Hace exactamente un siglo, el británico Howard Carter realizó uno de los descubrimientos más importantes de la arqueología del siglo XX. Sin embargo, el brillo de ese hallazgo se vio empañado por un artículo de Sir Arthur Conan Doyle, autor de Sherlock Holmes, sobre las muertes extrañas de casi todos los que entraron a la tumba del joven faraón.
“Si esa maldición existiera, yo habría sido la primera víctima. Sin embargo, estoy aquí”, solía responder Howard Carter, siempre un tanto irritado, cuando en sus conferencias alguien del público le preguntaba sobre la maldición de Tutankamón.
También lo decía en privado, pero al final de la frase agregaba su propia maldición: “¡Maldito, Conan Doyle!”.
Hasta sus últimos días, el arqueólogo más famoso de Gran Bretaña –y uno de los más renombrados del planeta-, el descubridor de la tumba intacta del joven faraón, acunó en su alma un oscuro rencor por el autor de los relatos de Sherlock Holmes.
Lo culpaba, no sin razón, de ser el inventor de esa maldición, para él inexistente, que empañaba el brillo de su descubrimiento.
Tal vez inspirado el método deductivo de su famoso detective, Sir Arthur Conan Doyle había reparado en un extraño fenómeno y en la inscripción de una pieza de arcilla encontrada en la tumba.
La inscripción tallada en la pequeña pieza de arcilla rezaba: “La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón”.
El bieldo era un instrumento de labranza de tres o cuatro puntas, si se golpeaba a alguien con ellas, se clavaban y podían matar.
El fenómeno radicaba en que, durante los seis años que siguieron al descubrimiento de la tumba el 4 de noviembre de 1922, dieciséis de las personas relacionadas con el hallazgo habían muerto, algunas de ellas en extrañas circunstancias.
Conan Doyle conectó las dos cosas y sacó una conclusión: había una maldición que perseguía a los descubridores de la tumba, la maldición de Tutankamón.
Lo peor del caso –lo peor para Howard Carter, en realidad– es que, contento con su hallazgo, el autor de Sherlock Holmes lo contó en un artículo que publicó en el Times de Londres.
El prestigio del escritor y lo atractivo del misterioso tema hicieron el resto: todos hablaban de la maldición y citaban pruebas concretas de su existencia, porque la tablilla decía lo que decía y los muertos, muertos estaban.
Una cobra y un canario
Howard Carter llevaba dos años de trabajo en el Valle de los Reyes cuando el 4 de noviembre de 1922 descubrió el primer indicio de la existencia de una tumba. Sabía que estaba en el lugar indicado, pero el descubrimiento se debió a una casualidad. Uno de los aguateros del equipo tropezó con una piedra que resultó ser el comienzo de una escalinata descendente.
Carter y sus colaboradores excavaron siguiendo los escalones hasta que, ese mismo día, se toparon con la puerta de barro que tenía sellos de escritura jeroglífica. Era la entrada a una tumba.
Al arqueólogo le costó mucho contener sus ganas de abrir la puerta y seguir adelante, pero su expedición tenía un financista, George Edward Stanhope Molyneux Herbert, quinto conde de Carnarvon, que lo venía bancando con sus fondos desde hacía años y se molestaría mucho si no estaba presente cuando se abriera la tumba. Así que Carter ordenó rellenar nuevamente la escalera y le mandó un telegrama a su mecenas.
Mientras Carter esperaba impaciente la llegada de su financista, una cobra devoró el canario que tenía en su tienda. Alguien dijo que eso era un mal presagio, pero el arqueólogo, hombre culto y racional, desechó el comentario con una sonrisa de desprecio.
Lord Carnavon llegó desde Londres, acompañado por su hija Evelyn, el 23 de noviembre. Durante esos días de espera, Carter no se movió del campamento por temor a que la tumba sufriera un saqueo en su ausencia.
Al día siguiente excavaron la escalera y Carter le mostró a su mecenas la inscripción de la puerta: se trataba de la tumba de Tutankamón, un muerto a los 18 años, históricamente intrascendente, pero hijo de Akenathon, el hombre que había intentado instaurar el monoteísmo en el Egipto del Siglo XIV antes de Cristo.
El 26 de noviembre, Carter, Carnavon, Evelyn y el ayudante del arqueólogo, Arthur Callender, miraron el interior a través de una pequeña abertura que hicieron en la esquina superior izquierda de la piedra. El primero en hacerlo fue Carter, iluminando con una vela.
-¿Puede ver algo? – le preguntó Lord Carnavon.
-¡Sí, puedo ver cosas maravillosas! – respondió el arqueólogo.
La tumba intacta
La abrieron al día siguiente, porque no podían hacerlo sin la presencia de un inspector del gobierno egipcio. Lo que vieron al explorarla los maravilló: había cofres, tronos, altares y divanes, hasta sumar cerca de cinco mil objetos.
Encontraron también otra puerta sellada, flanqueada por dos estatuas de Tutankamón, que llevaba a la cámara del sarcófago. Todo estaba intacto, salvo por las consecuencias del paso del tiempo. En miles de años nadie había entrado a esa tumba.
Carter tenía una tarea faraónica por delante y no podía hacerla solo. Pidió ayuda a otro arqueólogo Albert Lythgoe, del Metropolitan Museum de Nueva York, que trabajaba en una excavación de las cercanías, y éste prestó a parte de su equipo, incluyendo a Arthur Mace y el fotógrafo Harry Burton, mientras que el gobierno egipcio envió al químico analítico Alfred Lucas para que se sumara.
