

España pierde la fe católica con cada década, pero otro dogma también amartillado por el franquismo se resiste a desclavarse de las mentes de sus españoles. Dice así: para garantizar el acceso a la vivienda basta con construir más. Sin embargo, esa solución ha fallado hasta ahora. En la primera década del siglo, España construyó tantas viviendas como Italia, Francia, Alemania y Reino Unido juntos. En el pico se alcanzaron 700.000 viviendas nuevas anuales, cinco millones en total en los años del boom. Pero los precios en ese burbujeante periodo subieron como nunca. No era la primera vez. Más atrás, entre 1986 y 1992, se construían unas 250.000 viviendas anuales, también en un contexto alcista. Hoy, en 2025, el número de visados de obra nueva es el mayor desde 2009. Y los precios no dejan de subir.
Tantos inmuebles se han levantado en España que es el sexto país de la OCDE con más viviendas por habitante: 563 por cada mil. Incluso hay menos viviendas anteriores a 1940 que en Alemania, pese a su destrucción durante dos guerras mundiales. Aun así, el Banco de España alertaba en un informe reciente de un déficit de 600.000 viviendas. Esta cifra sale de la diferencia entre la creación neta de hogares —espoleada por la migración— y la concesión de visados de obra nueva. Si la tomásemos al pie de la letra, la solución sería seguir recalificando suelo como urbanizable y construir. Sin embargo, la sola producción de viviendas no supone su accesibilidad: está condicionada por el marco económico y legislativo. En Barcelona, un piso nuevo de ochenta metros cuadrados ya roza los 700.000 euros, y no es porque apenas se construya. Vista esa relación entre actividad constructora y precios, ¿por qué semejante fe en el ladrillo?
¿Construir hasta…?
Dejemos en suspense por unos párrafos esta cuestión para girar la pregunta. En vez de plantearnos por qué levantar casas no es la solución, preguntémonos mejor por qué enladrillar el territorio finito de un Estado habría de ser el estándar, máxime cuando el único vecino que hace lo mismo es Portugal. Para salir de la mátrix de la ortodoxia económica, nada mejor que abrazar otras ciencias como la geografía.
Tras los 227 muertos dejados por la dana el pasado octubre, la mayoría en la Comunidad Valenciana, muchos descubrieron que habitaban una de las más de dos millones de viviendas inundables del país (casi el 8% del total). Hay municipios donde no es posible construir sin aumentar el número de hogares en riesgo. Además, construir más incrementa la impermeabilidad del suelo, agravando la virulencia de las riadas. ¿Construir hasta ahogarnos?
Por no hablar del creciente efecto isla de calor, la mayor temperatura de las vastas superficies urbanas cubiertas de asfalto, cemento o ladrillo en lugar de vegetación. Una noche de verano en el centro de Barcelona puede ser más de 7,5 grados más caliente que en la periferia y, en el centro de Madrid, hasta 8,5. ¿Construir hasta derretirnos?


Además, la artificialización del suelo, sobre todo en la costa, es tan grave como ubicua: más del 90% de los primeros quinientos metros del litoral marbellí está urbanizado. Es el epicentro de un problema que afecta a los 185 kilómetros de la Costa del Sol, artificializada en un 83%. Las costas de las provincias de Alicante o Barcelona están aún peor. La capital de esta última está encajonada entre el mar, la montaña y dos ríos, y su suelo edificable se acaba porque el territorio, naturalmente, es finito. Si la Organización Mundial de la Salud recomienda al menos nueve metros cuadrados de verde por habitante, Barcelona sólo tiene siete. Pero en zonas del Eixample la cifra baja hasta los 0,59. Curiosamente, en el plan original de 1859 ideado por Ildefons Cerdà para este distrito, el verde era protagonista en cada manzana o bloque. Pero el cielo del Eixample se fue enladrillando también bajo el mantra de edificar más y más. ¿Construir hasta sepultarnos?
