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El cuerpo humano, en su inagotable sabiduría, no sólo digiere los alimentos: también procesa nuestras emociones más profundas, aquellas que no siempre alcanzamos a verbalizar. En ningún otro órgano se expresa esta verdad con tanto dramatismo como en el colon, ese tramo final del aparato digestivo que, más allá de sus funciones fisiológicas, parece ser un espejo de los conflictos no resueltos, de las traiciones silenciadas, de las pérdidas imposibles de aceptar.
El colon, encargado de eliminar lo que el cuerpo ya no necesita, actúa también como guardián de todo aquello que no nos atrevemos a soltar. A menudo, los problemas que lo aquejan revelan tensiones relacionadas con la supervivencia emocional: vivencias que se perciben como callejones sin salida, situaciones injustas, traiciones familiares o desilusiones afectivas tan intensas que se encarnan en forma de dolor, inflamación o incluso cáncer.
Las enfermedades del colon parecen hablar un idioma simbólico que conecta el cuerpo con las experiencias vividas. El cáncer de colon, por ejemplo, puede ser la expresión de una traición devastadora, y según su ubicación anatómica, nos sugiere el origen del vínculo roto: si el tumor está en el colon ascendente, el conflicto podría estar relacionado con figuras de autoridad como padres o jefes; si se localiza en el transverso, el golpe viene de iguales —parejas, hermanos, amigos—; y si se presenta en el descendente, la herida parece venir de los propios hijos o personas a nuestro cargo. En el colon sigmoideo, esas traiciones ya no son recientes, sino viejas heridas que, por miedo o resignación, nunca llegaron a cerrarse.
Pero no hace falta llegar a un diagnóstico oncológico para que el colon dé señales de alerta. El estreñimiento, muchas veces, está ligado a una sensación de carencia o desconfianza en la vida: una forma de aferrarse a lo conocido por temor a perder lo poco que se tiene. La enfermedad de Crohn, por su parte, revela un entorno tóxico e indigerible, cargado de agresiones o conflictos familiares que el individuo se ve obligado a “tragar” para no desestabilizar su mundo.
El síndrome del colon irritable, más común de lo que se admite en la vida cotidiana, parece emerger de una vida vivida bajo presión constante, donde cada problema se encadena con el siguiente, y el cuerpo no encuentra tregua. En otros casos, como los pólipos o los divertículos, el lenguaje corporal se vuelve aún más metafórico: pequeñas traiciones no expresadas, prejuicios que no se logran soltar, situaciones vividas como “golpes bajos” que se prefieren esconder antes que confrontar.
Incluso el agua que se reabsorbe en el colon puede tener una lectura emocional. En ese flujo vital se esconde, muchas veces, un deseo inconsciente de recuperar el amor materno, de desprenderse de una figura que oprime o de compensar una carencia afectiva arrastrada desde la infancia. El colon, entonces, no sólo elimina desechos: también acumula los ecos de una historia emocional no digerida.
Cada colitis -crónica, espasmódica, ulcerosa o hemorrágica- cuenta una historia de lucha interna, de resistencia ante lo que se considera injusto o intolerable. El dolor físico no es sino la consecuencia visible de una guerra invisible que se libra en el inconsciente. La colitis hemorrágica, por ejemplo, habla de traiciones que sangran, conflictos familiares tan intensos que rompen el equilibrio del cuerpo, dejando tras de sí un rastro visceral.
A nivel simbólico, el colon inferior representa el territorio emocional. Cuando alguien se siente fuera de lugar, sin pertenencia, desvalorizado en su entorno familiar o laboral, esa vivencia puede reflejarse en enfermedades cuya causa no siempre es bacteriana ni genética, sino profundamente emocional. El cuerpo, en estos casos, no miente: simplemente clama por ser escuchado.
A medida que la ciencia médica avanza en la comprensión de la conexión mente-cuerpo, se vuelve urgente abrir espacio para una mirada más integral de la salud. No se trata de negar los tratamientos convencionales, sino de complementarlos con una exploración honesta de lo que hemos vivido, de lo que callamos, de lo que nos negamos a soltar.
En última instancia, toda enfermedad es también una invitación: la de buscar dentro de nosotros el origen de nuestro sufrimiento. Porque sanar, más que curar síntomas, es reconciliarse con uno mismo. Y en ese proceso, el colon —fiel testigo de nuestras emociones no dichas— puede dejar de ser un campo de batalla para convertirse en un espacio de liberación.
Tomado de Julio Ramirez
carloscastaneda@prensamercosur.org
