado la capacidad del Estado para garantizar el control penitenciario. En medio de esa crisis, el presidente Daniel Noboa decretó desde 2023 un «conflicto armado interno», y ordenó la expulsión de reclusos extranjeros —unos 3.200 en total— como parte de su estrategia de choque contra el crimen organizado.
Desde Quito, el Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana negó las acusaciones de deportaciones masivas y aseguró que cada salida se sustenta en resoluciones individuales emitidas por autoridades judiciales competentes. “No se trata de una acción arbitraria ni colectiva. Se ha cumplido con el debido proceso en cada caso”, aseguró la cancillería ecuatoriana, que afirmó haber notificado desde el 8 de julio al consulado colombiano en Quito.
El contraste entre ambas versiones desnuda la ausencia de mecanismos de coordinación entre los dos gobiernos y exhibe la fragilidad de las relaciones bilaterales en un momento de alta sensibilidad regional. Mientras Colombia insiste en que se violaron principios elementales del Derecho Internacional al impedir un proceso ordenado, Ecuador sostiene que ha cumplido con todos los estándares legales.
Esta disputa no ocurre en el vacío. América Latina atraviesa una etapa crítica en materia de gobernabilidad, migración, seguridad carcelaria y cooperación regional. La fractura entre Colombia y Ecuador por este episodio —que combina elementos humanitarios, judiciales y diplomáticos— podría sentar un precedente preocupante si no se restablecen los canales diplomáticos en torno a una realidad compartida: la crisis penitenciaria en el continente y la urgencia de respuestas coordinadas.
Más allá del cruce de comunicados, lo que hoy está en juego es el trato digno a personas privadas de la libertad y el respeto mutuo entre Estados hermanos que comparten una historia, una frontera y, ahora, una controversia que amenaza con escalar si no se impone el diálogo.