Se podría urbanizar de manera más sostenible, como las cooperativas de vivienda en Barcelona con materiales como la madera o las quinientas calles que París acordó reverdecer en una consulta en marzo. Pero prevalecen modelos urbanísticos como las urbanizaciones cerradas sobre sí mismas (PAU), al estilo de Mirador de Montepinar en la serie La que se avecina. Entre sus efectos están generar comunidades aisladas e incluso devolver a las mujeres al hogar. O como el de la “España de las piscinas”, que promueve la expansión suburbana ad infinitum con casas unifamiliares al estilo estadounidense. Ambos modelos son contaminantes por cochecéntricos, pues el transporte por carretera genera un cuarto de las emisiones en España. Para más inri, la construcción causa el 37% de las emisiones globales. De hecho, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente prescribe como la mejor solución para reducir emisiones “limitar la construcción significativa de nuevas edificaciones”. ¿Construir hasta asfixiarnos?
Donde surge el ladrillo el dicho afirma que “antes todo esto era campo”; no la nada. Pero campo y ciudad no son opuestos, sino complementarios, pues la segunda casi siempre nace de la prosperidad del primero. Este campo se llama en francés arrière-pays, ‘territorio trasero’. La Valencia moderna, por ejemplo, nunca habría sido sin su Huerta, un cosmos agrícola de azudes y acequias alumbrado por el genio musulmán. Pero a partir de los años sesenta la fiebre constructora del desarrollismo engulló la Huerta, llevando polígonos industriales y residenciales más allá de la “ciudad consolidada” y a zonas inundables. La expansión también dañó la insustituible Albufera, un destino compartido con el Mar Menor o el Delta del Llobregat, en la vecindad de Barcelona. El resultado son mastodontes urbanos vomitados sobre el territorio, mucho menos sostenibles y autosuficientes que antaño en términos de soberanía alimentaria, agua y energía. Si seguimos construyendo sin freno, agotaremos los recursos. ¿Construir hasta extinguirnos?


Hay quien pueda pensar que las líneas anteriores pintan un panorama insensible con las personas vulnerables a la crisis habitacional, pues estas necesitan un techo y no pueden esperar. Pero nada más lejos de la realidad: el agravamiento de la emergencia climática causado por la construcción afecta primero y más intensamente a las personas más pobres. Considerar las consecuencias medioambientales antes de enladrillar es la única manera de no empezar la casa por el tejado.
La herencia del franquismo inmobiliario
Una vez asentados estos cimientos para no construir a la babalà, volvamos donde lo habíamos dejado: los orígenes de la españolísima obsesión por el ladrillo. Un dato lo explica. Durante la última década y media del franquismo, España edificó cuatro millones de pisos protegidos a precio limitado. A diferencia de los periodos 1986-1992 y 2000-2010, aquella vez sí funcionó. Ciudades como Bilbao, Zaragoza, Sevilla, Barcelona o Madrid absorbieron la oleada migratoria del campo y el llamado baby boom. Aquel fue el milagro franquista que convirtió a los españoles —y aún más a sus políticos— en devotos del ladrillo. Aunque más que un milagro, fue una gigantesca inyección de dinero público en vivienda que acabó en manos privadas. Nunca volvería a repetirse. En El secuestro de la vivienda (Península), el investigador Jaime Palomera explica por qué: estamos en una partida amañada de Monopoly.
A diferencia de otros bienes, la vivienda no se rige sólo por la ley de oferta y demanda. Según la ortodoxia económica, cuanto más vivienda se construya, más bajará su precio. Pero la vivienda se erecta sobre un recurso naturalmente escaso: el suelo. Y sólo es atractivo el de los núcleos de población y sus aledaños donde trabajamos y vivimos. Por ese motivo, raramente el suelo disminuye su valor. Una ciudad próspera como A Coruña, por ejemplo, no se puede clonar en un lugar donde abunde el suelo barato como la Laponia ibérica. Los coruñeses, como los cartagineses, necesitan cercanía a sus centros de trabajo y están atados a sus viviendas por algo tan etéreo pero definitivo como sus vínculos e identidad. Aunque el precio de la vivienda les exprima. Palomera rescata a Adam Smith, padre de la economía moderna, que allá por el siglo XVIII profetizaba la necesidad de controlar las rentas del suelo. “Tan pronto como la tierra de cualquier país se ha convertido en propiedad privada, a los terratenientes, como a todos los demás hombres, les encanta cosechar donde nunca sembraron, y exigen una renta incluso por su producto natural».
