
Bolivia 2025: un país en busca de estabilidad entre promesas, heridas y resiliencia
Hablar de Bolivia en 2025 es entrar en un territorio complejo. A ratos contradictorio, como si el país caminara sobre una cuerda tensa entre la esperanza y el desencanto. La política sigue sacudiéndose entre discursos encendidos y fracturas profundas; la economía avanza con pasos vacilantes; y la sociedad, diversa y tenaz, sigue tejiendo su camino entre cicatrices viejas y nuevas aspiraciones.
Una política que no encuentra reposo
El ambiente político boliviano sigue siendo, en una palabra, tenso. El conflicto entre el expresidente Evo Morales y el actual mandatario Luis Arce, ambos del Movimiento al Socialismo (MAS), ha terminado por desgarrar al partido que durante años fue casi hegemónico. Las divisiones internas ya no son rumores: son peleas abiertas, públicas, y muchas veces incómodas de ver.
Luis Arce, en su segundo tramo de gobierno, intenta mantener un equilibrio casi imposible. Por un lado, trata de proyectar una imagen de moderación, de técnica, de “gestión”; por otro, tiene que lidiar con la sombra siempre presente de Morales, que amenaza con volver, con romper, con disputar el poder desde adentro. Y eso no solo desgasta al partido: también agota al país.
La oposición, por su parte, no logra consolidarse como una alternativa clara. Hay nombres, hay discursos, hay movilizaciones, sí… pero también hay fragmentación, egos y estrategias que muchas veces no conectan con las necesidades reales de la gente. En ciudades como Santa Cruz o Cochabamba, las marchas siguen siendo frecuentes, pero ya no tienen el mismo eco que años atrás.
El resultado: una ciudadanía cada vez más desconfiada. Muchos bolivianos, especialmente los más jóvenes, ya no se sienten representados por nadie. Y en ese vacío, crecen el desinterés, el escepticismo… y, a veces, la rabia.
Economía: entre el litio y la incertidumbre
En lo económico, Bolivia enfrenta una situación peculiar. Por un lado, tiene en sus manos un recurso codiciado por medio mundo: el litio. El llamado “oro blanco” del siglo XXI está en el corazón del salar de Uyuni, y muchas miradas —desde China, Alemania, Estados Unidos— apuntan hacia allí con interés creciente.
Y sí, ha habido avances. Se han firmado acuerdos con empresas extranjeras, se han iniciado proyectos de industrialización, y el gobierno insiste en que Bolivia será un actor clave en la transición energética global. Suena prometedor.
Pero del dicho al hecho… hay bastante trecho.
La economía boliviana sigue dependiendo en gran medida del gas natural, cuyas reservas han disminuido y cuya demanda también enfrenta incertidumbres. Las exportaciones han bajado y el déficit fiscal sigue siendo un dolor de cabeza persistente. El dólar paralelo ha comenzado a marcar una brecha respecto al tipo oficial, lo que ha generado cierta ansiedad en los mercados y entre los ciudadanos.
Además, la inflación —aunque aún moderada en comparación con otros países de la región— ha afectado el bolsillo de muchos. Ir al mercado en El Alto o en Tarija se ha vuelto una experiencia tensa: los precios de alimentos básicos han subido, y el salario no siempre alcanza.
A pesar de todo, hay signos de resistencia. El comercio informal sigue siendo una válvula de escape para miles de familias, mientras que sectores como la agricultura y el turismo muestran brotes verdes. En el sur de Potosí, por ejemplo, pequeñas cooperativas están apostando por el cultivo orgánico como una alternativa viable. Son esfuerzos modestos, sí, pero cargados de dignidad.
El alma de un país diverso y herido
En lo social, Bolivia sigue siendo un país profundamente desigual. Las brechas entre el área rural y la urbana, entre el occidente andino y el oriente llanero, entre hombres y mujeres, entre pueblos indígenas y élites tradicionales… todas esas fisuras siguen allí. Algunas han sanado un poco, otras se han vuelto más visibles.
La educación, por ejemplo, aún arrastra heridas del periodo pandémico. Muchos niños, especialmente en zonas rurales, nunca recuperaron del todo los años perdidos. Las brechas digitales persisten, y aunque hay esfuerzos por mejorar la conectividad, la verdad es que no es lo mismo estudiar en una escuela rural en Oruro que en un colegio privado de La Paz.
En cuanto a la salud, el sistema público sigue siendo frágil. Se han hecho inversiones, sí, pero la atención primaria sigue saturada, y en regiones alejadas hay una falta crónica de médicos, medicinas y equipamiento. La pandemia dejó lecciones duras, y muchas de ellas aún no se han incorporado del todo.
Pero si algo ha quedado claro es la resiliencia del pueblo boliviano. A pesar del caos, la confusión y la incertidumbre, la gente sigue adelante. En los mercados, en las ferias, en las calles llenas de color y ruido, se siente esa fuerza silenciosa con la que el país respira. No sin esfuerzo, claro. Pero respira.
¿Y ahora qué?
Bolivia está en una encrucijada. Lo ha estado muchas veces, pero esta parece más delicada. La crisis de representación política, la dependencia de recursos finitos, la tensión social… todo eso compone un escenario incierto. Y, sin embargo, hay también una energía viva, casi subterránea, que se resiste a dejarse vencer.
Las elecciones de 2025 se perfilan como un momento clave. No solo por quién gane, sino por el tipo de narrativa que se imponga. ¿Será otra vez el ciclo del “caudillo salvador”? ¿O veremos emerger una política más horizontal, más sensible, más conectada con la realidad cotidiana de la gente?
Hay mucho por hacer. Bolivia necesita diálogo, justicia, memoria y, sobre todo, proyectos compartidos. No promesas huecas ni enemigos eternos. Sino ideas concretas, gestos humanos, acuerdos básicos que permitan al país volver a soñar sin miedo.
Y eso, aunque parezca difícil, no es imposible. Porque si algo ha demostrado Bolivia en su historia —una historia llena de heridas, pero también de coraje— es que siempre encuentra una forma, aunque sea accidentada, de levantarse

