

Sergio Ademar Sánchez, conocido por todos como “El Profeta”, tiene 90 años y una lucidez que deslumbra. Le dicen así porque es hijo de Isaías, apodo que le puso Walter Helbling cuando, siendo monaguillos, jugaban al fútbol en el predio de la Iglesia Católica de Nueva Helvecia. “El Profeta, hijo de Isaías”, lo bautizó, y el nombre quedó para siempre.
Hoy, Sergio recuerda nombres, fechas y anécdotas como si las hubiera vivido ayer, y se sienta cada día en su pequeño kiosco, en la esquina de Colón y Luis Alberto de Herrera, ese mismo que fundó hace ya cinco décadas junto a su esposa Tamara. Pero la historia comenzó incluso antes, por una necesidad ajena y un gesto solidario.
A comienzos de los años 70, Sergio y Tamara estaban construyendo su casa. En ese mismo terreno se acercó Delia García, vecina de la zona y esposa de un vendedor de quinielas que enfrentaba una situación muy dura: su marido había sufrido una hemiplejia, pero seguía trabajando en la calle, vendiendo números bajo el frío y la lluvia. Preocupada, Delia pidió permiso para levantar un pequeño kiosco en ese predio, de forma que su esposo pudiera seguir trabajando en mejores condiciones. Sergio y Tamara no dudaron en ayudar. Le permitieron levantar las paredes, y a cambio Delia pagaba un modesto alquiler. Así, sobre ese gesto de humanidad, nació un pequeño punto de venta que, con el tiempo, se convertiría en un símbolo del barrio.
Cuando Delia dejó el kiosco, en 1975, los Sánchez lo continuaron. “Lo empezamos con Tamara. Al principio ella se ocupaba mientras yo trabajaba en Campomar, la mítica fábrica de telas de Juan Lacaze. Cuando la fábrica cerró, me dediqué de lleno al kiosco. Y desde entonces, nunca más lo dejamos”, cuenta Sergio. Para él, aquel traspaso fue natural, sin grandes planes, pero con mucha entrega.
Sergio había trabajado antes en la fábrica textil de Roberto Rosso —el director de la Plaza de Deportes en su tiempo—, donde aprendió el oficio en telares. Lo recuerda como un maestro y un guía. Luego, a través de un técnico que ajustaba los telares, le recomendaron postularse en Campomar, donde trabajó durante años, sobre todo en el turno nocturno. “Me convenía por los horarios de ómnibus, y además pagaban un 20% más por trabajar de noche”, recuerda. La disciplina y el trabajo duro marcaron su vida. “Nunca fumé, nunca tomé. Siempre fui deportista. Eso me mantuvo sano hasta hoy.”
En estos cincuenta años, Sergio ha visto cambiar por completo el entorno del kiosco. “Cuando vinimos a Nueva Helvecia en 1940, con cinco años, esto era todo campo. Desde la esquina hacia abajo no había nada. Jugábamos al fútbol frente al Santuario con los hermanos Sosa —el Cabeza, el Turusa, la Mona—. Era otra vida. Todo ha cambiado, pero acá sigo yo, firme”, dice con orgullo.
El kiosco se convirtió en mucho más que un punto de venta. Es un lugar donde los vecinos encuentran una sonrisa, una charla, un consejo. Es común ver a adultos que pasaron por allí en su infancia volver con sus hijos, e incluso con sus nietos. “Vienen a mostrarme a los gurises, me dicen ‘mirá, yo venía acá a comprar caramelos después del colegio’. Es emocionante ver tantas generaciones pasar por este lugar”, relata Sergio, mientras su esposa Tamara, siempre atenta, se suma a la conversación.
A lo largo de los años, el kiosco fue testigo de todo tipo de situaciones: desde anécdotas pintorescas hasta accidentes de tránsito increíbles, como el de una señora que, al doblar en auto, se le abrió la puerta y quedó sentada en el medio de la calle. O el del caballo que se desbocó con un carro, dejando atrás al jinete y generando un revuelo entre los vecinos. Dicen que pudieron agarrar al caballo en la Gilomén. “Acá se ha visto de todo”, repite Sergio, y uno le cree.
También se ha visto pasar modas y productos. “¿Te acordás de los chicles Adams? ¿Del Chocolondo? ¿De las Hortelas, esas pastillitas de menta que venían en un tubito verde? Todo eso ya no existe. Pero todavía relleno encendedores. Me mandan las cargas desde San José, y yo les cambio la piedra y los dejo como nuevos”, dice, mientras muestra con orgullo sus tubos de recarga.
El kiosco también ofrece quiniela, como en los orígenes, y sigue siendo frecuentado por una clientela fiel. “Viene gente veterana, señoras, señores. Gente bien. Los hábitos han cambiado, pero este sigue siendo un lugar de encuentro.”
Al ser consultado sobre si alguna vez pensó en cerrar, dice que nunca: “Esto me da vida. Me mantiene con la cabeza ocupada. ¿Qué haría si no?”, responde sin dudar.
Sergio y Tamara construyeron su hogar, su kiosco y su historia con esfuerzo y constancia. Hoy, además del local, poseen otras propiedades que lograron levantar gracias al trabajo diario. “Todo lo hicimos con lo que generó este lugar. Y con una vida ordenada. Yo jugué en el Helvético, mi cuadro de siempre. Y acá sigo.”
Este año, el kiosco del Profeta cumple 50 años. Medio siglo de presencia ininterrumpida en el mismo rincón de Nueva Helvecia. Medio siglo de comunidad, memoria y calidez humana. Y aunque el barrio ya no sea el mismo, hay cosas que no cambian: cada mañana, a las 8 en punto, Sergio levanta la persiana. Y el kiosco vuelve a latir.
pablo
Fuente de esta noticia: https://helvecia.com.uy/2025/07/09/el-profeta-y-su-kiosco-50-anos-latiendo-con-el-barrio/
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