Comprar el discurso de que no todo el mundo puede aspirar a vivir en el centro es mirar el dedo en vez de la Luna. Con la victoria del negocio de la vivienda sobre el derecho a ella, el lucro campa a sus anchas y quienes acumulan una propiedad tras otra pueden cosechar los frutos de los impuestos de todos. A más de noventa kilómetros de los centros de Gijón, Santander y Oviedo, Llanes, en el Oriente asturiano, vio duplicar el valor de sus viviendas entre 2003 y 2005 debido a la construcción de la autovía del Cantábrico. Hoy, los inversores se frotan las manos en el barrio barcelonés de La Sagrera, donde pronto se inaugurará un gran nodo de comunicaciones ferroviarias de alta velocidad. Las reglas del juego se mantienen.
Precisamente las reglas del juego y no la construcción de vivienda son la principal diferencia entre España y Viena, ensalzada como un ejemplo en el acceso a la vivienda. Comparemos la capital austriaca con la catalana, cuyas poblaciones se asemejan. Viena construye mucho más, entre 5.000 y 7.000 viviendas anuales, pero entre 2005 y 2023 su población aumentó un 23%; la de Barcelona, sólo un 4%. Además, la urbe mediterránea tiene, dependiendo de la fuente, entre un 9 y un 13% de su parque inmobiliario vacío: unas 100.000 viviendas. En Viena las estimaciones fluctúan, pero son muy inferiores: unas 35.000 viviendas vacías o un 3,4% del parque inmobiliario sin utilizar. Es decir, las viviendas vacías allí son más bien residuales e incluso está en discusión un impuesto anual a la vivienda vacía que de momento está en pausa. En general, cuando Viena construye es porque necesita hacerlo. España no.
Además, más de la mitad de los casi cuatro millones de viviendas vacías en España están en municipios de más de 10.000 habitantes, donde vive el 80% de la población. Y casi un tercio en capitales de provincia o ciudades de más de 50.000 habitantes. Una última muestra de que demografía y explosión de precios no van de la mano: Palomera habla de subidas de precios del 26, 40 y 42% en Cádiz, Valencia y Las Palmas de Gran Canaria respectivamente entre 2011 y 2021, pese a que las tres ciudades pierden población.
Cuenta también el investigador que hay 290.000 alquileres protegidos en toda España para casi cincuenta millones de almas. Es el 1% del parque inmobiliario. En Viena, para sólo dos millones hay 220.000 pisos públicos y otros 200.000 son gestionados por asociaciones cuyo lucro está limitado por ley. Frente a su escaso parque público, España tiene un 48% más de pisos turísticos y un 1.200% más de pisos vacíos. La diferencia fundamental es que Viena decidió municipalizar el suelo para evitar la especulación.
El conflicto de la vivienda no es por tanto un fenómeno meteorológico inevitable, sino el resultado de una maraña legal y política. A saber: sólo el 50% del dinero que alguien ingresa alquilando tributa al fisco. La Agencia Tributaria transige a los propietarios que repercutan el IBI a sus inquilinos al tiempo que ellos se lo desgravan, mientras que las socimi —conocidas popularmente como “fondos buitre” y propietarias de más del 15% del parque de alquiler— no pagan impuesto de sociedades. Por si fuera poco, el desvío de pisos al mercado turístico está bonificado con una exención del IVA en la mayoría parte de casos.
¿Qué hacemos entonces?
Las propuestas del PP o del PSOE para reformar la Ley del Suelo han sido el camino para seguir convirtiendo las casas en activos financieros en lugar de hogares. Ambas pretenden, según sus detractores, mantener las recetas que llevaron al pelotazo urbanístico. En el campo contrario, quienes defienden políticas públicas basadas en evidencia aportan respuestas más complejas. Algunas vienen de nuestro pasado, otras del extranjero o están por desarrollar, incluida la más reciente propuesta de ley del PSOE.
