

Antes de que Kany saliera a escena, Lucero Sarambí ya había sembrado semillas de emoción. Con su guitarra y su temple, hizo un recorrido honesto por esos paisajes emocionales que todos transitamos alguna vez. En “Oda al amor desapegado”, “Ormitar” o “Clu”, defendió una lírica valiente, sincera, que hablaba de las múltiples formas de amar… y de soltar.
Fue un acierto que ella estuviera allí: porque no se trataba solo de calentar motores, sino de afinar el alma para lo que venía. Y lo que venía era una artista que también habla desde la entraña.

A las 21:00 pasadas, se apagaron las luces y se encendió otra cosa: una energía compartida. El murmullo se volvió grito, el grito se volvió aplauso, y del aplauso emergió ella. Kany. Sonrisa inmensa, paso seguro, aunque su voz delataba la emoción.
Y empezó. “Una vida buena” fue la bienvenida. Un manifiesto de esperanza, como si estuviera diciendo: “estoy aquí, y todo esto vale la pena”. Le siguió “Fuera de servicio”, enérgica, con fuerza rítmica. Ambas canciones sirvieron para abrir el pecho, para soltar, para dejar atrás el día y entrar en otro tiempo: el tiempo Kany.
Con “Soy yo”, cambió el clima. Las luces se tiñeron de azul y el teatro rugió con una mezcla de romance y tristeza. Era como si todos los presentes recordaran a alguien o a sí mismos. Ahí, entre la emoción general, Kany dijo por primera vez: “¡Buenas noches Paraguay!“, para luego resaltar lo hermoso que es para ella tener el privilegio de vivir haciendo lo que ama y así, llegar a nuevos países.

Y eso que dijo no era una frase más. Se le notaba en la voz. Agradecía, sí, pero también se ofrecía. En cuerpo y alma. A este concierto lo llamó “una primera cita”, y usó esa analogía más de una vez. Pero en su voz no había formalidad ni distancia. Era nerviosismo auténtico, emoción limpia, como quien llega a un lugar nuevo con la maleta llena de canciones y el corazón abierto.
Y Paraguay la recibió no solo con brazos abiertos, sino con el alma en carne viva. Desde el escenario del Gran Teatro “José Asunción Flores” del Banco Central, Kany se convirtió en puente. Entre ella y el público hubo conexión, comprensión, incluso sanación.
Canciones como confesiones compartidas
“La siguiente” fue un grito de masas. El público la cantaba con la mano en el pecho. Algunos lloraban. Gritaban “¡Te amo, Kany!” y no era una exageración. Era devoción.
“Qué bonito decir a la gente lo que vemos en el otro”, dijo ella justo antes de “Lo que en ti veo”. Y entonces bajó la luz, sostuvo una guitarra, y el clima se volvió íntimo. La canción flotaba, y el teatro se transformó en una habitación donde todos cantaban en dulce susurro.
“La malquerida” trajo de nuevo esa mezcla entre dolor y empoderamiento. La fuerza de la banda, la letra punzante, su voz hablando de lo que duele cuando alguien no nos ve, arrasaron.

“Si una no se quiere, es imposible querer a otro…” reflexionó, e invitó también a dejar atrás la timidez y saltar a bailar, porque “en los teatros también se vale romper las reglas y bailar en pro del amor”.
Y se bailó. Y se gritó. Pero sobre todo, se comprendió. “Mi secreto” fue pausa y contemplación. Ella, en silencio, mirando al público. Con los ojos brillosos. Y entonces llegó “Para siempre”. Luego, casi como un susurro al oído. Solo piano. Solo verdad. Así hizo “Alguien”. Kany no hacía un show: hacía un viaje emocional, y cada canción era una parada con sentido.
Con “La culpa”, se acordó de Rawayana y de Venezuela, mientras alguien del público flameaba esta bandera. Habló de empatía: “Hay que estar conectados con esa otra parte. Hagamos promesas de que por esas cosas buenas que nos pasan, podemos ayudar a otros”. La canción fue casi una oración. Un canto a la posibilidad de ser mejores, de dejar atrás los miedos.

Y entonces, la curva rítmica bajó y para “Titanic” apareció sola con sus guitarristas. Fue poderosa, con la voz desnuda, fue sincera. “Adoro este lugar y solo me pregunto por qué no vine antes”, confesó.
Sola con la guitarra, lanzó una frase que arrancó sonrisas: “Amo la gente que canta desafinada, que le molesta al de al lado y que le importe un carajo”. Entonces cantó “Hoy ya me voy”, como quien dice adiós al dolor, no a la noche.
La voz como hogar
Después vinieron temas que pocas veces canta: “Supe que eras para mí”, “Bailemos un blues” y “Para volver a amar”. Paraguay mandaba, y ella obedecía feliz, según dijo en ese segmento en que cantó canciones que la audiencia pidió.
Luego “Confieso” fue catarsis. El público era uno solo: madres e hijas, amigos, parejas. Todos viviendo a través de esa voz cruda, hermosa y necesaria.
La banda regresó y el tono cambió con “Mi plan de vida”, “Me quedo sola” y “Aunque sea un momento”. Todo con ese hilo invisible que lo unía todo: la honestidad.

En “De bien a mal”, dijo lo que muchos no se atreven: “Hay que poder permitirse no estar bien… vivimos un momento donde tenemos que mostrar que todo es perfecto”, pero ella alentó a que tomemos el riesgo de asumir incluso las tristezas.
Y entonces el teatro fue refugio. Con “Te lo agradezco”, “DPM”, y el cierre con “García” y “Agüita e’ coco”, el círculo se completó. Nadie se quería ir. Porque, de algún modo, todos estaban un poco más enteros que cuando llegaron.
Después de esta noche, no se puede hablar de Kany y Paraguay sin pensar en lo que pasó allí. Porque ella no fue una diva. Fue una mujer que se plantó en el escenario como si fuera su casa, y abrió la puerta de par en par.
La gente salió más liviana, más conectada. Conmovida. Con una certeza nueva: que la música, cuando es verdadera, no es espectáculo. Es abrazo. Y como dijo Kany, podemos permitirnos ser vulnerables… y desde ahí, contribuir a la construcción de un mundo más humano.
Publicado por: Mavi Martínez, ABC Color
Fuente de esta noticia: https://www.abc.com.py/espectaculos/musica/2025/05/05/kany-garcia-y-paraguay-una-primera-cita-que-se-convirtio-en-amor-eterno/
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