Está más que contrastado que el cristianismo es la religión más perseguida de todas cuantas jamás se hayan conocido. Fuera de Europa, en un puñado de países los cristianos sufren una persecución implacable y son masacrados en filas. Tampoco Europa es un remanso de paz para la fe católica y demás confesiones cristianas, si tenemos en cuenta que se encuentran sitiadas y atacadas conceptualmente por las ideologías en boga.
Antes de abordar la relación del cristianismo con el poder político conviene recordar la tesis del gran filósofo tradicionalista Francisco Canals Vidal sobre el mundo moderno, cuando dijo y predijo que era un signo de nuestros tiempos la absolutización de la política y la divinización del poder como consecuencia de “la realización práctica de los inmanentismos”. Una perfecta instantánea del pensamiento dominante que ha divinizado la democracia, pensando que sería un bien universal, una suerte de edén social exportable a cualquier nación, inclusive al mundo islámico.
Como consecuencia, la falta de perspectiva no se detiene en tal punto; los países denominados occidentales tampoco han sido capaces de entender que los cristianos pudieran vivir en paz en otros regímenes que les brindasen protección tal cual ha ocurrido en países como Siria, Irak o Irán. Ante la perplejidad de los occidentalistas, los cristianos confían mucho más en Dios que en la democracia, por eso se adaptan sin complejos ni prejuicios a regímenes en Oriente Medio, carentes por tradición de ninguna pulcritud democrática.
Es público y notorio que la aconfesionalidad del Estado se ha puesto en práctica con mayor eficacia en los regímenes islámicos que brindan protección a los cristianos en comparación con los países europeos vanagloriados de una sana laicidad que hace aguas por todas partes. En muchos países europeos (por cierto) se han llegado a producir atentados de carácter confesional y se producen ataques ideológicos conceptuales y sistemáticos contra la religión cristiana. Curiosamente, los Estados de ese engendro moribundo llamado Occidente han sido los más propicios para la persecución ideológica de los cristianos a la luz de los hechos y al amparo de la presunta neutralidad estatal que conlleva la validación liberal de cualquier credo ideológico aunque porte consignas, valores, y manifiestos denodadamente contrarios al Cristianismo. Circunstancia tal, que no acaece en los Estados aconfesionales de Oriente que ofrecen expresamente protección y atienden las demandas sociales de las distintas confesiones. Estos Estados del mundo islámico dan, por lo tanto, su sitio a las religiones populares y lo deniegan a las ideologías, conocedores de su carácter de religiones de sustitución y agitadoras de muchedumbres. Dicho con toda crudeza, allá donde no tienen cabida las religiones de sustitución y donde el Estado garantiza la coexistencia de las religiones que se consideran ontológicamente verdaderas, los cristianos pueden profesar su fe con mayor paz y seguridad. En esos países son conscientes de que la religión no es un elemento privado sino que forma parte de la vida social y ha de convivir necesariamente con la práctica política a la cual normalmente infunde atributos culturales y morales.
Así, la mejor forma de que todo un cuerpo social permanezca cohesionado, y el Estado detente la estabilidad necesaria, es brindar la protección conveniente a cada una de las religiones que el pueblo profesa. En el gallinero de Occidente parece una empresa imposible, ya que el marco político-liberal prescribe las reglas ateniéndose a la (tan criticada por el Papa Francisco) “libertad desde cero” encargada de dar licencia confesional hasta al laicismo más acérrimo y comecuras.
A ciencia cierta no se sabe si es una ironía histórica o un ejercicio grotesco de patetismo institucional el hecho de ver a los occidentalistas sermonear sobre la falta de Estado de Derecho en Siria, que asombrosamente había conseguido la cuadratura del círculo del Estado aconfesional. Antes del derrocamiento del gobierno de Al Asad, el Estado sirio garantizaba la libertad religiosa y protegía expresamente las religiones minoritarias (un 15 % de cristianos han llegado a vivir en Siria), algo que a la luz de los hechos no han conseguido los países europeos.
Porque el quid de la cuestión es que el Estado, ya se vista de clerical, confesional, aconfesional o laico, por razón de su propia supervivencia no puede dejar hacer al más puro estilo de la neutralidad liberal, es decir, no puede permitir que las confesiones que forman el cuerpo social estén a la gresca, o que se vean amenazadas por la ferocidad de otros credos emergentes o por antagonismos ideológicos aptos para comecuras. A un Estado sólido le interesa por encima de todo un estado de pacificación confesional, porque la paz religiosa es condición necesaria para la estabilidad política. En tan importante asunto, algunos regímenes islámicos han llegado a tener vista de águila y los regímenes occidentales una miopía galopante.
Tras la caída del régimen de Bachar Al Asad, los hay que aún no se han enterado del calvario que les espera a los cristianos sirios que han perdido de un plumazo la protección del Estado. Tal vez su destino sea el que vivieron los cristianos en Irak y Libia con el derrocamiento de los regímenes que les protegían. A los que piensan que todo se arregla derrocando un régimen tirano para implantar una arcadia feliz custodiada por las sucursales democráticas de Al Qaeda y el Estado Islámico, déjenme decirles que a los cristianos sirios les importa muy poco la democracia; más bien teológicamente la recuerdan con todo el horror del mayor magnicidio de la historia, el que se dictaminó en el pretorio al son de la voluntad popular. La seguridad de los feligreses que profesan una religión no depende de ningún régimen en especial, sino de un Estado fuerte que les proteja frente a sus enemigos. Por eso en las supuestas tiranías de Oriente Medio protectoras de la religión cristiana, han obrado el milagro de la cuadratura del círculo aconfesional y los cristianos han podido vivir su fe con cierta paz y seguridad, por lo general sin curas degollados, ni iglesias profanadas, ni feligreses perseguidos. Allá donde ha habido un Estado fuerte con vista de águila. Condición necesaria para la cuadratura del círculo aconfesional, envidia malsana del moribundo Occidente.
Cualquier cristiano viviendo en suelo musulmán donde su confesión no esté blindada, al ser considerado un intruso en el mejor de los casos, o enemigo público en el peor, vive al borde de la cacería permanente. Aplaudir con júbilo la caída de un régimen que protegía a los cristianos, en favor de las sucursales democráticas de Al Qaeda y el Estado Islámico es tan insensato y desorejado como los históricos aplausos en los graderíos cuando soltaban a los leones en la arena del circo romano. Son días en los que los occidentalistas jubilean la caída de un régimen sirio que protegía a la comunidad cristiana. Cegados por la euforia moralizante que les supone el derrocamiento de las tiranías, lo que en realidad -ignaros- festejan es que los cristianos sirios van a ser echados a los leones de la Yihad con todas las garantías democráticas.
Eduardo Gómez
Fuente de esta noticia: https://www.religionenlibertad.com/opinion/912156141/estado-sirio-cristianos.html
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