Para empezar, académicos y activistas defienden volver a los contratos de alquiler de duración indefinida, salvo que el propietario necesite la vivienda. Como los de Suiza, Dinamarca, Austria, Suecia, Finlandia o Países Bajos. También los tuvo España hasta que el PSOE les dio carpetazo en 1985. En un contexto en que el 56% de las viviendas se compran al contado —es decir, sin hipoteca— y el 15% de las compras totales corresponden a extranjeros no residentes, acabar con las compras especulativas es urgente. En Países Bajos, una ley prohíbe adquirir vivienda si no es para vivir en ella y, en Singapur, el equivalente al impuesto de transmisiones patrimoniales aumenta para extranjeros así como para segundas y terceras viviendas.
En España también ha habido avances. La regulación de los alquileres de Cataluña ha conseguido en un año que el alquiler baje un 6,4% en Barcelona. Sin embargo, su no aplicación a los alquileres de temporada (los de menos de once meses) ha desencadenado una avalancha de usos fraudulentos de este tipo de contrato: en la capital catalana, el 80% de los anuncios en Idealista en marzo eran de este tipo. Ya lo había avisado el Sindicat de Llogateres de Catalunya, y el Ministerio de Vivienda lo sabía también. En 2023, durante las negociaciones de la Ley de Vivienda, la delegación del Sindicat alertó de que los alquileres de temporada serían un coladero para evitar la regulación. Entonces, contaría Palomera al periódico Naiz, un alto cargo del Ministerio afirmó: “Alguna vía de escape hay que dejarles”. Se refería a los especuladores.
Otra medida, impulsada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o el propio Sindicat de Llogateres, es la obligación de destinar un 30% de la vivienda a alquiler asequible en nuevas construcciones o grandes reformas. Un porcentaje que en París asciende hasta el 50%. Aprobada durante la alcaldía de Ada Colau, esta medida supone un dique de contención. Al destinar un tercio de estas viviendas al alquiler asequible y perder rentabilidad, se desincentiva que los fondos de inversión compren bloques enteros para reformarlos y ponerlos en alquiler de temporada. Sin embargo, esta normativa apenas ha generado 144 viviendas protegidas, por el boicot del sector inmobiliario en connivencia con el actual alcalde. El socialista Jaume Collboni ha perdonado multas millonarias a los promotores que incumplieron la reserva del 30%.
Pase lo que pase con el dogma de la construcción, los españoles pagan religiosamente sus alquileres: el 92% de los inquilinos paga a tiempo y sólo un 1% se retrasa más de treinta días. Quizás por eso, muchos de los nueve millones de inquilinos se acuerdan del 22 de noviembre de 2023. Aquel día, Isabel Rodríguez se estrenaba como flamante ministra de Vivienda con “un mensaje de tranquilidad, esperanza [y] sensibilidad con los pequeños propietarios”. Pero no se refería a quienes sólo cuentan con su propia vivienda o con una segunda residencia, sino a aquellos que necesitan los ingresos de un alquiler para cuadrar las cuentas. Esas personas, según recoge Palomera en su libro, representan el 0,6% de la población adulta.
Los españoles abandonaron el dogma católico porque las estructuras franquistas que lo imponían se relajaron. Sin embargo, el franquismo inmobiliario —la fe en la construcción y la vivienda en propiedad— nunca nos abandonó. La era democrática supuso la absorción de unas políticas públicas orientadas a evitar el comunismo. No en vano se le atribuye a Franco la frase “un propietario más, un comunista menos”. A diferencia del regulado sector del ladrillo vienés, donde se imponen altos estándares de calidad, regulación medioambiental y beneficio limitado, su análogo español se hizo fuerte al calor del compadreo con el régimen, ajeno a una fiscalización a la altura del derecho constitucional a la vivienda. Para superar el dogma del ladrillo, los políticos deberán acercarse en cambio a los científicos y los movimientos sociales que estudian cómo garantizar el derecho a la vivienda para construir menos y construir mejor.
Nota: el autor de este artículo forma parte del Sindicat de Llogateres de Catalunya.
Publicado por: Marcos Bartolomé
Fuente de esta noticia: https://elordenmundial.com/espana-construir-crisis-vivienda-alquileres-sociedad-politica/
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