Por su parte, Lord Carnavon le vendió la exclusiva, con fotografías incluidas, al Times de Londres.
El mecenas comenzaba a recuperar su inversión.
Víctimas de la “maldición”
Cuando negoció con el diario más importante de Gran Bretaña, a Lord Carnavon le quedaban apenas cuatro meses de vida aunque, por supuesto, no lo sabía, como tampoco podía imaginar que su muerte sería la primera de una cadena que daría lugar a “la maldición de la tumba de Tutankamón”.
Todo empezó en marzo de 1923, cuando lo picó un mosquito y Carnavon se cortó la picadura mientras se afeitaba con su navaja. El corte le causó una infección que derivó en una septicemia. Murió a causa de la infección, agravada por una neumonía, el 5 de abril.
Hay una versión incomprobable que sostiene que en el momento de su muerte se produjo un apagón en el Cairo que dejó a oscuras durante unos minutos a toda la ciudad.
También se llegó a decir que al examinar en detalle la momia del faraón se encontró que tenía la marca de una picadura de mosquito en el mismo lugar que había sido picado Lord Carnavon.
A la muerte del mecenas de Carter se sucedieron otras. Su medio hermano, Aubrey Herbert, que había presenciado la apertura de la cámara donde se encontraba el sarcófago, murió poco después que Lord Carnavon. Era hombre de salud frágil, pero la coincidencia llamó la atención.
Arthur Mace, que se había sumado al equipo luego del descubrimiento, murió en El Cairo sin que los médicos pudieran explicar la causa.
Sir Douglas Reid, encargado de radiografiar la momia de Tutankamón, se enfermó en Egipto, lo que lo obligó a volver a Suiza, donde murió dos meses después.
Alby Lythgoe, el arqueólogo del Metropolitan Museum de Nueva York que cedió a parte de su equipo a Carter, perdió la vida a causa de un infarto en 1934.
George Jay Gould, un arqueólogo invitado por Carter a visitar la tumba, empezó a sufrir accesos de fiebre muy elevada pocos días de su regreso de Egipto y falleció. El secretario de Carter, Richard Bethell, murió de un ataque cardíaco en Egipto pocos meses después del descubrimiento de la tumba y su padre se suicidó la recibir la noticia.
La “maldición” incluso se cobró una víctima que nunca había estado siquiera cerca de la momia. En uno de sus viajes a Londres, Carter le regaló a su amigo Sir Bruce Ingram varios objetos procedentes de la tumba. Pocos días después, su casa se incendió.
El “maldito” Conan Doyle
Es posible que ese encadenamiento de muertes hubiese pasado casi inadvertido si alguien no hubiera establecido la conexión y escrito un artículo sobre ella.
Howard Carter siempre sostuvo que el culpable de inventar la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón fue Sir Arthur Conan Doyle, por entonces en el pináculo de la fama por el éxito editorial de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes.
En su vida privada, Conan Doyle era todo lo opuesto al detective de su creación, tan racional y analítico. Desde la muerte de su hijo durante la Primera Guerra Mundial, se había inclinado hacia el espiritismo, en cuyas sesiones trataba de contactarse con su vástago perdido.
Desde esa perspectiva, publicó el famoso artículo en el que conectaba la inscripción de la tablilla con la serie de muertes para demostrar la existencia de una maldición que perseguía a quienes habían molestado en su descanso eterno al espíritu del faraón.
La novelista británica Marie Corelli se sumó al asunto con una teoría supuestamente científica que no negaba la maldición. En una carta que escribió escribió a al periódico New York World aseguró que conocía ciertos textos antiguos que hablaban de venenos depositados en las tumbas egipcias para aniquilar a quienes las profanaran.
Al principio, Carter trató de desactivar el asunto con una respuesta que apelaba a la arqueología y la racionalidad.
“Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas. Los antiguos egipcios, en lugar de maldecir a quienes se ocupasen de ellos, pedían que se los bendijera y dirigiesen al muerto deseos piadosos y benévolos. Estas historias de maldiciones, son una degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas. El investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese temor misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones”, respondió en un artículo.
De nada le sirvió. La maldición de la tumba de Tutankamón había llegado para quedarse.
Hasta el final
Hacía años que Howard Carter vivía casi en soledad cuando murió plácidamente el 2 de marzo de 1939, a la edad de 64 años, en su departamento de la calle Albert Court 40 de Londres, muy cerca del Royal Albert Hall.
En los últimos tiempos se había aislado del mundo y solo recibía a unos pocos amigos íntimos, con quienes, en ocasiones, hablaba de la única gran alegría y de las dos grandes tristezas que tenía en su vida.
Se sentía orgulloso de tener un lugar prominente en la historia de la arqueología moderna con su descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón, pero le dolía que los sucesivos gobiernos británicos jamás hubieran reconocido sus méritos y, más que nada, que su nombre quedara asociado para siempre con la famosa maldición.
A diferencia de lo que ocurre con otros personajes famosos, no se sabe cuáles fueron las últimas palabras que Howard Carter pronunció antes de morir. Sin embargo, es posible suponer que hayan sido una maldición con destinatario preciso: “¡Maldito Conan Doyle!”.
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